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El gran dios-mono blanco

Xavier B. Fernández
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaGuinea Ecuatorial

Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, es­cu­chad mi re­la­to.

Ésta es la his­to­ria del dios N’Fumu, cuyos ojos son del color del cielo y su pe­la­je del color de las nubes. N’Fumu es el her­mano del go­ri­la, y el go­ri­la es el her­mano del Fang. N’Fumu es el tótem de los Fang. Su mo­ra­da es la selva de N’Ko, donde los Fang en­con­tra­mos las cosas bue­nas que ne­ce­si­ta­mos para comer, ves­tir y fa­bri­car nues­tras vi­vien­das. Así era en los vie­jos tiem­pos, cuan­do los Fang eran uno con la selva. Así era antes de que el hom­bre blan­co lle­ga­ra y los Fang de­ja­ran de ser uno con la selva.

Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, es­cu­chad mi re­la­to.

El hom­bre blan­co no es uno con la selva. El hom­bre blan­co des­pre­cia a los dio­ses sen­ci­llos, pró­xi­mos y fa­mi­lia­res como N’Fumu. El hom­bre blan­co dice que adora a le­ja­nos y te­rri­bles dio­ses que san­gran cla­va­dos en ma­de­ros. Pero lo que de ver­dad adora son esos pe­que­ños dis­cos de metal y esos rec­tán­gu­los de papel con di­bu­jos de color que aca­pa­ra con tanta avi­dez. Pues ésos son los ver­da­de­ros dio­ses del hom­bre blan­co, y en­se­ñó a los Fang a ado­rar­los. Y así fue como los Fang ol­vi­da­ron a sus sen­ci­llos, pró­xi­mos y fa­mi­lia­res dio­ses. Y así fue como los Fang de­ja­ron de ser uno con la selva.

Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, es­cu­chad mi re­la­to.

La selva es ge­ne­ro­sa, tiene mucho y da mucho. Pero el hom­bre blan­co es mez­quino y co­di­cio­so, y des­pre­cia los re­ga­los que la selva da. Pre­fie­re ro­bár­se­los, arre­ba­tán­do­le más de lo que ella le ofre­ce, sin darse cuen­ta de que en­ton­ces la selva, ofen­di­da, ofre­ce cada vez menos. El hom­bre blan­co con­ven­ció a los Fang para que ro­ba­sen a la selva sus cosas bue­nas y se las die­sen a él. Los Fang así lo hi­cie­ron, para poder acu­mu­lar a cam­bio las imá­ge­nes de los dio­ses fríos y muer­tos que adora el hom­bre blan­co, cuya efi­gie mues­tra en los dis­cos de metal y los pa­pe­les con di­bu­jos de co­lo­res. Así fue como los Fang em­pe­za­ron a matar a sus her­ma­nos los go­ri­las para co­mer­ciar con sus ca­dá­ve­res y sus crías, que el hom­bre blan­co co­di­cia­ba. Así fue como el hom­bre blan­co les robó el es­pí­ri­tu a los Fang. Pero la co­di­cia del hom­bre blan­co es mayor aún que la vo­ra­ci­dad de la ca­rro­ñe­ra hiena, y no tenía bas­tan­te con po­seer el es­pí­ri­tu de los Fang: tam­bién quiso po­seer su sa­gra­do tótem. Un Fang se lo en­tre­gó, a cam­bio de unos pocos dis­cos de metal y unos pa­pe­les con di­bu­jos de color. Y el nom­bre de ese Fang era Be­ni­to Mand­yé.

Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, es­cu­chad mi re­la­to.

¡Mal­di­to sea por siem­pre el in­fa­me Mand­yé! ¡Que ex­pul­se las tri­pas por el ano, que una avis­pa le pique en la len­gua y ésta se le vuel­va azul y se le hin­che en la boca hasta as­fi­xia­re! ¡Que su ór­gano viril sea pe­ne­tra­do por un gu­sano que lo de­vo­re por den­tro! Pues él ma­ta­ba a los go­ri­las para cor­tar­les la ca­be­za y las manos y ven­dér­se­las al hom­bre blan­co. Y un día, cerca del río Campo, ahora hace trein­ta ve­ra­nos, en­con­tró el cuer­po vivo del dios N’Fumu cuan­do aún era tan sólo una cría, entre unas matas de café. Mató a su madre para así poder cap­tu­rar­lo fá­cil­men­te, y una luna más tarde se lo ven­dió al hom­bre blan­co. Y el hom­bre blan­co se llevó el sa­gra­do tótem de los Fang más allá de la selva, más allá de las mon­ta­ñas, más allá del sa­la­do mar, hasta sus te­rri­to­rios, donde lo tiene pri­sio­ne­ro desde en­ton­ces. Y el te­rri­to­rio del hom­bre blan­co se llama Eu­ro­pa, y el lugar donde N’Fumu per­ma­ne­ce pri­sio­ne­ro se llama Zoo­ló­gi­co de Bar­ce­lo­na.

Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, es­cu­chad mi re­la­to.

El hom­bre blan­co llama zoo­ló­gi­co a un lugar donde guar­da cau­ti­vos a todo tipo de ani­ma­les, para ha­cer­se la ilu­sión de que posee su es­pí­ri­tu. En uno de esos lu­ga­res lla­ma­dos zoo­ló­gi­cos es donde man­tie­ne pri­sio­ne­ro a nues­tro gran dios-mono blan­co. Pero la arro­gan­cia del hom­bre blan­co es tanta, que no le pa­re­ció su­fi­cien­te robar el dios de un pue­blo y ha­cer­lo pri­sio­ne­ro: tam­bién quiso con­ver­tir a N’Fumu en su dis­trac­ción y su ju­gue­te. Le quitó su li­ber­tad, le quitó su dig­ni­dad y hasta le quitó su nom­bre. Desde en­ton­ces el hom­bre blan­co dice que N’Fumu no se llama N’Fumu, sino Co­pi­to de Nieve, que es el nom­bre de una cosa blan­ca, fría e in­sí­pi­da que sólo exis­te en sus te­rri­to­rios. Y desde en­ton­ces el hom­bre blan­co pre­ten­de que N’Fumu no es Fang, sino ca­ta­lán, que es el nom­bre de una de sus tri­bus, tan mez­qui­na, co­di­cio­sa y voraz como todas las otras. Y dice que N’Fumu no es un dios, sino una pro­pie­dad, como una ga­lli­na o un perro. Y le ex­trae la se­mi­lla y la guar­da en pe­que­ños fras­cos, por­que no se con­for­ma con po­seer un solo N’Fumu, sino que quie­re tener más, mu­chos más N’Fumus, y quie­re que todos le per­te­nez­can a él so­la­men­te. ¡Tanta es la arro­gan­cia del hom­bre blan­co!

Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, es­cu­chad mi re­la­to.

N’Fumu, dios de los Fang, vive aún pri­sio­ne­ro del hom­bre blan­co. Come la co­mi­da que él le ofre­ce, for­ni­ca con las hem­bras que él le pro­por­cio­na, y deja que le ex­trai­ga su se­mi­lla. Pero nin­gún nuevo N’Fumu nace de la se­mi­lla ro­ba­da, para sor­pre­sa y per­ple­ji­dad del hom­bre blan­co. ¡Mirad si es es­tú­pi­do e ig­no­ran­te, él que se cree tan sabio! Si el es­pí­ri­tu de N’Fumu ya posee un cuer­po, ¿para qué quie­re otro? Pero el hom­bre blan­co no com­pren­de eso, y se afana y se afana tra­tan­do de hacer nacer nue­vos N’Fumus de su se­mi­lla. Y mien­tras tanto N’Fumu, pri­sio­ne­ro, sigue go­zan­do de la co­mi­da y la for­ni­ca­ción, y se ríe del hom­bre blan­co, que pre­ten­dien­do ser su pro­pie­ta­rio, se ha con­ver­ti­do en reali­dad en su ser­vi­dor. Y un día, cuan­do el cuer­po de N’Fumu ya sea viejo y no sirva, su es­pí­ri­tu huirá a bus­car otro, y ese día el hom­bre blan­co ya no ten­drá un dios pri­sio­ne­ro, sino tan sólo un ca­dá­ver. Y ese día, en la selva de N’Ko otra mona dará a luz al dios N’Fumu. Y ese día, los Fang re­cu­pe­ra­re­mos a nues­tro sa­gra­do tótem. Así que haced como el dios, her­ma­nos: gozad, comed y for­ni­cad, y es­pe­rad pa­cien­te­men­te mien­tras el hom­bre blan­co se afana en vano.

Ésta es la his­to­ria de N’Fumu, el gran dios-mono blan­co. Yo guar­do la me­mo­ria de la tribu Fang, ha­béis es­cu­cha­do mi re­la­to.

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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1992
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Fecha de publicaciónAgosto 1998
Colección RSSComplicidades
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