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Como el cielo los ojos

Javier 12

Edith Checa
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Me siento invadido por ti, Isabel. Por tus sensaciones, por tus sentimientos. Por esa tristeza que aflora de cada uno de tus versos. Estoy inmerso en tu mundo que ya no me es ajeno. Formo parte de él aunque no sé si yo formé en algún momento parte de ti. Quizás cuando revise cada uno de tus escritos encuentre una frase, una palabra, un verso pequeño dirigido a mí. Aún está sonando tu adagietto, no me extraña que escribieras cosas tan hermosas y tan tristes. Me invade esta música y tus palabras.

Estoy agotado, hundido. Cada vez más hundido. Me siento cada vez más hundido sin ti. Seguramente jamás pensaste en mi. Quizás cuando aquel día nos besamos te pareció insignificante y lo olvidaste al rato. Seguro que cuando ibas hacia Llanes y aquel camión invadió tu vida, no pensabas en mí. A lo mejor nunca me pensaste y yo estoy aquí como un estúpido llorando, como si realmente fuera tu viajero que tiene como el cielo los ojos. ¿Hay algo en toda tu memoria para mí? ¿Has guardado algo en algún rincón de tu memoria que me diga que soy yo del cual hablabas en la carta de tu funeral?

«... y el viajero que tiene como el cielo los ojos, y que está entre vosotros ¿me reconocerá?»

¿Y tú, Isabel, me reconociste en algún momento?

Busco como un poseso. Voy de archivo en archivo, abriendo y cerrando, abriendo y cerrando. Tengo que encontrar algo para mí. Tengo que encontrar algo, si no, abandono, ¡cierro este ordenador para siempre!, ¡y la puerta de tu casa!, y mis recuerdos. ¡Dime algo!, no me castigues con tanto amor que me es ajeno.

¡Las cartas!, tiene que haber algo en las cartas. Nada. Nada. Nada. Nada. ¡Nada! ¡Nada!

Miro el sobre, la carta de las claves. Estoy furioso. Hablo solo, grito. Meditación de Jules Massenet se me está clavando en el pecho. Tengo hormigueo en los dedos, ¡y en el labio superior!, es porque estoy llorando a gritos. Respiro a bocanadas. Si sigo así perderé el conocimiento, estoy hiperventilando mi cerebro. ¡Necesito una bolsa de plástico! Entro en la cocina, casi no veo, tengo los ojos inundados de lágrimas. Encuentro varias bolsas en un cajón. Me siento en el sofá y respiro dentro de la bolsa. En sólo un minuto me encontraré bien. Me encontraré bien.

Sí, ya estoy mejor. Me siento mejor. Respiro mejor. Está desapareciendo la sensación desagradable del labio y de los dedos. Me tumbo. Una de las gatas se sube a mi pecho y ronronea. Lo agradezco. Necesito compañía. La compañía de Isabel. Sus gatas, las que ella acariciaba. Las que se subían a su pecho cuando se tumbaba en este mismo sofá a relajarse, como yo. Ronronean las dos gatas, una sobre mi pecho, es pequeña; la otra sobre mis pies. Me ha dicho la madre que la pequeña se llama Towanda, como el grito que daba la protagonista de «Tomates verdes fritos» cuando estaba hundida y quería coger fuerzas para continuar... ¡Towanda!, ¡Towanda!

Me levanto. Vuelvo a sentarme en el ordenador. Estoy convencido, absolutamente convencido de que Isabel es mi mujer, y que yo soy el viajero que tiene como el cielo los ojos. Y con esa convicción, con la tranquilidad que te da el poder de la certeza, me meto de nuevo en su mundo, y reviso los nombres de los archivos, uno a uno. Y me da un vuelco el corazón, y río a carcajadas, así de fácil me lo ha puesto. Hay un archivo con mi nombre. ¡Javier! Pone. ¡Javier! Me tiemblan los dedos sobre las teclas. Me da miedo tocar no vaya a ser que lo borre, pero es imposible sólo tengo que dar al ENTER.

Querido Javier:

Espero algún día enseñarte esta carta para reír juntos, para que veas cómo supe desde el primer momento que eras tú el viajero que estaba esperando. Entre nosotros todavía no hay nada, casi nada. Un leve beso que nos dimos anoche. Leve pero tan inmenso como el mar de tus ojos, como el cielo de tus ojos. Cuando nos dimos ese beso podría haberte dicho, susurrándote al oído que te amo, porque ya te amo. Te he amado en mi espera de estos años desde que tuve la certeza de que existes. Te he amado en los amaneceres y en los crepúsculos; en los bosques y en los ríos; te he amado en mi soledad y en mi desaliento; en mi dicha y en mi regocijo; en mis sueños y mis vigilias; en mis tristezas y en mi llanto, en mi risa. He sentido tu presencia en los lugares más inesperados, en un teatro, en un concierto, y me he puesto de puntillas para reconocer tus ojos entre la multitud, y he querido gritar tu nombre aún desconocido, y me he sentido impotente y desfallecida. Pero ya te he encontrado. Lo supe desde el momento en que miré tus ojos y tú me miraste. Yo sé que sentiste lo mismo, porque ayer, teniéndome en tus brazos, tus manos acariciaban mi memoria, mi infancia, mi adolescencia. Me mantuviste así en un abrazo perpetuo de comprensión infinita, y posaste tu mejilla en mi mejilla, y buscaste mi boca, y uniste los dos volcanes, y nuestros hálitos de vida se intercambiaban esencias jugando a amarse como si fuera la primera vez, porque lo era, y no la última porque no lo será. Te amo viajero que tienes como el cielo los ojos. Ha llegado la hora de hacer recuento, de escribir mi propia historia, de volver a crearme y nacer para ti. Ha llegado la hora de AMAR con letras grandes. Cuando vuelva, viajero que tienes como el cielo los ojos, ¿me reconocerás?

Suena Air de Bach y tu voz. Y no tengo palabras. Sólo deseo soñar contigo. Me tumbo en tu sofá-cama y abrazo los cojines en los que reposabas tu espalda cansada. Y huelo tu perfume a rocío de violetas tempranas, y a margaritas, y a amapolas, y te sueño.

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Copyright ©Edith Checa, 1995
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Fecha de publicaciónAbril 1999
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n052-j12
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