Se acababa de dormir cuando el gordo Radu le llamó.
—El señor Bulatovic tiene un trabajo para ti.
—¿Para cuándo?
—Para ahora mismo.
Miró el reloj que tenía encima de la silla que le hacía las veces de mesita de noche.
—Es la una y cuarto de la madrugada —dijo, expresando lo obvio.
—El señor Bulatovic quiere que el trabajo se haga ahora —dijo la voz del gordo Radu al otro lado de la línea telefónica, expresando otra obviedad.
—¿Qué clase de trabajo es? —dijo, por fin. Al señor Bulatovic no se le decía que no.
—Un trabajo de limpieza.
—¿Está muy sucio?
—Sí. Y hay que sacar la basura también.
—¿Y qué quiere que haga con la basura?
—Cómetela. Incinérala. ¿Y a mí qué me cuentas?
—Está bien. ¿Dónde?
—Voy a buscarte. Ve preparando la furgoneta.
—Sí, ya voy.
—Y llévate unas cuantas mascarillas con filtro. Parece ser que llevan tiempo sin sacar la basura y apesta.
—De acuerdo.
Nicolae colgó, se vistió y bajó al almacén de la empresa de limpieza industrial en cuyo desván dormía. Comprobó que en la furgoneta hubiera el equipo habitual: monos desechables de plástico, guantes, botas de goma, fregonas, bolsas de plástico grandes, un cubo, gafas protectoras... Cargó la máquina de hidrolavado con un detergente enérgico y también la metió en la furgoneta, junto con un bidón de repuesto, por si acaso. Recordando la recomendación del gordo añadió un par de mascarillas con filtros de carbono y un pequeño hacha. Seguro que iba a necesitar algún instrumento cortante.
Ya tenía la furgoneta lista cuando oyó el claxon del coche del gordo Radu al otro lado de la persiana metálica. Le abrió, para que dejase su ostentoso cuatro por cuatro negro guardado en el garaje. Iban a hacer el trabajo de limpieza en la furgoneta, que era mucho más discreta.
—Qué hay, Niccu. Tienes cara de sueño —le dijo el gordo Radu, sonriendo falsamente con su diente de oro auténtico. Al gordo Radu le encantaba el oro, lo llevaba por todas partes: en forma de pulseras, de anillos, de cadenas para el cuello...
—Cómo no voy a tenerla, Radu, si me despiertas a estas horas.
—No protestes tanto, Nicolae. Por este trabajito el señor Bulatovic te va a pagar 5.000 euros: ¡5.000 euros por una noche de trabajo, Niccu! Eres un tipo con suerte.
—Yupi —dijo Nicolae, con desgana.
El gordo Radu dijo alguna otra estupidez a la que Nicolae no prestó atención, y subió a la furgoneta con él. Le guió hasta el casco antiguo de la ciudad, a una calle estrecha y oscura donde no se podía aparcar. Aunque, por la hora que era y lo solitaria que parecía la calle, bien podían correr el riesgo.
Se puso el mono, los guantes y las botas en la furgoneta. Le ofreció un equipo al gordo Radu para que se vistiera, pero él lo rechazó.
—¿Qué soy yo, tu ayudante? La limpieza la vas a hacer tú.
—Te servirá para no mancharte. Y para no dejar restos que la policía científica pueda encontrar.
El gordo Radu pareció pensárselo.
—Has visto demasiados episodios de CSI, Niccu —dijo, como burlándose. Pero le hizo caso y cogió uno de los monos de plástico, y trató de embutir uno de sus masivos muslos en una de las perneras.
—Esto no me cabe. No es de mi talla —gruñó.
—Los hacen de talla única. El problema no es el tamaño del mono, el problema es tu tamaño.
El gordo Radu le miró con cara de pocos amigos. Como la mayoría de los gordos, no le gustaba que le hiciesen notar lo gordo que estaba.
—Bueno, no te lo pongas —dijo Nicolae—. Pero por lo menos ponte unas fundas para los pies y unos guantes. Y una mascarilla. Y ayúdame a subir el equipo. Sube la máquina de hidrolavado.
—¿El qué?
—Eso que parece una vaporetta grande.
—Es muy grande, tío.
—Tú también. Seguro que puedes con ella.
Nadie les vio salir de la furgoneta, nadie les vio entrar en el portal. Cargados con todo el material, subieron por una escalera lóbrega hasta un rellano no menos lóbrego. Notó el olor en seguida. Si dentro iba a ser peor, iba a agradecer la advertencia del gordo, pues gracias a ella había traído mascarillas con filtros de carbono, y no simples tapabocas.
El gordo Radu forzó la cerradura con unas ganzúas que llevaba en un estuche, en el bolsillo. No le costó mucho trabajo, aquella puerta era antigua y la cerradura, anticuada. Entraron. En efecto, dentro era mucho peor. El gordo se puso a toser. También resoplaba como una locomotora, a causa del esfuerzo de subir la máquina de hidrolavado por las escaleras. No había para tanto, cargada no llegaría a quince kilos, pero es que el gordo Radu estaba muy gordo.
—Ponte la mascarilla. Y no hagas tanto ruido, Radu.
Radu el resollante le lanzó una mirada rencorosa.
—Esta... puta... máquina... pesa... como... un... muerto... —dijo.
Nicolae olisqueó el aire.
—Lo peor de los muertos no es que pesen, Radu. Tú deberías saberlo —dijo, antes de colocarse la mascarilla. Los benditos filtros de carbono hicieron su trabajo, librando a su pituitaria de aquel ataque mefítico.
Encontró el origen del olor: un pequeño cuerpo de muchacha. ¿Ahora esos animales se dedicaban a matar muchachas?, pensó, antes de darse cuenta de que no era una muchacha, sino un muchacho: un muchacho con tetas implantadas y una peluca rubia. Un afemeiat, un travestit. Qué habría hecho el pobre desgraciado para merecer semejante trato.
Basta, se dijo a sí mismo. Deja las especulaciones, limítate a hacer tu trabajo y salir de aquí lo antes posible.
Extendió una de las lonas en el suelo al lado del cadáver, e hizo rodar a éste hasta dejarlo encima. Entonces procedió al desmembramiento. No costó mucho, los huesos eran pequeños y la carne estaba ya reblandecida. Separó las piernas, los brazos y la cabeza. Se sorpendió un poco al comprobar que aquel pelo tan liso y amarillo no era una peluca, como había supuesto, sino el verdadero pelo del afemeiat. Probablemente sometido a largas sesiones de peluquería para alisarlo y teñirlo.
El desmembramiento fue sencillo. Como el cuerpo llevaba muerto días —un par, como mínimo— la sangre se había coagulado y hubo pocas salpicaduras y derrames: fue un trabajo relativamente limpio, teniendo en cuenta las circunstancias. Resolvió dejar el torso entero: era lo suficientemente pequeño y ligero como para ser fácil de manejar, y si lo cortaba se derramarían muchas cosas viscosas y malolientes que sería engorroso y largo de recoger. Así que repartió los pedazos entre varias bolsas, selló éstas con cinta adhesiva y procedió a limpiar el lugar con la máquina de hidrolimpieza. Ésta era una pequeña maravilla, rápida y eficaz, sólo tenías que pasar la lanceta por las zonas a limpiar y ésta asperjaba agua jabonosa a presión, a la temperatura programada. La programó a temperatura máxima.
El cadáver había dejado una extensa mancha en el suelo, pero bajo la magia del chorro de agua jabonosa ésta se borró en cuestión de segundos, dejando un encharcamiento pardusco y espumeante que la aspiradora que la máquina incorporaba (una aspiradora capaz de absorber líquidos, muy práctica) hizo desaparecer con presteza.
Para rematar la faena aplicó el mismo tratamiento a todo el suelo de la habitación, y, bajando la temperatura del agua jabonosa, a las patas de los muebles cercanos, a las puertas y a sus marcos. Luego pasó la mopa para escurrir el agua sobrante. Cuando acabó, todo presentaba un aspecto inocentemente limpio. Salvo el aire, donde aún se olía un poco a podredumbre, aunque desde luego ya no tanto como antes. Le dijo al gordo Radu que dejara abierta una ventana, para que se disipara el olor, y entre los dos bajaron las bolsas y el equipo a la furgoneta. Tampoco nadie les vio salir: la calle seguía tan desierta como antes.
Llevó al gordo Radu de regreso al almacén de la empresa de limpieza, donde éste, tras pagarle lo prometido con diez billetes de 500 euros, nuevos, tiesos y crujientes como pañuelos recién almidonados se marchó en su vistoso cuatro por cuatro.
—Esti un artist, Niccu —le dijo antes de arrancar: eres un artista.
Nicolae no respondió. No quería darle conversación, sólo quería perderle de vista lo antes posible. Guardó el dinero, pensando que cuando pudiera ir a una oficina de Moneytrans se lo enviaría a su madre, en Valaquia. Una contribución más para el fondo destinado a comprar una vivienda en propiedad en la ciudad de Calarasi.
Se quedó allí plantado, observando al cuatro por cuatro alejarse calle abajo, hasta que lo perdió al doblar éste una esquina. Entonces volvió a la furgoneta, vació el depósito de la máquina de hidrolimpieza, la limpió por dentro y encendió el incinerador. Era un incinerador de residuos orgánicos muy bueno, un Shenandoah, podía convertir un perro grande en un montoncito de cenizas blancas y pequeños fragmentos de hueso en menos de una hora. Y lo mejor era que disponía de un sistema que eliminaba casi todos los humos y los olores. Además de usarlo para las tareas propias de la empresa, el patrón lo amortizaba dando servicio de cremación a un par de clínicas veterinarias. Quizá mañana por la mañana el patrón se diera cuenta de que el horno había sido utilizado, pero Nicolae sabía que en ese caso le bastaría susurrar el nombre del señor Bulatovic, mientras deslizaba en sus manos uno de los billetes de 500 euros, para que el patrón olvidara el asunto. Él también estaba en deuda con El Turco.
En cuanto el horno estuvo caliente metió dentro las bolsas de basura, el mono desechable y los guantes y las fundas para los pies. Una hora bastaría para acabar con todo ello, suponía: todo junto quedaba muy por debajo de los 91 kilos de capacidad máxima del horno. De todas formas, cuando éste se enfriase revolvería en las cenizas, por si acaso el cráneo hubiera quedado muy entero y reconocible. Era el único hueso que podía dar ese tipo de problemas, el cráneo es un hueso muy grande, y por bueno que sea el crematorio a veces se quedaba entero, o casi entero. Aunque de todas formas, tras ser sometido a tan altas temperaturas estaría lo suficientemente reseco y quebradizo como para poder pulverizarlo con un par de martillazos. Pero eso sería mañana por la mañana, antes de ir con el equipo a efectuar la desinfección semanal de los mataderos del mercado de la carne de Mercabarna. Mientras el incinerador se enfriaba volvería a la cama para poder dormir unas pocas horas más. Mañana iba a ser un día muy duro.
Y de esta forma Juan Ignacio Michelet Rodríguez, más conocido como Lady Doris, tras un no muy largo, no muy feliz y no muy fructífero paso por la superficie de la tierra, desapareció de ésta sin dejar rastro alguno.
Copyright © | Xavier B. Fernández, 2009 |
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Fecha de publicación | Enero 2010 |
Colección | Interiores |
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