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Perplejidades a flor de piel

Orlando Mazeyra Guillén
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Los que en verdad me conocen —aparte de mis lectores más entrenados—, son muy pocos, pero saben que no soy dado a la vida airada ni a nada que se le asemeje. No soy mojigato ni mucho menos. Simplemente practico, desde la otra vereda, «el vive y deja vivir» o, dicho mejor, el «prohibido prohibir».

Con estos antecedentes pueriles, si debiera describir con un adjetivo el día de ayer, seguramente estaría en grandes aprietos. Agitado, tortuoso, sorpresivo, mundano... Fui al Chachá, el lupanar más reputado de la ciudad. Fue mi primera vez (me refiero a mi cita con ese singular destino nocturno y no a mis guarismos sexuales que, por lo demás, no son nada espectaculares como pensó alguna lectora bogotana que, debido a sus notorias urgencias, me acosó en un congreso nacional de narradores).

Todo iba muy bien. La música, el contoneo de gráciles siluetas femeninas y la discreción de los «acomodadores» que, contra todo pronóstico, me trataron de «don». Pero algo se corrompió, saltó tan de pronto, cuando reconocí a Nacha, mi mejor amiga de la infancia perdida y corrompida (porque cuando me sorprendo sí soy adepto a la más redundante adjetivación).

La morocha pelirroja de muslos anchos que me había preguntado esa lejana tarde de confesiones y ron con Coca-Cola, luego de haber visto una película de Fellini:

—¿Tú piensas en alguien cuando te tocas?

—Yo no me toco —le mentí y apuré el trago de corto a manera de conjuro contra su pregunta—. Y a propósito de eso, dicen que Fellini era amante de los buenos traseros, le gustaba contemplarlos para iluminarse o vaya uno a saber qué cosas, pero sólo los miraba. Jamás los tocaba... ni se tocaba. Yo, como Fellini, no me toco.

—Yo sí me toco: pienso en James Stewart, Charlton Heston —me dijo como quien pone a flor de piel sus intimidades—. Pero, a veces, pienso en ti, y cuando eso pasa, no se me va con nada, te me apareces como un fantasma que me moja ahí abajo, me calienta su presencia. Como que me desespero, me arrebato.

—Y... ¿por qué?

—Porque te la he visto.

—¿Qué cosas dices, Nacha?

—¿No te acuerdas de ese fin de semana del campamento con tus primos?

—Sí —traté de hacerlo vagamente—, sí lo recuerdo.

—Tomaste tanto que te quedaste dormido y ya. Me tocó dormir contigo, mejor dicho me hicieron dormir contigo. Te quité las zapatillas, el jean y luego...

—¿Luego qué?

—Te bajé los interiores y te la vi, la toqué y te la...

—¡No te bromees con eso Nacha, te estás pasando de la raya!

—No estoy bromeando, te estoy hablando desde los ovarios, desde la médula, no puedes imaginarte lo que me cuesta contártelo. Y no quiero que confundas las cosas, la confundida soy yo, tú tienes que poner orden, darle un sentido a las cosas. Siempre has tenido esa claridad, esa..., no sé...

—¿Qué sentido puede tener toda esta porquería que me dices?

—Me sentí muy puta. Si es que eso tiene algún sentido, dímelo tú.

—Nacha, ¡cagaste la amistad!, cagaste lo mejor que teníamos.

—Me sentí puta y tú tienes la culpa —me dijo con una férrea convicción, bebió un poco de trago y se fue.

Dejé de hablar con Nacha. La perdí de vista y, a los pocos meses, partí a México con una beca de filosofía que me concedió la UNAM. Y ahora, casi cuarenta años después, descubro que, en efecto, yo la volví puta. ¿Será eso posible? ¿O estoy exagerando las cosas?

La palabrita es corta para una sorpresa tan grande que no cabe en un testimonio tan breve como éste: cuatro letras, dos sílabas que se condensan y se deshacen en el tiempo: PU-TA. Tantas películas los fines de semana, tantos libros escritos para tratar de entenderme a mí mismo a través de los demás.

Dice el lugar común que la realidad supera a la ficción. Yo creo que se alimenta de ella, para hacernos ver que la mejor novela o el mejor cuento es aquel que no entendemos y que nadie que no esté en nuestros zapatos podrá comprender, pues ni nosotros mismos somos capaces de encajar en la historia. Y está bien que así sea. Cuando las palabras no alcanzan es mejor no escribir, darse una pausa, salir a tomar un café o retomar una lectura contundente.

Nacha ahora se hace llamar Greta. Me resulta espantoso, pues yo siempre me tocaba pensando en la Garbo, pero a nadie, jamás, se lo dije. Y ahora me parece como si Nacha supiera más de mí que mi propio yo.

—¿Me reconoces? —le pregunté antes de terminar.

—A ti no, pero a ella sí, obviamente no es la misma del campamento. No somos los mismos. ¡Quién diría!

—¿Quién diría qué?

—Que tú te terminarías acostando con una puta.

Terminé, le pagué y me fui.

Al llegar no pude escribir una sola línea. Estaba con la perplejidad a flor de piel. Me masturbé hasta quedar exhausto. Sentí que alguien tocó la puerta. ¿Sería Greta o Nacha? Seguramente un avieso cóctel de ambas.

Me quedé dormido y soñé con aquel campamento perdido en el tiempo: los anchos árboles acordonando un lago casi transparente, las raídas bolsas de dormir y las fogatas ondulando esa «llama doble» tan cara a Octavio Paz. En ese sueño yo no era escritor y, ciertamente, me sentí aliviado. Ligero en su mejor acepción.

El alivio nacía de esa simpleza con la que dejé de vivir, cuando no me interesaba conocer las conductas de los demás. Cuando era más espontáneo y alegre, porque tomaba la vida como un juego esplendente. Quiero decir: cuando era menos escritor que ahora. Si es que alguna vez lo fui. Nacha ha desencadenado una suerte de perplejidades que se anudan y encadenan dejando el eslabón angular fuera del circuito: ¿realmente somos algo?

El diario de mañana dirá que alguien mató a una meretriz y huyó por una ventana. Seguramente utilizarán esa palabreja. «Parroquiano», dirán. O tal vez alguien la encontró a tiempo, en su estado natural: a la palabra, a la puta, o a ambas. Todo es posible. Una denuncia puede llegar. Pero escribiendo espero. «Para que dejes de ser una puta», le dije, y luego perdí los papeles. Y si no los perdí, entonces los recogí.

Terminé de enumerar los capítulos y sorbí un poco de yerbaluisa. Fue en ese momento que me puse a corregir el borrador. Nacha se adueñó de mi vida. Una vida sin sexo, sin películas, sin alcohol y sin rameras. Sólo los libros, las únicas perplejidades de mi vida. La ficción que cree alborotar el cotarro. La mentira a flor de piel.

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Copyright ©Orlando Mazeyra Guillén, 2009
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Fecha de publicaciónOctubre 2009
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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