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La aproximación de Sonia

Xavier B. Fernández
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Jimmy me acababa de preguntar si aún recordaba a Sonia, justo cuando la estaba viendo acodada en la barra, tomando una cola en vaso largo, o un brebaje oscuro que parecía una cola con algo de alcohol quizá, aunque a Sonia no le gustaban los cubalibres, ni los aguardientes de ninguna clase. Pero era ella, el mismo pelo rubio oscuro apenas cubriendo la nuca, la misma espalda de hombros redondeados, la misma estatura y complexión. Entonces se giró para hablar con el melenudo que se sentaba a su derecha, descubrió el perfil de su nariz y se rompió el encanto. No era Sonia, aunque por un instante... se lo comenté a Jimmy, que consumía su tercera cerveza allí a mi lado, en la mesa. Jimmy hizo una mueca.

—¿Cuánto hace que la viste por última vez? —me preguntó.

Recordé la última vez, en aquella estación, cuando vi su espalda de hombros redondeados y su nuca cubierta de pelo rubio oscuro subir al tren, después de que ella me dijera que lo lamentaba, que a pesar de que le gustara tanto estar conmigo no se veía capaz de mantener un romance a través de tantos kilómetros, entre mi ciudad y la suya, entre mi horario de trabajo y el suyo. Te quiero, pero hay demasiadas barreras entre nosotros, dijo, creo que es mejor dejar lo nuestro, compréndelo. Y yo respondí que lo comprendía, lo cual era verdad, aunque me hubiese gustado que no lo fuera, y nos besamos poco antes de que aquel tren se la llevara lejos de mi vida. Pensé en la escena final de la película Casablanca, con Sonia en el papel de una Ingrid Bergman sin pamela y sin marido de la resistencia checa, y conmigo en el papel de un joven Bogart con pantalones vaqueros plantado en mitad de un andén lleno de turistas alemanes con mochila, aunque en la película la escena sucedía en un aeropuerto con dos nazis y un gendarme francés, pero nuestro desencuentro, el de Sonia y mío, sucedió en un andén, como el que describió Tolstoi en Ana Karenina. Sí, Ana Karenina era un símil mucho más apropiado: la mujer rubia, la estación de ferrocarril, el tren que se aleja... y Ana que se lanza a las vías ante la locomotora. Pero Sonia no se suicidó entonces, como Ana, como Greta Garbo en el papel de Ana. De hecho, Sonia no se ha suicidado, que yo sepa. Poco después de aquello empezaron a asaltarme las aproximaciones de Sonia, como si ella fuera un esquivo fantasma que se reencarnara fugazmente en esta mujer o en aquélla, en parte de una o de otra, en el pelo rubio oscuro de la chica que entra en aquel ascensor, en la mano tan blanca de esa otra que paga la entrada en la cola del cine, en la risa de la que va por allí cogida del brazo de aquel calvo, la de la falda marrón, pero Sonia nunca se ponía falda... Claro que, con el tiempo, las fugaces aproximaciones de Sonia se fueron haciendo cada vez menos frecuentes, hasta casi desaparecer. Casi...

—Dos años —le respondí.

—Dos años —repitió innecesariamente Jimmy—. A estas alturas, ya ni te deberías acordar de qué cara tenía. Joder, a estas alturas ya deberías estar acostándote con otra desde hace tiempo.

No puedo evitar pensar que Jimmy sí se parece a Bogart. O a Robert Mitchum: frunce la mitad del labio superior de la misma forma que Mitchum cuando quiere parecer duro. ¿O eso lo hace Clint Eastwood? Pero si pienso en Clint Eastwood me acuerdo de Los puentes de Madison (Sonia y yo fuimos a verla juntos) y por un instante, mientras observo otra aproximación de Sonia en aquella mano blanca que sostiene un cigarrillo rubio entre dedos con uñas brillantes de barniz transparente, dos mesas más allá, me veo a mí mismo en un remoto pueblo de la América profunda, de pie bajo la lluvia mientras Sonia se aleja en la furgoneta que conduce su marido, hasta que reparo en el fino pero evidente vello del antebrazo que sostiene la mano que sostiene el cigarrillo, y recuerdo que Sonia no tenía nada de vello en los antebrazos.

—Y seguro que, encima, te has pasado estos dos años en el dique seco. ¿Me equivoco?

—Sí, te equivocas. Salí un par de veces con aquella tía que conocí en las reuniones de Greenpeace...

—Un par de veces.

—Sí, fuimos al cine, y eso...

—¿Y qué?

—Y nada.

Jimmy suspira y se encoge de hombros igual que Robert DeNiro en ¿qué película?, mientras yo pienso: Love reigns over me, título de una canción de los Who, del álbum Quadrophenia. Entonces Sonia vuelve a revelarse por un instante en una frase que oigo a mis espaldas, pronunciada con una voz muy parecida a la suya, construida muy al estilo de ella. Es como si Sonia fuera Deadman, ese personaje de cómic que, tras morir asesinado durante la ejecución de su número de trapecista en el circo, no pudo irse al más allá porque la diosa Rama Kushna le encargó quedarse en este mundo como espíritu incorpóreo e invisible para salvarlo de conspiraciones de sabios locos y supervillanos, una tarea muy habitual en los personajes de cómic por otra parte, que Deadman cumplía poseyendo brevemente el cuerpo de alguna persona viva, ora ésta, ora aquélla, para hablar y actuar a su través, saltando de cuerpo en cuerpo como quien se va probando diferentes trajes. No lo puedo remediar, mi mente es como un palimpsesto donde se entremezclan películas, novelas, cómics, series de televisión, obras de teatro, letras de canciones rock. Me pregunto si alguna vez tendré un pensamiento que sea originalmente mío, mío y de nadie más, no una evocación de algo que he leído o he visto en una pantalla o he escuchado en un fonógrafo, me pregunto si alguna vez seré capaz de mirar la fachada de un edificio con gárgolas sin imaginarme la capa de Batman revoloteando entre ellas, si alguna vez podré oír sonar unas campanas sin pensar en Cuasimodo, y qué bien estaba en la novela de Víctor Hugo y qué mal en aquella desgraciada adaptación en dibujos animados que hizo la Disney. Y aquella chica que acaba de entrar en la cafetería es morena, alta y flaca, pero tiene un rostro tan ovalado como el de Sonia y pasea por el local una mirada tan azul como la de Sonia. ¿Cuánto hace que Sonia ha vuelto a acosarme desde rostros y gestos y voces de mujeres a mi alrededor? Porque esto me pasó al principio, después de la escenita de Casablanca/Ana Karenina en la estación de ferrocarril, cuando era normal que pasara, pero poco a poco, durante los meses siguientes, fui dejando de verla en rostros y cuerpos y voces, como era normal también, porque el paso del tiempo acaba por enterrarlo todo, y eso mismo hizo con el recuerdo de Sonia, Jimmy tiene razón, llegó un momento en que casi ni me acordaba de qué cara tenía. Y sin embargo ahora... Aunque, de hecho, no es verdad que haga dos años desde la última vez que la vi...

—De hecho, no es verdad que haga dos años desde la última vez que la vi —digo en voz alta, a beneficio de Jimmy—. Tres meses después de separarnos me llamó. Había venido a la ciudad por otro asunto y me propuso que nos viéramos.

—¿Y?

—Y nada, me volvió a explicar aquello de que no se veía con fuerzas para soportar el estrés de sacar adelante un trabajo tan exigente como el de redactora de actualidad comarcal en el periódico de su ciudad y encima mantener relaciones con un novio que vive a cientos de kilómetros y tiene unos horarios de trabajo tan difíciles de compaginar como los de ella misma. No la culpo, yo también he trabajado en la redacción de un periódico y sé que, probablemente, es la peor ocupación para el que quiera tener un horario mínimamente regular y una separación más o menos adecuada entre vida profesional y vida privada... También me dijo que no se atrevía a dejar aquel trabajo tan seguro para emprender la incierta aventura de buscar otro por aquí, con lo mal que está el mercado laboral. Y me preguntó que qué tal me iba en lo mío, y si me había comprado ya un coche, porque si tuviera coche podría intentar encontrar empleo en su mismo periódico, en su misma ciudad, aunque esto no era seguro, sólo era un quizás...

—¿Y?

—Pues que yo estaba en la misma situación que ella: no me atrevía a dejar mi trabajo más o menos seguro para irme a cientos de kilómetros de distancia, a probar suerte en una ciudad donde me esperaba una mujer, pero ninguna certeza. De hecho ni siquiera tenía coche, y sigo sin tenerlo. Aquí no me hace falta, puedo ir en transportes públicos a cualquier rincón, y el dinero que podría haber invertido en comprarme uno me lo gasté en equipamiento informático, que al fin y al cabo me ha sido de mucha más utilidad. Total, que dejamos las cosas como estaban.

—Así que ésa fue realmente la última vez que la vistes.

—Sí... y no.

—¿Sí y no? ¿Es que la volviste a ver después?

—¿A qué viene tanto interés por Sonia?

—Te lo digo luego. Primero contéstame.

—Pues... la volví a ver hace cosa de tres meses.

—¿Tres meses? —de pronto, Jimmy parecía desconcertantemente asombrado—. ¿Dónde?

—En la portada de un periódico. Sí, como te lo cuento. Fui a comprar el periódico un domingo en que la noticia de portada eran los juicios a los implicados en el caso de Segundo Marey, ¿sabes? Y la información incluía una gran foto de uno de los implicados saliendo de los juzgados, con varios periodistas detrás, acosándole con cámaras y micrófonos. Pues bien, uno de los periodistas, el que salía más claramente retratado en la foto, era ella. Allí estaba, en portada, detrás de no sé quién, el juez Jiménez Villarejo me parece, apuntándole con un micrófono. Una de esas casualidades de la vida.

—¿Estás seguro de que era ella?

—Claro que estoy seguro. ¿Cómo no voy a estar seguro?, salí con ella dos años. Además, estaba igual. Llevaba el mismo peinado, incluso vestía un suéter que yo le conocía.

Jimmy parecía desconcertado. Hizo un gesto al camarero para que le trajera otra cerveza, la cuarta ya. Y yo al levantar la mirada vi otra vez a la chica delgada y morena de la cara ovalada como Sonia y los ojos azules como Sonia, que me devolvió la mirada sonriendo con la exacta sonrisa de Sonia. Di un respingo. De hecho, ahora la chica no me parecía tan alta ni tan delgada como antes, y su pelo, quizá por efecto de la iluminación interior de la cafetería, parecía más claro. Aparté la vista. Aquello me estaba recordando un cuento de ciencia-ficción de Philip K. Dick, uno particularmente angustioso. El camarero trajo en ese momento la nueva cerveza de Jimmy. Menos mal.

—Bueno, ¿qué es eso que tenías que decirme luego? Ahora es luego —le dije a Jimmy.

—Ah, bueno... —Jimmy trató de hacer tiempo, bebiendo parte de la cerveza que le acababa de traer el camarero. Luego habló—. Verás, hace tres meses yo estaba en Madrid, cubriendo la información sobre los juicios a los implicados en el caso de Segundo Marey.

—¡Ah! Claro, ahora entiendo a qué venía tanto preguntarme por Sonia. ¿Te la encontraste?

—No. Supe de ella, pero no me la encontré. ¿Recuerdas a Judith?

—La compañera de piso de Sonia, cuando vivía por aquí.

—Ésa misma. También estaba allí cubriendo los juicios. Hablamos de ti y de Sonia.

—¿Sonia no estaba con ella?

—No, pero habían seguido en contacto durante todo este tiempo y me... me dijo que Sonia había muerto hacía un mes, en un accidente de tráfico.

—¿Cómo? ¡No puede ser!

—Claro que puede ser. Los accidentes de tráfico ocurren todos los días ¿De qué te extrañas? En fin, lo siento. Ya lo he dicho. No sabía si...

¡Pero si yo la vi en esa foto! Y era ella, sin duda.

—No puede ser ella. Sería alguna otra chica que se le parecía. La impresión en papel de periódico no suele ser muy buena, y entra dentro de lo posible que te equivocaras. Pero Sonia no podía ser, es imposible. Por aquel entonces ya llevaba un mes muerta.

No supe qué pensar. Quise levantarme inmediatamente para ir corriendo a casa a mirar una vez más la foto, que había recortado del periódico y clavado con una chincheta en el corcho de la pared de detrás del ordenador, entre una foto de Orson Welles y otra de Coppola. La foto había estado allí clavada los tres últimos meses. Y, de hecho, ahora que pensaba en ello, las fugaces visiones de Sonia que me acosaban desde hacía poco empezaron hace, más o menos, tres o cuatro meses. La foto había sido la más tangible de aquellas nuevas apariciones...

Entonces Sonia se acercó a nuestra mesa, se inclinó sobre ella, me miró sonriendo y me dijo:

—Hola. Me ha costado un poco, pero ya estoy aquí por fin.

Miré a Jimmy. Estaba pálido. Supongo que yo también.

Barcelona, 5 de abril de 1999
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Copyright ©Xavier B. Fernández, 1999
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Fecha de publicaciónJulio 1999
Colección RSSFabulaciones
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