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Como el cielo los ojos

Javier 11

Edith Checa
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La madre me ha dicho que Isabel tiene muchas cosas en carpetas, que las mire también. Que mire todo.

La niña permanecerá con la abuela hasta el verano para que no pierda colegio y además porque no quiere separarse de los objetos de su madre. Va todos los días a la casa por las tardes.

Me ha advertido que las dos gatas estarán allí hasta esta tarde en que la niña se las llevará. Las gatas de Isabel, dos gatas siamesas.

«Son cariñosas, muy cariñosas», me ha dicho la madre, «como mi hija. Aunque no intentes hacerlas daño porque se defenderán como panteras, también como mi hija. ¡Y ten cuidado al abrir la puerta!, las gatas suelen salirse al pasillo porque son muy curiosas, a ver si se te van a escapar.»

He cogido uno de los ascensores hasta el quinto. Estoy taquicárdico, impaciente y feliz.

Abro la puerta. Me agacho y empujo un poco a las gatas que han venido a recibirme. Cierro rápidamente. Casi no me dejan caminar, son zalameras y juegan entre mis piernas. Huele a flores. Descubro a la entrada, detrás de una maceta, un perfumador. El pasillo es largo y tiene colgados varios cuadros, sus cuadros. Son grandes. Uno representa enormes hortensias en un paisaje de cielo celeste nítido. Otro, grande también, es un juego de colores intensos en el que predomina el rojo y el negro. Estoy en su casa. En su mundo. Un mundo que ahora es sólo mío. Me siento como un niño y su llave mágica dando los primeros pasos dentro del jardín secreto. El pasillo es largo y está lleno de libros en estanterías. Al final, si ella estuviera en la estancia luminosa que hay al final, pero no está, tengo que convencerme de que no está. Camino. Otra estantería en el pasillo. A la derecha la habitación de la niña.

Agradezco que el día anterior no bajaran las persianas. La casa está llena de luz. A mi izquierda, el baño. De frente, el salón, es acogedor, alegre, me impresiona. Predominan los colores verdes, ocres y violetas. Y la luz, de esta mañana dorada, inunda la estancia, entra por dos enormes ventanales. El salón es un esquinazo del edificio, y en cada una de las dos paredes exteriores hay un ventanal magnífico con vistas espléndidas. El primer ventanal da a la casa de campo. Delante de él hay una mesa redonda de madera clara en la que Isabel tiene colocada una maceta con un coleo, rojo intenso. Sobre el mostrador de la cocina, cuyas ventanas de madera siempre están cerradas, hay una gran cesta de mimbre con una hermosa planta que sube enredándose por el asa y también se descuelga hasta las sillas.

A la derecha, en el único trozo de pared que queda en el esquinazo entre ventanal y ventanal, hay tres cuadros y su rincón de trabajo. Una mesa de pino llena de papeles revueltos, el ordenador, la impresora y libros. Bajo el otro ventanal, que da a un parquecillo, un sofá-cama de tonalidades verdes, por lógica, donde ella dormía. La librería está atestada de libros, un poco desordenada. También hay pilas de cintas de vídeo. Un esbelto tronco de brasil que llega casi al techo cierra la composición de esta sala. Y yo aquí en medio, dentro de este cuadro impresionista, invadiendo la intimidad de una mujer que pudo ser mía pero que se me ha escapado para siempre. El ánimo y la ilusión que me han traído hasta aquí se desvanecen. Esto no tiene sentido. Nada me la va a devolver. Voy a hurgar en su historia y al mismo tiempo en la herida que ya se me ha formado. Hurgar en la herida que me ha dejado, cada vez más grande.

Me siento al ordenador. Lo enciendo. Una gran apatía me domina. Abro el sobre. Trabaja en WordPerfect. Me meto. Primera clave: VIAJERO. Sonrío, ¿cómo no?, qué otra clave iba a ser. La segunda: CIELO. La tercera: OJOS. Me hace sonreír. Si hubiera intentado meterme sin saber las claves lo habría adivinado. No podían ser otras. Viajero, cielo, ojos.

Estoy dentro.

Hay muchos archivos. Están todos seleccionados como: cartas, poemas, relatos, libros. Desearía meterme en todo, ya mismo, pero debo calmarme. Voy a echar un vistazo general por cada sección y empezaré mañana a analizar parte por parte.

Me voy a los relatos, no me siento con fuerzas para entrar en las cartas. Hay algunos recientes, otros son antiguos...

«El vaho de mi respiración difuminó el barrio de chabolas por el que pasábamos. En otro momento hubiera limpiado el cristal con la palma de mi mano pero así, aquella zona podrida de la ciudad parecía un poblado de cuento navideño. La capa de humedad sólo dejaba ver los contornos, no los contenidos; los perfiles, no los desperfectos, al igual que la foto difuminada por un filtro a una vieja actriz le hace desaparecer las arrugas y el exceso de maquillaje, la tez fláccida o la sonrisa ficticia. Al fin decidí limpiarlo y entonces fui yo la que me encontré difuminada en el reflejo del cristal, y la verdad es que el efecto era muy positivo: los surcos profundos que rodeaban mi boca, gesto que ofrecía a mi rostro un aire siempre triste, desaparecía en la imagen como si me hubieran inyectado colágeno; las pequeñas arrugas de mis ojos no existían y por supuesto aquellas incipientes bolsas que habían brotado en los últimos meses, por el vulgar estrés, no se notaban...»

«Él trabajaba de vigilante jurado en el metro de Madrid de seis de la tarde a dos de la madrugada. Cuando llegaba a casa, Marta dormía profundamente y, por más que arrimaba su dotación masculina a las cálidas nalgas de su mujer, lo único que recibía eran quejidos y un déjame-por-favor-estoy-dormida... A las seis y cuarto de la mañana sonaba un estridente despertador, el único en el edificio vacío de tres pisos. Marta tenía que levantarse, con el tiempo justo para la ducha y el café. Le aterraba la idea de tener que echarse a la calle y caminar cuesta arriba hasta llegar al punto donde el autocar de su trabajo la recogía cada mañana a las siete menos cinco. Quince minutos de eterna subida, resoplando por el esfuerzo y tragando el aire gélido del invierno...»

«Esta noche negra, odiosamente negra que me engulle como un lobo a su presa, tiene que ser la última. Tiene que acabar esta horrible pesadilla de laberintos, de revuelo de espacios sin masa, de vacíos profundos donde cae mi mente y se revuelca en loca lucha como si algo, con asesina mirada, me arrastrara hipnotizado. Quiero que esta noche termine. ¡Quiero estrangular la vida que es la muerte de mis sentidos! Quiero destruir esta cordura de mis sienes y volverme loco, y con locura y muerte morirme como idiota...»

«Paseaba por entre los árboles, relajada, sin prisa, en dirección a la casa de mi madre. De lejos, entre tronco y tronco, comencé a ver las escalinatas que dan acceso a la calle paralela. A medida que me acercaba pude distinguir mejor a unos niños...»

Hay muchos cuentos. Cuando he comenzado a leer el de la escalinata me ha dado un vuelco, han vuelto las horribles extrasístoles. Me levanto. Son demasiadas emociones para un mismo día. Estar en su casa. Rodeado de sus cosas. Leer sus relatos. Enciendo el compact. Pongo Adagio Karajan.

Entro en los poemas, hay decenas de ellos, muchísimos. Lentamente voy leyendo cada principio, sólo el principio, no quiero ahondar más por hoy, no debo. Suena el Adagietto de Mahler...

«Estoy sintiendo cómo entra el aire en mis pulmones, inspiro, expiro, inspiro profundamente y lo retengo, y miro hacia el horizonte que ya no es vergel risueño, es otoño, y todo se torna dorado y decadente...»

«Vibran las notas en el aire y soy violín lánguido mecido en el viento, la batuta me indica, casi siempre, mi vuelo. Ora un alegreto in crescendo...»

«He oído cómo los violines lloran. Yo soy un violín de cuerdas quebradas y notas violeta, un violín que nunca enmudece, un violín ajado y maldito que siempre quiso dar vida a la vida...»

«Miro la fuente, veo caer a borbotones un agua que ya es ajena, mis labios besan su frío diamantino, como antes, cuando al mirar la copulación virginal del cielo y la tierra pensaba allende la vida...»

«Cuando tus ojos coinciden con los míos, mis manos, alas de paloma, nubes cálidas, con el ansia que tienen de enamorarte, se trasmutan en garfios de hielo indecisos que de puro rubor se deshacen...»

«Ahora, cuando te miro, sé que sabes que puedo contarte historias con argumentos mágicos, regalarte versos de guirnaldas violetas, susurrarte con infinita ternura que te amo...»

«Del violeta al gris sin ti. Un vaivén de ilusiones confusas y en el aire tu nombre...»

«Hace tiempo que no escribo y tengo tersos los pensamientos, yerta la palabra en el limbo y el corazón sumido en silencio. Hace tiempo que vengo muriendo...»

«Cuando pasen los días en mi vida y mi alma tenga deseos de llorar, cuando los recuerdos de alegría nublen mis ojos al mirar, volveré a esa tierra bendita con ese puerto, con esa mar, y allí sentada en aquella roca...»

«Bajo el chopo, en la ribera del río, todas las brisas se fundieron en un tifón de perfumes de rosas y mares...»

«Frente a la pantalla blanca, siempre blanca, espejo gélido, llega la madrugada...»

«Mi casa y quienes la habitan preguntan por ti. Mis gatos husmean tu sillón, como yo tu único jersey, en busca de tu calidez y tu aroma...»

«Las llamas juegan al galanteo con los leños, buscan ambos la explosión de los púrpuras más salvajes...»

«He sido un torrente de pétalos tornasoles malva que ha hechizado en su serpenteo jubiloso algún ánima desguarnecida y ha acunado sus quebrantos hasta el alba. He sido liana firme en la que cualquiera mecía sus sueños y zozobras sin dudarlo, liana firme a la que asirse en los vaivenes de las biografías. He sido el tronco agarradero de ansiedades y desasosiegos, árbol cobijador de clausuras y destierros. He dado sombra y aliento. ¿Quién será ahora el torrente de pétalos lozanos que me transporte cuando no me queden arrestos? ¿Quién acunará mis quebrantos y melancolías hasta que llegue el crepúsculo? ¿Quién será ahora mi liana firme donde columpiar mi desdicha y mi desaliento? ¿Quién será el tronco donde cobije mi miedo?»

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Copyright ©Edith Checa, 1995
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Fecha de publicaciónMarzo 1999
Colección RSSNarrativas globales
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