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Kensington Gardens

Capítulo X

Duel

Xavier B. Fernández
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLondres, Kensington Gardens

Como ya he explicado antes, el lago Serpentine es una lengua de agua larga y estrecha como un breve río, que separa Kensington Gardens del resto de Hyde Park. El extremo más estrecho del lago, donde están las fuentes, está situado a poca distancia de la estación de Lancaster Gate, y desde ahí el lago se extiende, curvándose, hasta apuntar, con el extremo más ancho, hacia la estación de Hyde Park Corner. Durante el día muchos desocupados navengan con barcas de remos sobre este trocito de río domesticado. Durante la noche las aguas se vuelven negras y silenciosas, y las luces de la ciudad reverberan en su superficie, a menos que ésta esté cubierta por la niebla, como fue el caso de aquella noche.

Hay un puente que atraviesa el Serpentine en su mitad. El embarcadero está en el lado de Hyde Park. En el lado de Kensington aguardábamos los Hijos de Margaret Thatcher y unos cuantos jamaicanos. Pronto aparecieron los piratas en el otro lado, sus siluetas recortándose siniestras por encima de los grumos de niebla que correteaban como borregos a ras de suelo. La figura de James el Oscuro dominaba por encima del grupo como un minarete, o más bien como una chimenea humeante, porque estaba fumando con su peculiar boquilla bífida. Llevaba una gabardina azul marino Burberry’s y un traje negro de Armani debajo, con una camisa del mismo color, aunque su corbata seguía siendo la de Oxford. Tiger Lily, atada y amordazada, estaba sentada dentro de un bote, custodiada por Bill Jukes, que llevaba el cuello vendado, y por Cecco. Le habían atado un ancla grande y pesada a los pies

—¿Dónde está Peter? —dijo el Oscuro, señalando en nuestra dirección con su bastón.

Efectivamente, Peter no nos había acompañado. Nos dijo que fuéramos a la cita sin él. Nosotros habíamos protestado, pero obedecimos. Curly nos acaudilló en su lugar, vestido con su traje de Barón Samedi, señor de los cementerios. Sólo que en aquella ocasión llevaba un bastón ritual de cuyo extremo emergía una aguda hoja de cuchillo al apretar un resorte disimulado en la empuñadura.

—Debería haberme imaginado que ese niñato no se atrevería a aparecer —dijo el capitán—. No tiene agallas. Ni el más mínimo sentido del honor. Bueno, pues será culpa suya y sólo suya que esta damisela vaya a reunirse con los peces de allí abajo. En cuanto a vosotros...

Golpeó dos veces en las tablas del piso del embarcadero con la contera de su bastón. De la niebla y la oscuridad a nuestras espaldas emergieron los temibles mamporreros del National Front. Cabezas afeitadas, botas Doc Martins, pantalones arremangados, tirantes, cazadoras Bomber adornadas con la Union Jack. Pero lo que más me llamó la atención fueron las largas barras de hierro cilíndricas que empuñaban.

Se desplegaron en semicírculo, dejándonos atrapados entre ellos y la orilla del lago. No teníamos más escapatoria que atravesar el puente, y al otro lado nos esperaban los hombres del capitán.

—Venid aquí —dijo éste.

Obedecimos. Los skins nos empujaron hacia el cuello de botella del puente como perros pastores guiando un rebaño. Pasamos dócilmente al otro lado. No podíamos hacer otra cosa, atrapados como estábamos entre dos frentes.

—Os encontráis en muy mala situación —dijo el capitán—. Pero no os preocupéis, que aún no lo tenéis todo perdido. Estoy dispuesto a acoger como a un hijo a cualquiera de vosotros que quiera unirse a mí. Podéis seguir haciendo lo que hacíais hasta ahora, sólo que distribuyendo mi mercancía en lugar de la de Peter. ¿Qué, qué me contestáis?

—Los morenos no entran en el trato —dijo uno de los de la cabeza rapada—. Los morenos son nuestros.

—Muchachito —respondió el capitán—, no recuerdo haberte dado permiso para hablar.

—Ni yo se lo he pedido —respondió el calvo, desafiante—. ¿Quién se ha creído que es para hablarme así?

La garra del capitán se movió veloz como la lengua de un camaleón y se cerró sobre el rostro del skinhead. Éste aulló de dolor al notar los garfios clavándose en sus mejillas. El capitán apretó más, y el skinhead cayó de rodillas, sollozando de miedo. Había dejado de ser el feroz guerrero ario que creía ser para convertirse en un chiquillo asustado. El capitán le soltó. El skinhead sorbió los mocos, agachó la cabeza y soportó en silencio la fija mirada helada de los ojos tan azules del capitán.

—Bien —dijo éste, cuando juzgó suficientemente restablecida su autoridad—. ¿Qué me contestáis, muchachos? ¿Trabajaréis para mí? Os estoy ofreciendo una vida llena de aventuras y emociones. Seréis respetados y temidos.

—Seremos temidos... —murmuró Slightly, muy bajo. Pero todos le oímos perfectamente.

—Sí, la gente tendrá miedo de vosotros —respondió el capitán, que también le había oído—, mucho más miedo del que le tienen a estos pelados. Y tendréis mucho dinero.

—¡Mucho dinero! —dijo Slightly.

—Y llevaréis armas.

—¡Y llevaremos armas! —a estas alturas, la voz de Slightly ya era un siseo ansioso.

—Exactamente —dijo el capitán—. Os ofrezco un futuro. Pensadlo bien.

—¿Y si no aceptamos? —dije yo.

—Moriréis aquí mismo. Ahora mismo —me respondió el capitán, y paseó su mirada azul por nuestros rostros, esperando ver formarse la máscara del miedo sobre nuestras facciones. Pero en vez de eso, la máscara del miedo se formó sobre las suyas, dibujada con los trazos más vigorosos.

Porque empezó a oírse un tictac. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

Parecía que viniera del agua, bajo la niebla que cubría la superficie del lago, pero nadie miró en esa dirección. Todos teníamos los ojos fijos en el capitán. Todos: los niños perdidos, los jamaicanos, los gangsters y los skinheads. Y es que el capitán se había vuelto tan pálido como una geisha maquillada con polvos de arroz. Tenía los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a caer en cualquier momento. La pierna buena le temblaba violentamente, y resultaba extraño verla sacudiéndose de aquella manera mientras su gemela ortopédica permanecía imperturbablemente quieta. El capitán se apuntaló con su bastón, y eso le salvó de caerse al suelo. Dio dos rápidas zancadas y salió del puente para refugiarse, temeroso, entre sus hombres.

—¡Está ahí abajo! —gritó—. ¡Cogedle! ¡Matadle!

Los gangsters se miraron unos a otros. Eran perros, acostumbrados a obedecer y temer a su amo, y no sabían qué hacer cuando éste daba muestras de debilidad. Hasta que por fin la costumbre de obedecer se impuso. Smee le hizo un gesto a Ed Teynte, quien hizo aparecer el filo de una navaja en su mano y, con ella por delante, bajó a la parte inferior del puente, donde se oía el tictac. Desapareció entre las sombras.

Durante unos segundos sólo se oyó el tictac. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

Entonces se oyó la voz de Ed Teynte salir de entre la niebla.

—¿Qué demonios? —dijo la voz. Y, de pronto, profirió un alarido gorgoteante.

Nuevamente se hizo el silencio. Todas las miradas permanecían clavadas en la oscuridad bajo el puente. De allí emergió una sombra que parecía flotar a la deriva sobre las aguas, medio velada por la niebla. La sombra manchaba de oscuro el agua a su alrededor, como si se estuviera disolviendo.

—¡Capitán, es Ed Teynte! —gritó de pronto Cecco—. ¡Le han degollado!

Bajo el puente se seguía oyendo el tictac, tictac, tictac, tictac.

—Baja —le dijo el capitán a Cecco, con voz de piedra— y tráeme a quien sea que esté ahí abajo.

—Pero, capitán...

—¿Vas a discutir mis órdenes, Cecco?

En las pupilas del capitán aparecieron sendos puntos rojos. Yo los vi claramente. Y Cecco, que estaba mucho más cerca, los vio también.

—No, capitán —contestó.

Cecco sacó un pequeño revólver de su bolsillo. Abrió el tambor, lo examinó y volvió a cerrarlo. Luego bajó al agua y se lo tragó la oscuridad de debajo del puente.

De nuevo se hizo el silencio, sólo roto por el tictac, tictac, tictac, tictac.

Todos observábamos, en silencio, reteniendo el aliento.

Hasta que Cecco salió de entre las sombras por su propio pie, y subió al embarcadero. Le alargó al capitán un objeto que sostenía en la mano. Era un enorme y anticuado reloj despertador colgado de un trozo de cordel. Hacía tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

El capitán observó estupefacto el reloj. Luego cerró su garra metálica sobre él, y apretó. Se quebró el cristal de la esfera. Apretó. Se deformó la caja metálica. Apretó. Empezaron a saltar ruedecillas y tornillos. Apretó. Sonó un zoing, y la espiral de la cuerda voló por los aires.

Entonces se oyó un grito ahogado. Todos dimos un respingo. Todos nos volvimos hacia la caseta del embarcadero, donde estaba la barca donde mantenían custodiada a Tiger Lily.

El cuerpo de Bill Jukes yacía en el suelo, junto a la puerta de la caseta. Le habían degollado de nuevo. Y esta vez era la definitiva.

Ahora, ni siquiera el tictac rompía el silencio.

—Hay alguien dentro de la caseta —dijo el capitán por fin—. Tú, Starkey, y tú, Noodler, entrad a por él.

Starkey y Noodler se miraron el uno al otro. Evidentemente, la orden no les había hecho ninguna gracia. Noodler chasqueó la lengua contra sus dientes de oro.

—¿Es que no me habéis oído? —gritó el capitán, cada vez más nervioso, porque leía en los ojos de sus hombres cómo su autoridad se iba desinflando segundo a segundo.

—Yo me largo —dijo de pronto uno de los jóvenes skinheads. Tiró su barra de hierro al suelo y echó a correr por el parque. Uno de sus compañeros le imitó. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro. Y todos.

Ahora sólo quedaban los hombres del capitán, y la correlación de fuerzas nos era favorable a nosotros. Mientras tanto, Starkey y Noodler seguían sin moverse. Y el capitán estaba cada vez más furioso.

—¡Entrad ahí dentro, he dicho! —gritaba.

—Ahí dentro no hay nadie —dijo una voz a nuestras espaldas. La voz de Peter. Todos nos volvimos al oírla, y le vimos de pie en el centro del puente, blandiendo su navaja, con el pelo verde orgullosamente erizado, como el penacho de un guerrero, con su cazadora de cuero negro repleta de cadenas, imperdibles y chapas, como una vieja armadura celta. La luciérnaga revoloteaba a su alrededor.

—¡Tú! —gritó el capitán— ¿Tú colgaste ese reloj debajo del puente?

—Ajá.

—¿Tú mataste a Teynte?

—Ajá.

—¿Y a Jukes?

—Ajá. Aunque creía que ya le había matado antes, cuando le degollé durante el asalto a tu guarida. Se conoce que tenía un cuello difícil de cortar.

—Te mueves rápido.

—Soy joven.

—Pronto dejarás de serlo. ¡Cogedle! —gritó el capitán a sus hombres. Pero su autoridad había mermado demasiado en los últimos minutos. Los gangsters sobrevivientes titubearon. Y eso les perdió.

—¡Atacad, Descarriados! —gritó Peter.

Y, dicho y hecho, sacamos las armas y nos abalanzamos contra nuestros desmoralizados enemigos. Yo tomé a los gemelos de la mano y con ellos me escabullí hacia la barca donde Tiger Lily aún permanecía atada y amordazada, y sujeta a aquella pesada ancla.

Cecco, el único que tenía una arma de fuego, fue el primero en caer. Curly le hirió en la mano que sostenía el revólver con el aguijón oculto en su cayado. El revólver cayó al suelo, y Prince Capone III aprovechó la ocasión para saltar sobre el elegante napolitano, cogerle la cabeza con sus dos manazas negras cubiertas de anillos, y torcerle el cuello con una brusca contracción de los músculos de sus brazos. Sonó un terrible crujido de huesos, y el cuerpo de Cecco se desplomó como una marioneta con los hilos cortados. Sus compañeros supervivientes peleaban con los míos por todo el embarcadero. Hombre por hombre, los gangsters eran más fuertes, pero estaban muy desmoralizados y peleaban a la defensiva. Algunos cayeron allí mismo, heridos o muertos. Otros huyeron. Y en unos minutos, James el Oscuro se encontró solo y rodeado. Pero aún daba miedo. Todas las navajas apuntaban en su dirección, pero nadie se atrevía a acercarse más a él.

—Dejadle —dijo Peter desde el puente—. Es mío.

Los jamaicanos y los niños perdidos que le rodeaban dejaron espacio al capitán para que se acercara al puente donde le esperaba Peter, de pie en el centro, desafiante. Con toda dignidad, el capitán avanzó hasta plantarse frente a él.

—Ya hemos pasado por esto —dijo—. ¿Recuerdas? En el barco.

—Creí haberte matado entonces —respondió Peter—. Debería haberme asegurado.

—No, no me mataste en aquel momento, pero desde entonces soy menos de lo que era —el capitán se golpeó la pierna con el garfio. Hizo clong clong—. ¿Ves? Un trozo menos. Voy mermando conforme pasa el tiempo.

—El cocodrilo —dijo Peter.

—El cocodrilo —asintió el capitán—. Pero ahora no está aquí. Ahora, la cosa es entre tú y yo.

—Sí —dijo Peter—. Y esta vez sólo uno de los dos sobrevivirá.

El capitán asintió. Y cerró la mano buena sobre el pomo de plata en forma de calavera de su bastón.

—¡Niñato arrogante! —gritó de pronto—. ¿Qué lema has adoptado en esta época? ¿No future? No sabes cuán adecuado es para ti en estos momentos. Porque tú no tienes ningún futuro, y ahora mismo voy a acabar con tu presente.

—Viejo caduco —respondió Peter—. Tú ya ni siquiera tienes presente. Sólo un pasado muy, muy lejano.

El capitán desenfundó su estoque, y ambos se lanzaron el uno contra el otro como gallos de pelea con los espolones prestos. El capitán se movía con mucha soltura, a pesar de su pierna falsa. Fintaba y estocaba como un consumado espadachín. Peter paraba todos sus golpes. Tenía una agilidad increíble, y ponía en juego toda esa asombrosa facilidad suya para dar saltos que casi parecían vuelos. Pero su corto brazo y su breve navaja no eran suficientes contra el poderoso estoque del gran James el Oscuro. Yo había desatado a Tiger Lily, y las dos seguíamos desde el embarcadero, como los otros, la pelea que se desarrollaba en el centro del puente, en silencio como los que se saben testigos de un acontecimiento histórico.

Y entonces lo oí, por encima del entrechocar de los aceros.

Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

Primero muy débil y lejano, pero acercándose rápidamente, aumentando en intensidad. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac. Retumbando dentro de mi cráneo, tictac, tictac, tictac, tictac. Ensordeciéndome. Tictac, tictac, tictac, tictac.

Miré hacia el agua. Una enorme sombra alargada se deslizaba por la superficie, imprecisa bajo el manto de gasa de la niebla. Venía del extremo más estrecho del lago y se acercaba al puente, haciendo tictac, tictac, tictac, tictac.

Podía ser un bote que se hubiera soltado y flotara a la deriva, con un reloj dentro por vete a saber qué pirueta del azar. Pero todos sabíamos que no era un bote.

Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

El capitán lo oyó, y su rostro volvió a palidecer. Rechazó a Peter de un mandoble y miró en todas direcciones, nervioso, asustado.

Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac. La sombra ya estaba debajo del puente. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac.

Aprovechando que el capitán estaba distraído, Peter se abalanzó sobre él con un salto de leopardo. El capitán pudo parar el golpe, pero la luciérnaga se lanzó en vuelo kamikaze contra su rostro, desconcertándole por unas décimas de segundo, que fueron todos los que necesitó Peter para clavar certera y cruelmente su navaja en uno de los ojos del Oscuro. Éste desgarró la noche con un rugido de león herido. Se tapó el ojo con una mano y la sangre manó por entre los dedos. Me estremecí y recordé la cara esculpida en el Elfin Oak, mutilada de la misma forma por el puñal que ensartó el mensaje del capitán. Los elfos ya tienen cumplida su venganza, pensé.

Cegado por la sangre, entorpecido por el dolor, el capitán se tambaleó tratando de alcanzar a Peter con su estoque, y tropezó con la barandilla del puente. Peter le dio una fuerte patada y le hizo caer. Oímos el chapoteo, pero no pudimos verle, porque la zona de sombra bajo el puente nos lo ocultaba. Entonces sonó un grito. El grito enmudeció de pronto y ya sólo se oyó el tictac, tictac, tictac, tictac.

Miramos fijamente hacia allí, como si quisiéramos atravesar las tinieblas con los rayos láser de nuestros ojos, pero seguimos sin ver nada. El tictac se alejó lago arriba, haciéndose cada vez más y más tenue, hasta que dejó de oírse.

Y eso fue todo. El capitán había desaparecido.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1994
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Fecha de publicaciónOctubre 2000
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