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El Génesis del Apocalipsis

Xavier B. Fernández
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En el origen Dios, el omnipotente, el cruel, el iracundo, se aburría solo en la inmensidad de la nada.

Entonces, para tener alguien sobre quien mandar, alguien que le obedeciera servilmente y le alabara sumisamente, Dios creó a los ángeles. Y durante incontables eones se divirtió a su costa. Pero los ángeles acabaron por ser tan previsibles en su incondicional sumisión que Dios empezó a aburrirse de nuevo.

Entonces dijo Dios: «Hágase la materia. Y que ésta sea convulsa, rebullente y estrepitosa.» Y el big-bang estalló. La materia se fragmentó en incontables pedazos que giraban en el vacío, deflagraban, estallaban y colisionaban sin descanso. Y así fue creado el universo, un violento caos a imagen y semejanza de los desvaríos de la mente divina.

Pero a Dios no le divertía lo suficiente la insensata violencia de la materia insensible, y dijo: «Creemos en el orbe entes capaces de experimentar el sufrimiento.» Y así fue cómo en las aguas fétidas que encharcaban la superficie de un guijarro de materia apareció la primera célula viva. Sentado en su trono, Dios sonrió al contemplar su nuevo juguete. Y los ángeles, al verle sonreír, se estremecieron.

Entonces dijo Dios: «Que las criaturas vivientes adopten diversidad de formas, y que las distintas formas vivan en perpetua guerra. Que los más fuertes ataquen a los más débiles. Que las criaturas sobrevivan comiéndose las unas a las otras, para que así la sangre corra sin fin en mi perpetuo homenaje.» Y a algunas criaturas les crecieron dientes, a otras garras, a otras afilados cuernos, a otras lacerantes picos, a otras aguijones envenenados. Y se lanzaron a la feroz, inacabable guerra total del comer o ser comido, matar o ser matado: Bellum omnium contra omnes. El ruido de las gargantas seccionadas, los huesos triturados y los gemidos de las víctimas cuya carne era desgarrada y masticada aún palpitante se elevaba al cielo, como un perenne canto de alabanza al creador. Éste, en su infinita sabiduría, previó que quizá algunas criaturas —las más astutas, las más hábiles, las más fuertes— podrían escapar a su destino en la cadena alimenticia. Y, para que ellas conocieran también el dolor y la muerte, Dios creó las enfermedades y la senectud. Así, la vida de todo ser se convirtió en una inevitable y enloquecida carrera hacia la muerte. Sentado en su trono ensangrentado, Dios miró el mundo de pesadilla que había creado y sonrió de nuevo. Los ángeles contemplaron aquel horror y se estremecieron de nuevo.

Las criaturas de Dios deambulaban por el mundo dejando un reguero de sangre tras de sí, huyendo de cuantos pretendían comérselos, persiguiendo a cuantos pretendían comerse. Pero su capacidad de sufrimiento estaba limitada al dolor físico. Entonces dijo Dios: «Creemos ahora una criatura cuya capacidad de sufrimiento sea aún mayor. Para ello, creémoslo dotado de inteligencia, y así podrá comprender y lamentar su destino, con lo que no sufrirá tan sólo su cuerpo, sino también su espíritu.» Y, diciendo esto, sopló su aliento ígneo sobre un simio escondido en la copa de un árbol. El divino rebufe, además de insuflarle al infeliz animal el raciocinio, le quemó todo el pelo, dejándole la piel desnuda, y le hizo caer del árbol, su refugio. Al verse en el suelo, tan vulnerable, la espantada criatura corrió a esconderse en una cueva, perseguido por los terrores que conjuraba su recién adquirida imaginación. Las carcajadas de Dios hicieron temblar la tierra, y ésta se abrió en miles de pústulas volcánicas que sembraron muerte y destrucción con las cenizas y lavas que expelían, proclamando así la alegría del creador. Y dijo Dios: «A este pequeño mono con piel de gusano le llamaremos hombre, y estará obligado, él y sus descendientes, a honrar mi nombre y cantar mis alabanzas.»

Grande fue el alivio de los ángeles al verse relevados de las que, hasta entonces, habían sido sus obligaciones, que a partir de entonces recaerían sobre la cabeza de aquella criatura. Pero Lucifer, el portador de luz, el más hermoso e inteligente de los ángeles, harto de las atrocidades que cometía su amo, se apiadó del desgraciado ser. Y, a escondidas de Dios, le visitó en su oscura y húmeda cueva. Le reconfortó con su luz, y le hizo dos regalos: uno fue el placer y el otro fue la risa.

Grande en verdad fue la cólera del creador cuando vio al hombre reír y regocijarse en el placer durante los ratos que le dejaban libre sus necesidades de supervivencia, en lugar de aprovecharlos para postrarse ante él y suplicarle misericordia. Aulló de furia y buscó por doquier a quien había osado desafiarle. El cielo se desgarró con sus gritos: no en vano él era el Deus Irae, el dios de la ira, el rencor y la venganza. Sabiéndose perdido, Lucifer reunió a un puñado de ángeles descontentos y los acaudilló en un desesperado intento por derrocar al divino tirano. Mas fue en vano: una palabra del omnipotente hizo que se abrieran los abismos infernales, y allí fueron arrojados el ángel rebelde y sus seguidores, condenados a sufrir eterna tortura para satisfacción de la divina venganza, sumergidos en un pozo de fuego incandescente. «Ya que eres el portador de luz, arde para siempre», dijo Dios al cerrar la prisión del rebelde.

Pero el castigo al ángel insurrecto no sació la ira del creador. Entonces volvió sus flamígeros ojos hacia el hombre, pensando en la mejor forma de despojarle del exiguo consuelo que los regalos de Lucifer le proporcionaban. Y la divina faz se iluminó una vez más con una sonrisa que hizo estremecerse de nuevo a los ángeles.

«Moldeemos al hombre a nuestra imagen y semejanza», dijo entonces. «Hagámosle pues mezquino e innecesariamente cruel, intransigente, despótico, colérico, vengativo, avaricioso y sediento de sangre.» Y así los hombres, cuya inteligencia les habría permitido idear sistemas para soslayar la ansiedad que produce la constante amenaza de los predadores y el hambre, la utilizaron en cambio para inventar nuevas maneras de infligirse dolor los unos a los otros, convirtiéndose en la primera especie depredadora de sí misma: homo homini lupus.

Pero esto tampoco satisfacía plenamente al creador: era preciso que, además, los hombres se matasen en su nombre. Para conseguirlo, buscó a los más infelices de entre ellos, los que vivían en el árido desierto, abrasados por el sol de los alacranes, forzados a alimentarse con la carne áspera de las cabras y a beber las salobres aguas de los pozos que excavaban ellos mismos en la arena. Dios se reveló a esas gentes hoscas, feroces e insatisfechas, y alimentó su soberbia nombrándoles su pueblo elegido. Y a unos les dijo llamarse Jah, Jahvé o Jehová, a otros les dijo llarmarse Cristo el ungido, y a otros les dijo llamarse Allah. Y así, los hombres empezaron a matarse por el nombre de Dios. Los distintos pueblos elegidos batallaban sin tregua, degollándose y mutilándose los unos a los otros, hasta que las aguas de los ríos bajaron tintas de sangre, y el aire de valles y desiertos se llenó con los lamentos de los heridos, los torturados y los agonizantes. Sentado en su trono, Dios bebía la sangre derramada para su mayor gloria y se deleitaba escuchando el coro de llantos y gritos de agonía que se elevaba hacia él como una música celestial.

Y los siglos fueron pasando, y el dios de los muchos nombres volvió a aburrirse de su juguete, y abandonó la creación para buscar otras diversiones. O quizá murió, y acaso ahora su enorme cadáver flote entre las galaxias, apestando el orbe con su putrefacción. Pero los hombres siguieron matándose en su nombre, aunque bien es cierto que no necesitaban de esa excusa para hacerlo: a veces les bastaba con un pedazo de tierra yerma en disputa, o unos pozos de aceite mineral negro y maloliente, o la posibilidad de esclavizar a un pueblo cautivo, para lanzarse los unos contra los otros con las armas prestas, buscándose las gargantas como los mastines cuando luchan. Y asimismo siguieron atribuyendo a la intervención divina las escasas felicidades de que disfrutaban, y a su oponente Lucifer las muchas desgracias que les afligían. Pero el ángel caído aúlla de dolor y de impotencia preso en su cárcel eterna, y el creador desapareció del orbe conocido incontables eones antes. Y de los escasos desahogos y los muchos infortunios que los hombres padecen, tan sólo ellos son responsables. Y así ha sido, es y será, por los siglos de los siglos, hasta la destrucción del mundo.

XIII-I-MCMXCI
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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1991
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Fecha de publicaciónMarzo 1999
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