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Solosín

Orlando Mazeyra Guillén
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A Johanna, porque sin ti soy un envase vacío.

Antes era con cuentos. Ahora con reflexiones, desmedidos alientos y estímulos vanos; pero siempre lo hago dormir (con ayuda de esos somníferos que ya lleva años tomando). Recuerdo nítidamente que el primer cuento, que inventé para él, lo titulé Solosín. Trataba de un perrito policía, un hermoso pastor alemán que pierde a su amo en un horrible accidente y se queda solo y sin nadie, de esa redundancia su nombre se justifica como un triste vaticinio: Solosín. También le contaba historias de animales enigmáticos: dragones soberbios, serpientes malignas y unicornios alados. ¿Tendré la culpa entonces de que, de un momento a otro, se le diera por escribir?

—¿Por qué todas tus historias son tan tristes, mamá? —fue la primera pregunta que me hizo y, quizá, la que nunca le supe responder.

—No lo sé —y me prometía a mí misma imaginar historias con finales felices para las noches siguientes. Era una tarea ilusoria, porque siempre me dejaba ganar por la truculencia y los endemoniados reveses.

Él, ahora, está por cumplir treinta años. Pero sigue aquí, pidiéndome que no apague la luz, comportándose como un párvulo tremendista o un anciano derrotado por el vicio: yo le ruego que haga su tesis, que se titule, que la gente lo pueda llamar ingeniero; y que se olvide para siempre de sus frustraciones y de esa obsesión por ser escritor que lo está matando. ¡Nos está matando!

En realidad, lo que lo está matando es el alcohol: cada día que pasa, mi hijo se parece más a su padre. Mi hermano, que es el psiquiatra de la familia, me dijo que va camino a superarlo.

No voy a permitir que lo supere. Puedo permitir todo, menos eso.

He aprovechado que está resfriado: molí veinte pastillas de alprazolam y las mezclé con su jarabe:

—Esto está demasiado amargo —me dijo hace un instante y se recostó dándome la espalda. Tengo el pálpito de que intuye algo porque él siempre me mira y me conversa; toma mis arrugadas manos y me habla de sus viejas y consabidas desazones y yo le digo que la vida es dura, que vaya al grupo (así llamamos eufemísticamente a los Alcohólicos Anónimos) y que supere esa maldita enfermedad. Nunca me escucha... Se parece tanto a su padre.

—¿Por qué me das la espalda, hijo?

—Porque ya no puedo más.

—Todavía tienes a tu madre para cuidarte, no lo olvides.

—Quisiera que me duerman, una cura de sueño, no sé, salir de esta cárcel.

—Ya me he encargado de eso —le dije sin pensar.

—¿A qué te refieres, mamá?

—A nada, no me hagas caso —me excusé—. ¿Todavía recuerdas aquella historia del perrito Solosín?

—Claro que la recuerdo, a veces pienso que yo soy ese perro.

—¡Qué tonterías dices!

—Creo que tienes razón: he estado pensando que lo mejor que puedo hacer para salvarme es retomar la tesis. No me interesa ser ingeniero, tú lo sabes mejor que nadie, pero quiero conseguir un trabajo. Quiero salir de la casa y olvidarme de todo, ¡de absolutamente todo!, empezando por mi papá.

—¡La tesis!

—Sí, la tesis, mamá. La maldita tesis, ¿no es eso lo que quieres? Sé que no vas a morir tranquila si no me titulo. Pierdo el tiempo tratando de escribir una novela que nunca me sale..., leyendo libros que se me caen de las manos, hay que ponerle un alto a todo. Quiero cambiar.

—Hasta podrías volver a buscar a Fiorella —añadí como completando el ensueño—. Yo creo que si te ve trabajando volvería a tu lado, tú sabes todo lo que te quiere esa niña, ¡porque todavía te quiere! Ella ha sido un regalo del cielo.

—Fiorella —suspiró, amodorrado—. No sabes cuánto extraño a Fiorella.

—¿Quieres que la llame?

—No, mamá, son las once de la noche. Déjala dormir, no le ruegues que vuelva, estoy harto de que hagas eso. Entiende: ella nunca volverá. Al final, yo no soy para ella ni ella es para mí. Soy un solitario, no tengo a nadie, sólo a ti... que no eres nadie.

Se calló.

—¡Qué fuerte ese jarabe! —exclamó de pronto—. Me ha tumbado, creo que no tomaré la pastilla de alprazolam...

—Sí, con el jarabe es suficiente.

Acomodó ligeramente la almohada, se persignó y empezó a dormir.

Un sudor frío me subió por la espalda. Todavía estaba a tiempo de llamar al hospital o, en todo caso, tomar un taxi y llevarlo a emergencias. No todo estaba perdido, lo importante era actuar rápido y sin titubeos.

De la otra recámara llegaban los ronquidos de mi marido que dormía plácidamente su última borrachera. Apoderada por el absurdo más envolvente, deseé haberle dado ese preparado a mi esposo. Pensé miles de cosas en silencio, sumida en un limbo perverso, hasta que el ladrido de un perro callejero me volvió a la realidad.

Algo, ¡había que hacer algo cuanto antes! Atiné a besarlo en la mejilla y apagué la luz del velador. A oscuras sentí que la muerte se iba presentado de a pocos, a cuentagotas. Cerré los ojos para no ver a los recuerdos saliendo de sus escondites. Me prometí corregir el final, y empecé:

—Había una vez un hermoso perrito llamado Solosín...

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Copyright ©Orlando Mazeyra Guillén, 2010
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Fecha de publicaciónAbril 2010
Colección RSSComplicidades
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