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Como el cielo los ojos

Paco 1

Edith Checa
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«¿Pero qué estás di­cien­do?, no puede ser, no puede ser. Dime que es men­ti­ra... No puede ser, no puede ser. ¿Y la niña?, ¡y mi hija! ¿dónde está? ¡Ca­ri­ño, ahora mismo cojo un avión para allá. Co­ra­zón, no me llo­res. Te quie­ro mi vida, te quie­ro, no llo­res, voy para allá, voy ahora mismo, como sea, en avión en coche, tar­da­ré poco. Qué­da­te con la abue­li­ta, y con la tía Con­cha. Voy para allá, me llevo a la abue­la Tina para que tam­bién esté con­ti­go, mi amor. No llo­res mi niña, papá está en unas horas con­ti­go. Mi amor..., mi amor. Ya salgo.»

¡No puede ser!, está muer­ta. Así, de pron­to. Y mi niña, lo que está su­frien­do... «Mamá es­ta­te quie­ta, si tú estás ner­vio­sa yo lo estoy más. Dé­ja­me, mamá. Dé­ja­me pen­sar, ne­ce­si­to pen­sar. Esto es muy fuer­te. Dé­ja­me... ¿La niña?, pues con­mi­go, con no­so­tros, me la tengo que traer. A ver si te crees que la voy a dejar con su abue­la, se viene con­mi­go, ma­ña­na mismo..., bueno cuan­do todo acabe. Mamá por favor, dé­ja­me. No me ago­bies. Sólo quie­ro lle­gar y abra­zar a mi hija. Es lo peor que ha po­di­do su­ce­der. No sé si se re­cu­pe­ra­rá de este golpe. Su madre, su madre es lo má­xi­mo para ella. Yo tam­bién, pero ella era más, más que nada... Sí, mama, estoy llo­ran­do, ¡dé­ja­me!, era mi mujer. Yo la que­ría. Ade­más es la madre de mi hija, y mi hija está sola sin ella.»

¿Qué voy a hacer con todo esto? Pa­re­ce ser que tiene tes­ta­men­to hecho, así que habrá que es­pe­rar. Pero ¿qué puede tes­tar?, aquí sólo hay li­bros. Un mi­cro­com­pact nuevo pero que no vale nada, la tele vieja de cuan­do tuvo el an­to­jo em­ba­ra­za­da y el or­de­na­dor de se­gun­da mano que le envié a la niña hace un par de años. No hay nada que me­rez­ca la pena. El piso es al­qui­la­do y el coche, un mier­da de Panda, tiene más de cinco años. No en­tien­do qué va a tes­tar, pero en fin. Es­pe­ra­re­mos a ver qué dicen.

Lle­va­ba va­rias car­tas en los bol­si­llos. Ella pre­sen­tía que iba a morir. ¿Pero cómo puede al­guien pre­sen­tir la muer­te de esta forma? Ha de­ja­do car­tas a todos. ¿Cómo puede ser? Lo mismo es que siem­pre que salía de viaje lle­va­ba esas car­tas en su poder. No, im­po­si­ble. La madre me ha dicho que tie­nen fecha de unos días antes de par­tir. A mí no me ha de­ja­do nin­gu­na, en cier­to modo me duele, aun­que sólo fuera para de­cir­me qué debo hacer con la niña, sus es­tu­dios..., no sé.

No pa­re­ce muer­ta.

«Ca­ri­ño, no llo­res», grita y gol­pea el cris­tal. No debí traer­la, pero se em­pe­ñó. Se afe­rra al marco del cris­tal y llama a su madre. Es un ho­rri­ble es­pec­tácu­lo. La se­pa­ro de allí y me la llevo. No para de llo­rar. Al­guien nos ofre­ce un vaso de agua y dos va­le­ria­nas, eso es, eso es. Dudo mucho que le sirva de algo.

Co­mien­za a cal­mar­se. Vuel­ve junto al cris­tal. Está se­re­na. Ya vuel­ve, se abra­za a mí todo el tiem­po. ¡Mi niña!... a su abue­la, a su otra abue­la. Está mejor, mucho mejor.

Por fin puedo sen­tar­me. Fu­ma­ré un ci­ga­rro. Se me hace ex­tra­ño verla así. Tenía una gran vi­ta­li­dad, tanta que a veces nos su­pe­ra­ba a todos. Lo peor era su mal genio. No era capaz de con­tro­lar­se, me echa­ba en cara mil cosas a la vez. Un po­qui­llo his­té­ri­ca. Te quise mucho, mucho, tu­vis­te que sa­ber­lo. Pero éra­mos muy di­fe­ren­tes. Tú, un poco egoís­ta, más bien muy egoís­ta, nunca qui­sis­te que nos fué­ra­mos a mi tie­rra. Es­ta­bas em­pe­ña­da en vivir aquí y por nada del mundo me diste la opor­tu­ni­dad de de­mos­trar­te que allí vi­vi­ría­mos bien.

Ya no me acuer­do de cómo eran tus besos. Han pa­sa­do diez años desde que nos se­pa­ra­mos y casi no re­cuer­do nada. Eras ce­lo­sa, muy ce­lo­sa. No so­por­ta­bas que tu­vie­ra ami­gas, y mucho menos que me lla­ma­ran o sa­lie­ra con ellas. No me de­ja­bas libre ni un mo­men­to. Me te­nías ago­bia­do. Siem­pre chi­llán­do­me, siem­pre en­fa­da­da. Los úl­ti­mos años fue­ron ho­rri­bles, re­co­nó­ce­lo, ni si­quie­ra ha­cía­mos el amor, un rollo. En el fondo eras buena per­so­na aun­que con un ca­rác­ter in­aguan­ta­ble.

¿Qué voy a hacer ahora?, cuan­do ma­ña­na te in­ci­ne­ren ha­brás des­a­pa­re­ci­do para siem­pre. No me lo puedo creer. Te­nías die­ci­séis años cuan­do te co­no­cí en el tren. ¿Te acuer­das? Tú te enamo­ras­te de mí nada más verme, siem­pre me lo has dicho. Yo sin em­bar­go tardé más. Nunca había co­no­ci­do una niña tan pá­li­da, tan del­ga­du­cha, con el pelo tan lacio y soso, con una cara y una forma de ha­blar tan es­pi­ri­tual, claro, sa­lis­te del co­le­gio en el que es­ta­bas in­ter­na para ir de va­ca­cio­nes y pa­re­cías medio monja. Ahora re­cuer­do, creo que in­clu­so que­rías me­ter­te a monja de clau­su­ra, sí, me acuer­do. No eras mi tipo pero me atra­jis­te. Al final me enamo­ré de ti.

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Copyright ©Edith Checa, 1995
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Fecha de publicaciónMayo 1998
Colección RSSNarrativas globales
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