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La Virgen de los retretes

Xavier B. Fernández
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaBarcelona, El Molino

¿Te conté que una vez se apareció la Virgen en el lavabo de caballeros de El Molino?

—No, Matilde. ¿Cuándo fue eso?

—Poco después de la guerra, en el 48, o en el 50, por ahí. ¿Quieres que te la cuente?

Matilde es toda una institución en El Molino. Ya es mayor, pero su gordura ha evitado que se le arrugue la piel, manteniendo un lozano aspecto de melocotón maduro. Eso, unido al azabache profundo con que se tiñe el pelo y su habilidad de cabaretera veterana para maquillarse, hace que aparente muchos menos años de los 50 y tantos que debe de tener. Buena parte de ellos se los ha pasado en un estrecho pasillo donde apenas caben sus caderas sin rozar a la vez ambas paredes recubiertas de sucio terciopelo rojo, un pasillo que gira siguiendo la misma curva que la sala de abajo, y en el que se alinean las puertas de los palcos o, como ella dice, «reservados». Reservados, por supuesto, para aquellos a los que ella llama, con cierta reverencia, «caballeros». Lo que en la particular escala de valores de Matilde sólo significa que tienen dinero en el bolsillo y lo gastan con liberalidad.

—Vale, cuéntamela.

Esta anécdota, lo sabré después, cuando la conozca más, es su favorita; de cómo conoció a don Julio, el hombre más rico de Barcelona, seguramente de España y, si no el más rico, uno de los más ricos de Europa; propietario de dos, cuatro o seis Rolls-Royce —el número varía según la fuente consultada, o el humor de Matilde; lo seguro es que era más de uno—, cientos de trajes de seda natural, lana de cachemir y lino egipcio, y un montón de fincas, residencias y almacenes distribuidos por toda la ciudad. Dicen que en su casa, o palacio más bien, se come cada día a la carta, una carta que manda imprimir en una imprenta cercana. Parece que consiguió su fortuna de pachá gracias a su control del mercado del estraperlo en los duros años de la posguerra.

—Físicamente era poquita cosa —cuenta Matilde—. Más bien bajo, con cara de pajarito y calvorota sin remedio, cuando se sacó el sombrero descubrió una pista de patinaje para moscas que se extendía desde la frente hasta la coronilla, sin ni una pelusa que estorbara por en medio. Para acabarlo de arreglar era gangoso y tenía una voz pituda, ridícula, aunque cuando hablaba se notaba que estaba acostumbrado a ser obedecido. Pero ese físico tan ruin siempre iba empaquetado en ropa de primerísima calidad. Aquel día que lo vi subir por la escalera al piso de arriba por primera vez, mirando a todos lados como un ratoncito tímido, llevaba un traje gris cruzado de raya diplomática que le sentaba como un guante porque estaba hecho a medida, y sólo la tela del forro de la chaqueta debía de valer mi sueldo de un mes. La camisa era blanca como un velo de novia, como el pañuelo que le asomaba por el bolsillo de la chaqueta. Y me fijé que llevaba gemelos y alfiler de corbata de oro puro. Y el reloj también era de oro puro.

—¿Viste que eran de oro sólo con un vistazo rápido en un pasillo oscuro?

—Claro que sí. Lo hubiera visto hasta en el fondo de un pozo a oscuras; nada tiene el color ni el brillo del oro auténtico. Además, yo es que el oro hasta lo huelo, Richard. Vaya, que yo entonces no le conocía de nada, nunca había oído hablar de don Julio, pero nada más verlo supe que era todo un caballero distinguido. Y me acerqué con mi mejor sonrisa y le dije: ¿En qué puedo servirlo?

»—Quisiera un reservado —me dijo él. Bueno, sonó más bien como “Quisiega un guesegvado”, pero lo dijo con mucho aplomo.

»—Le voy a dar el mejor —le respondí—, que ya se ve que es usted un caballero con mucha clase.

»Entonces fue y se sacó un billete de 500 pesetas del bolsillo, y me lo dio. Yo pensé que se había equivocado, que una cosa es ser espléndido y otra soltar una propina tan gorda, figúrate, si lo más que me suelen dar son diez pesetas. Mi primera intención fue guardarme el billete a toda prisa antes de que se diera cuenta, pero a continuación pensé que si se llegaba a dar cuenta se ofendería y no le vería más el pelo. Bueno, es un decir, ya te he dicho que era calvo como un huevo...

—Sí, ya. Sigue, sigue.

—... y que eso sería matar la gallina de los huevos de oro, y yo no quería matar la gallina tan pronto, ahora que acababa de conocer al pollo. Así que me hice la buena, y le dije:

»—Pero señor, ¿sabe usted lo que me ha dado?

»—500 pesetas —dijo. Y como debió de verme la cara de pasmo añadió—: Es que yo soy don Julio, señora.

»—¿Don Julio qué? —dije yo. Como si no hubiera Julios en el mundo, pensaba.

»—Don Julio M**oz, aquel de quien se habla por toda Barcelona. ¿No ha oído nunca eso de «En el cielo manda Dios y en la tierra, los M**oz»?

—¿Los M**oz? —pregunto, porque me extraña el plural—. ¿Se refiere a su familia?

—En concreto, se refiere a él y a su hermano— interviene Quimet, desde el otro lado de la barra.

Estamos en su local, el bar Pastís, a donde vamos de vez en cuando tras cerrar El Molino, para tomar la última copa antes de irse cada uno a su casa. El bar tiene un ambiente peculiar, que Quimet describe como marsellés y Matilde como montparnasino: lo que significa, en ambos casos, iluminación escasa y amarillenta, muebles desvencijados y desparejos y el color de las paredes difícil de precisar, en parte por el tiempo que hace que no se repintan y en parte por estar recubiertas por una abigarrada mezcolanza de trofeos: estantes llenos de botellas de todas clases, óleos oscuros y mórbidos, dibujos, postales antiguas y fotos diversas, sobre todo de boxeadores, porque Quimet, entre otras cosas, es un entusiasta del boxeo. De hecho, la mitad de la clientela la componen músicos de cabaret y artistas de variedades y la otra mitad, aficionados al boxeo, que suelen organizar largas y vehementes tertulias sobre su deporte favorito, atemperadas por las canciones de Edith Piaf, grabadas en los crepitantes discos de piedra con que Quimet alimenta un viejo gramófono instalado detrás de la barra. A veces le da un respiro a la Piaf y la sustituye por Carlos Gardel, o Jorge Negrete, o Louis Armstrong. Ése es su póquer de preferencias musicales y la identidad sonora del Pastís: la chanteuse francesa, el tanguista argentino, el mariachi mexicano y el trompetista de Louisiana. A mí me tiene mucho respeto desde que le conté que una vez había tocado con Armstrong. En realidad no fue gran cosa: Satchmo y su orquesta actuaban en una sala de fiestas de Nueva York, y la noche inaugural su pianista pilló una gastroenteritis. El jefe de sala, que era amigo mío, dijo que conocía a un pianista bastante decente que se conocía el repertorio: yo. Me llamaron a casa y, como no tenía nada más que hacer, saqué el esmoquin del armario, fui, me senté al piano, toqué y eso fue todo. Apenas hablé con Armstrong, que se limitó a detallarme el repertorio previsto y preguntarme si lo conocía. Pero ese breve encuentro me sirvió para ganarme la devoción de Quimet.

—Su hermano se llama Álvaro —continúa Quimet— y hace años venía mucho por aquí. Los negocios los tenían entre los dos, pero los llevaba Julio: Álvaro era más tarambana, más golfo.

—Bueno, ¿puedo seguir? —interrumpe Matilde.

—Claro, mujer—concede Quimet.

—Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, me dijo eso, que si nunca había oído aquello de «en el cielo Manda Dios, y en la tierra los M**oz», y yo contesté que no. Pero te juro, Richard, que a partir de entonces ese apellido no se me ha borrado de la memoria. Me santigüé, besé el billete, le besé a él la mano, le di las gracias como 50 veces...

—¿Le besaste la mano?

—Sí, y se lo tomó como si fuera la cosa más natural del mundo.

—Para él lo sería.

—Seguramente. Bueno, pues le acompañé al reservado, y para entonces ya le habían desaparecido todas las inseguridades, volvía a pisar fuerte, con aplomo. Le pregunté si quería que le trajera algo de beber. Me miró de una manera rara, como haciendo un mohín de asco, y dijo que no, que no quería nada, que le dejara estar solo, que si tenía alguna necesidad ya me avisaría. Luego me enteraría de que don Julio era muy quisquilloso con las cosas de la higiene, que en el maletero de su Rolls siempre llevaba un juego de ropa de cama de lino y una cubertería completa, de plata de ley con vasos y copas de cristal de bohemia, por si tenía que quedarse a dormir o a comer en algún sitio que no fuera de su absoluta confianza. Y cada día le cambiaban y le limpiaban la ropa de cama y la cubertería, las hubiera usado o no. Así que ahora pienso que quizá me rechazó la bebida porque no quería llevarse a la boca un vaso de nuestra casa.

—Un verdadero amante de la limpieza.

—Uy, no lo sabes tú bien, Richard. Dicen que cuando iba de putas sólo pedía que le hicieran una paja con un pañuelo limpio que previamente le había dado él mismo a la puta en cuestión, para que la mano de ésta no entrase en contacto directo con su polla.

—En eso se diferenciaba de su hermano Álvaro —interrumpe Quimet—. A él no le importaba que las sábanas no fueran de lino ni los vasos de cristal de Bohemia, ni que estuvieran limpios mucho o poco, mientras las mujeres o los licores que encontrara dentro fueran de su agrado.

—Anda, vete a cambiar el disco, que se ha acabado —dice Matilde—. Pon algo de Gardel.

—No, ahora pondré a Louis Armstrong, en honor de Richard.

Quimet me hace un teatral saludo, que yo respondo elevando el vaso en silencioso brindis. La ronca voz de Satchmo empieza a cantar la empalagosa «It’s a Wonderful World» —nunca me ha gustado mucho Satchmo como cantante— y Matilde prosigue con su historia.

—Al cabo de un rato llamé a la puerta del reservado, para preguntarle si se había decidido ya.

»—Ya le he dicho que no quiero nada —me dijo, muy serio.

»—Usted perdone, don Julio —le contesté yo, muy zalamera—, yo creía que usted quería que subiera alguna señorita del coro.

»Ésa no se la esperaba, porque se me quedó mirando con cara de pasmo, y me preguntó que qué estaba diciendo.

»—Eso, que si quiere que suba una señorita del coro. O si lo prefiere, también puede subir una protagonista, contesto yo.

»—¿Subir a dónde?

»—Aquí, a su palco.

»—Pero, ¿es que suben?

»—Pues claro, para alternar.

A Matilde no le importa hacer de alcahueta para los clientes que, escondidos en las sombras de los reservados y previo desembolso de una buena propina, solicitan que alguna de las chicas del coro suban a hacerles compañía. O a alternar, como dice ella. Pero defiende a las chicas con celo de bulldog cuando quienes las pretenden son la chusma de la platea, según ella formada por oficinistas, botiguers y obreros con los fondillos de los pantalones agujereados, que vienen a desahogar las represiones de su educación católica gritándoles obscenidades a los artistas. Su definición de chusma también incluye a los músicos de la orquesta, y no te ofendas, Richard, pero es que los músicos sois todos unos golfos y unos muertos de hambre. Y conste que te lo digo con todo el cariño del mundo, que ya sabes que yo te aprecio mucho.

—Pues qué me dirías si me tuvieras manía.

—¡Uy! No quieras saberlo.

—¿Y qué te contestó don Julio?

—Que muy bien, que ya me llamaría. Y vaya si me llamó. No habían pasado ni dos minutos cuando me avisó de que quería la cuarta, la sexta y la octava de la fila. ¡Tres, nada menos! Y yo le dije: —Me va a dejar usted sin coro, don Julio, pero para usted, todo lo que le apetezca.

—Y se las llevaste.

—Toma, claro, a los diez minutos ya estaban encerradas con él en el reservado. Para convencerlas no tuve más que enseñar un billete de 500 pesetas que me había dado.

—Tres a la vez, el tío. Manda cojones —dice Quimet—. ¿Y estuvo mucho rato?

—No, a la media hora salió para ir al lavabo. De allí volvió peinado y con la cara y las manos recién lavadas, y oliendo a colonia de la fina que tiraba de espaldas. Se despidió de las tres chicas, les soltó 500 pesetas a cada una y a mí otras 500 más, que dijo que eran para la casa. Y se fue, acompañado por las tres chicas, que se le restregaban como gatos zalameros. En la puerta ya tenía un taxi esperándole, porque Tomasín, el recepcionista, se había quedado con la copla y se espabiló a servirle bien, a ver si a él también le caía una propina de 100 duros. Y el taxi se lo llevó, con las tres chicas tirándole besos desde la puerta.

Al poco rato vino la vieja que limpiaba los lavabos diciendo que en el de caballeros olía como los ángeles, que aquello era olor de santidad, seguro. Yo fui a ver, pensando que a la vieja, que además de muy vieja era un poco beata, ya le había entrado la chochez. Pero no, al entrar en el lavabo de caballeros y me sentí envuelta por un perfume divino.

»—Pues sí que huele bien aquí —dije al salir. Y no era olor a colonia de hombre, era otra cosa, más sutil y más etérea. Como si hubiera pasado un ángel.

—Y como si al pasar se hubiera tirado un pedo —interrumpió Quimet. Matilde le fulminó con una mirada torva y siguió con su historia.

—La noticia se corrió en seguida por todo El Molino. Uno detrás de otro, todos los empleados, y sobre todo las empleadas. Fueron pasando por el lavabo de caballeros para aspirar aquel perfume extraordinario. La vieja había sacado un rosario de debajo de algún refajo y se había arrodillado delante de la taza de porcelana, diciendo que aquello era cosa de la Virgen, que en sus apariciones en Fátima y en Lourdes lo primero que se notó era un aroma embriagador que te transportaba, que eso era lo que en la Biblia se llamaba olor de santidad. Figúrate tú, qué se le habrá perdido a la Virgen en los lavabos de caballeros de un cabaret. Pero hubo quien se dejó convencer por la vieja, y la encargada del guardarropa y dos de las chicas del coro se arrodillaron a rezar allí mismo, las coristas tal como estaban, con plumas y las lentejuelas y las tetas casi al aire. Hubo incluso alguien que dijo que la veía, que veía a una señora muy guapa envuelta en un manto azul celeste flotando por encima de la taza del retrete, y que le sonreía.

—¿Y tú, la viste?

—¿Una virgen en un cabaret? Vamos, anda, Richard. Allí virgen no había ni la vieja beata de los lavabos, con todo lo fea y jorobada que era.

»Entonces trabajaba con nosotros una coreógrafa a la que llamaban La Francesa, tú no la llegaste a conocer, Richard, pero la llamábamos así porque había vivido en París, primero haciendo la calle y después como chica del coro del Folies Bergère, o al revés, no me acuerdo, qué más da. Ella también fue a oler aquel misterioso perfume divino. Tuvo que abrirse paso entre mujeres arrodilladas y con los brazos en cruz. Husmeó un poco, se rió y dijo que aquello no era ningún milagro, que era «Chanel número 5, le plus chér de Chanel».

—Ah, sí. Un perfume carísimo. ¿Quién lo había tirado allí, tu don Julio?

—Pues sí. Luego, cuando supe más cosas de él, me enteré de que tenía la costumbre de salir del retrete sin dejar más rastro tras de sí que el del Chanel número 5. Vaciaba una botella entera cada vez que iba de vientre, para que nadie supiera cómo olía su mierda.

—Pues los ricos comer, comerán cosas más finas que los pobres, pero cagar, cagan lo mismo: mierda —dijo Quimet. Y, a continuación—: ¿Quieres otro pastís, Richard?

—¿No tendrás un poco de Bourbon, mejor?

—Pues no, lo siento.

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Fecha de publicaciónFebrero 2010
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