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Como el cielo los ojos

Paco 5

Edith Checa
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«El au­to­car llega justo en el mo­men­to en que Marta asoma por la es­qui­na, casi lo pier­de. Sube y se sien­ta al final por­que ya viene lleno. Está aho­ga­da. Le avergüenza su res­pi­ra­ción so­no­ra en el si­len­cio de aquel au­to­car. Nadie habla. Todos dor­mi­tan. La única sa­tis­fac­ción que va a tener a lo largo de la ma­ña­na va a ser pre­ci­sa­men­te esos tres cuar­tos de hora de au­to­car, ca­len­ti­ta, sin preo­cu­par­se por el trá­fi­co, tan sólo per­ma­ne­cer re­cos­ta­da en el asien­to, de­jan­do el cuer­po re­la­ja­do hasta que­dar en un en­tre­sue­ño mag­ní­fi­co y re­con­for­tan­te. “Si él no se fuera de juer­ga cada noche des­pués de salir de tra­ba­jar Elena co­me­ría a su hora y yo tam­bién, pero sobre todo la niña se dor­mi­ría pron­to. Ima­gí­na­te por un mo­men­to que la pe­que­ña se dur­mie­ra a las nueve de la noche, como todo ser hu­mano a su edad, pero no, se des­pier­ta a la una de la tarde y se duer­me al­re­de­dor de las dos de la ma­dru­ga­da, y yo me le­van­to a las seis y cuar­to. ¡Dios mío, duer­mo entre cua­tro y cinco horas al día!, sólo eso, y en­ci­ma cuan­do llega su ex­ce­len­cia, con el sexo en pleno apo­geo, pre­ten­de que me ponga a hacer el amor rom­pien­do mi es­ca­so sueño. Tan sólo ha­ce­mos el amor una vez a la se­ma­na, cuan­do él libra, la única noche que es­ta­mos jun­tos, y para más inri, como tiene el sueño cam­bia­do, en vez de char­lar y que­dar­nos dor­mi­dos en un abra­zo, se le­van­ta y se va a leer al salón. Hemos ha­bla­do mil veces de nues­tro pro­ble­ma, pero se ca­brea y al final siem­pre con­si­gue ha­cer­me ca­llar por­que me vuel­ve loca. Dice que él por mí lo dejó todo, pero ¿qué dejó? Dejó un tra­ba­jo es­po­rá­di­co de sub­ma­ri­nis­ta —¡qué bien suena esa pa­la­bra!—. No era un tra­ba­jo mag­ní­fi­co como el de Cous­teau, no, él cons­truía emi­sa­rios de dos­cien­tos me­tros, es decir, co­lo­ca­ba tu­be­rías para sol­tar la mier­da de la ciu­dad al mar. Ni si­quie­ra era un tra­ba­jo se­gu­ro, tres meses en Má­la­ga y seis pa­ra­do, dos en Palma y tres pa­ra­do. ÉL se sa­cri­fi­có, dice, se sa­cri­fi­có por mí y se quedó en una ciu­dad que odia, por eso ne­ce­si­ta di­ver­tir­se con sus ami­gos para, al menos, pasar bue­nos ratos en esta ciu­dad que le ago­bia. Echa de menos el mar, ¿y quién no? Echa de menos el sol, el ti­rar­se en la playa antes, du­ran­te y des­pués de tra­ba­jar, ¿y quién no? ¿Acaso a mí me gusta mi tra­ba­jo? Yo lucho para con­se­guir algo mejor. Tra­ba­jo y es­tu­dio una ca­rre­ra y nadie sabe lo que me está cos­tan­do. Las es­ca­sas horas que duer­mo a veces se ven asal­ta­das por pe­sa­di­llas en las que veo que nunca acabo, que jamás aprue­bo, que tengo que pre­sen­tar tra­ba­jos y no los puedo ter­mi­nar, que tengo exá­me­nes y no llego a pre­sen­tar­me por­que él está de juer­ga y no apa­re­ce. Y son sue­ños reales, ésa es mi ver­dad. En la fa­cul­tad nin­gún pro­fe­sor me co­no­ce, y me sal­van dos com­pa­ñe­ros que me pasan apun­tes por­que saben que tra­ba­jo y tengo una niña, y en­ci­ma, para colmo, él no en­tien­de que al­guien ofrez­ca algo a cam­bio de nada. Cree que de al­gu­na forma les pago su ayuda, es un ca­brón.”

»A las tres, Marta salió del tra­ba­jo. Mien­tras vol­vía a casa, de nuevo en el au­to­car, es­bo­zó una leve son­ri­sa. “Hoy es mar­tes y An­drés libra. Toda la tarde para los tres y, con un poco de suer­te, parte de la noche los dos jun­tos aun­que eso re­per­cu­ta en mi pro­pio sueño. Dor­mi­ré menos de cua­tro horas, pero da igual.” Un pen­sa­mien­to co­ti­diano en­som­bre­ció su son­ri­sa, al lle­gar se en­con­tra­ría las per­sia­nas ba­ja­das, las luces en­cen­di­das, los olo­res, la co­mi­da sin hacer. “No im­por­ta, no im­por­ta. Hoy no me en­fa­da­ré, al fin y al cabo es un día es­pe­cial. Arre­gla­re­mos la casa entre los dos, ha­re­mos la co­mi­da, in­clu­so po­dría echar­me una sies­te­ci­ta para así estar luego des­pe­ja­da, ¡por un día que la niña no vaya al par­que da igual! —la so­le­dad de las ma­dres en los par­ques es in­des­crip­ti­ble—.”

»La tarde se desa­rro­lló apa­ci­ble. No hubo sies­ta por­que era de­ma­sia­do ma­ra­vi­llo­so estar los tres jun­tos, Marta no quiso des­per­di­ciar el tiem­po.

»Des­pués de que la niña se dur­mie­ra se me­tie­ron en la cama como los aman­tes añe­jos que se abo­rre­cen y se aman, y a los que la ma­yo­ría de las veces les em­bar­ga la in­di­fe­ren­cia o el can­san­cio.

»Él se le­van­tó por­que no tenía sueño.

»—An­drés, se nos ha ol­vi­da­do bajar la ba­su­ra y te lo he dicho va­rias veces esta tarde. Yo estoy harta de ba­jar­la cada día.

»—Ya sé, ya sé que cuan­do libro me toca a mí. No te preo­cu­pes que lo haré. Duer­me. Te cie­rro la puer­ta para que te duer­mas —Marta no oyó más, cayó en un sueño pro­fun­do.

»A las cinco de la ma­dru­ga­da se des­per­tó con unas in­men­sas ganas de ir al baño. Fue en­ton­ces cuan­do se dio cuen­ta de que An­drés no es­ta­ba. ¡Las cinco de la ma­ña­na y An­drés no es­ta­ba! Re­cor­dó que le había pe­di­do que ba­ja­ra la ba­su­ra. “¿Pero qué es esto, las cinco y no ha ba­ja­do la ba­su­ra?” Es­pe­ró un rato en el salón fu­man­do. Los mi­nu­tos pa­sa­ban y él no subía. Em­pe­zó a po­ner­se ner­vio­sa.»

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Copyright ©Edith Checa, 1995
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Fecha de publicaciónSeptiembre 1998
Colección RSSNarrativas globales
Permalinkhttps://badosa.com/n052-p05
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