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Cartografía de los límites

III

José Antonio Sainz
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ACARICIARÍA EL LOMO DE LOS PERROS,
estaría dispuesto a ensuciarse
las manos con la leña,
a encender la estufa
antes de que caiga la noche.
El olor acre del cuero,
la aspereza de unos pantalones sin planchar,
los rescoldos del amanecer,
cuando el frío entra hasta los huesos,
completarían la dramaturgia de cada día.
Estaría dispuesto a cambiar de piel
si eso desgarrara la luz
o si fuera el modo de abrir
el último resquicio a la ceguera.
SI PUDIERA,
viviría sin calendarios,
no cambiaría la pila
del reloj de su cuarto.
Si pudiera,
viviría fuera del tiempo.
Exiliado para siempre
de la memoria de los hombres.
EL SOL DEL INVIERNO
templa algo que no se ve
desde la ventana,
el sosiego o la lentitud
de otras vidas.
Acodado sobre el alféizar
se le va haciendo tarde,
como quien espera
a alguien que ya tendría que haber llegado.
HAY SUEÑOS QUE REGRESAN
en mitad de un acto intrascendente
y no aclaran por ello
su sentido ni su causa.
Sus imágenes le acompañan,
sus sentimientos
le ciegan la rutina
lo que dura un fogonazo.
Los sueños son sólo el fantasma
de una revelación.
AGAZAPADO, EL PASILLO
se convierte a veces
en una bestia
con la que sería mejor no cruzarse.
Le escatima el tránsito de la infancia
hacia el sosiego vencido
de la noche,
le zarandea como un tren semivacío
cogido en la hora
de la desgana y el ultimátum.
Durante la tarde,
durante toda la oscuridad de la noche,
no le deja ir de un lado a otro
sin que sienta el aliento
de su tristeza compulsiva.
SOBRE LA BLANCURA DE LA LADERA,
el blanco precipitado de la luna.
La nieve
debería hacer todo más próximo.
Pero el silencio
es estático entre las calles,
dilata las distancias
y si se cruza con una sombra
dejará caer la mirada
en las arrugas del suelo.
Cuando por fin llegue la noche,
una luna invisible
se mirará en el silencio de la ladera.
CUANDO LA MOTO TUERCE
y se inserta en la avenida
el semáforo ya está en rojo,
pero la moto ruge
y serpentea al otro lado de la calle.
Por la ventana abierta del hostal
se adivina un juego de sombras:
un traje oscuro,
una cabellera que se agita
mientras cuelga del hombro un bolso.
Los neones amarillos se iluminan
con la precisión un acto reflejo.
En el poema,
todas las habitaciones de alquiler
acaban por tener las dimensiones
y las sombras pesadas
de un único cuarto.
Sólo la distancia explicaría al fin,
sólo la ausencia consolida el valor verdadero.
Ahora, el instante certifica, constata,
iluminado de repente
por el cansancio de las nubes.
Pero el sentimiento no va más allá
y los coches se suceden,
brillantes, engalanados,
en su hilera exultante.
UN HOMBRE DE PIE
en el andén,
esperando el tren que no acaba de llegar.
Le parece que muchas veces
ha estado allí,
que siempre ha estado allí.
Los ojos que se asoman a la vía
son ambiguos, indecisos.
Demasiado idénticos
o demasiado perplejos.
El viento a ras de los raíles
hace resbalar la mirada.
Detenido en el instante de la espera,
fotografiado en la postura de la eternidad,
un hombre de pie
en el andén
repite eternamente su confusión,
su deseo de cambiar
y detener la codicia del cielo.
El peso del aire gris
paraliza todos los trenes,
a todos los hombres que esperan.
La máquina aparece de golpe,
casi encima de la estación.
El tiempo llega en ese tren.
ESTRUJA EL DENTÍFRICO
para conseguir esta noche
la última porción
y poder mañana inaugurar
al mismo tiempo el día
y el tubo recién comprado.
Le sorprende, frente al espejo,
esta buscada simetría,
esta lógica inconsistente.
La misma que le hace culpable
de una enfermedad
o de una plaga de insectos
que se han acomodado en la casa.
Una lógica absurda
y a la vez consciente.
O, tal vez, intuye de golpe,
el anuncio de un nuevo sentido.
LA RUTINA SALVA Y CONDENA.
Los robles y los plátanos
tienen ya verdes nuevos
que de seguro los pinos envidian.
Cada árbol se afirma en sí mismo,
conquista el aire,
refuerza su decisión de existir.
Sus rutinas son incólumes.
Pero a él,
no le deslumbra la estación que retorna
o el lugar donde el viento ondea
y la luz se detiene,
sino la mudez fulgurante
de todo cuanto se repite.
DE LAS COSAS SABE
muy poco en realidad.
Apenas nada.
Ni aun de aquellas
que le acompañan.
Quizá sea mejor así,
piensa,
pues ni siquiera
está seguro
de lo que espera de ellas
y es posible que su historia
le dejara desarmado.
Las cosas le miran siempre
con una piedad intraducible
y le hablan
con su silencio encrespado.
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Copyright ©José Antonio Sainz, 2000
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Fecha de publicaciónDiciembre 2006
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