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El arte es un cáncer o una mujer a medias

Orlando Mazeyra Guillén
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¿Qué es el arte, sino una manera de ver?
T. L. Berger

«¿Por qué nunca te quitas el sostén, Julita?», piensas ofuscado y el ciego arrebato de otras mañanas, aguijoneado por esa lasitud de casi una hora de tensa espera, te hace soltar la cámara fotográfica (con ésta ya van cinco, ¡todo tiene un límite, Mario!, cualquiera diría que, con el paso del tiempo, en vez de exposiciones fotográficas, podrías ir armando un ridiculoso anticuario de cámaras estragadas, todas ellas arrumadas por tu insensatez).

Llevas semanas y meses buscando la foto perfecta. Y lo haces afectado por maneras de paciente francotirador, desbocado por el corrosivo deseo de registrar para siempre (y para el mundo) el torso que decapita tu cordura: ¿por qué te desesperan tanto esos pechos morenos? Eres un fundamentalista de la espontaneidad en el arte de la fotografía, un desquiciado que cuando se obsesiona con algo se transforma en un monstruo, una humanidad pertinaz que no se detiene hasta conseguir lo que se propone.

Sí, ya sé lo que me dirás, Mario, pues me conozco tu historia casi de memoria: que transcurría una monótona tarde sabatina en el sauna del club cuando —no quieres recordar cómo, zamarro— al cruzar ese pequeño corredor que separa el baño de hombres del de mujeres, la alcanzaste a ver semidesnuda. No te detuviste en esa mata de pelos que lograban dejarse ver a pesar del obscuro portaligas, ni mucho menos en ese gran lunar con forma de continente que se adueña de buena parte de su muslo izquierdo. No. Lo tuyo son los pechos, ¿pero qué te alocó de aquéllos? ¿El que uno —el izquierdo— sea notablemente más grande que el otro?

«Estará enferma», deduciste sin pensártelo mucho: «seguramente cáncer de mama o alguna de esas atrocidades».

Te duchaste vagamente apremiado, la imagen se resistía a abandonarte: ¿acaso ella logró descubrirte? No te importaba, pues pretextas ser un fisgón impenitente, no por cuenta propia, sino por deformación profesional, bellaco.

Fue un día de muchas sorpresas: al salir del club la encontraste esperando un taxi. Nunca creíste en las casualidades, para ti el destino ya está escrito, pero, si uno quiere —«si tiene huevos y pasión», tu latiguillo de siempre—, puede reescribirlo.

Vestía un raído pantalón vaquero y una blusa floreada que escondía con éxito la falta de armonía de sus senos. Te sentiste un viejo maniático, un acosador primerizo, cuando detuviste el Volkswagen y alargaste la mano para bajar el vidrio de la ventana:

—Buenas tardes, señora, ¿la puedo jalar?

Ella te miró crispada, y sujetó con fuerza su cartera antes de soltar ese mohín de desprecio que no terminó de aclararte el panorama:

—¿De dónde saca cara para hacer lo que hace, atrevido?

—¡Disculpe? —exclamaste asustado. Un sorpresivo bochorno se apoderó de tus más profundas huestes emotivas.

—Tengo un par de conocidos en el Comité de Ética y Disciplina del club, pero no lo denuncio solamente porque no me interesa dar publicidad a lunáticos de su calaña. Pero, sépalo bien, pervertido: no es usted el primer cochino que me hace este tipo de propuestas, ¡váyase, arranque de una vez su carcocha antes de que me olvide de que soy una buena mujer y llame a un policía!

—Soy fotógrafo profesional, señora —espetaste como justificándote por tu osadía de husmear en el baño de mujeres.

—¡Y yo no estoy casada!

—Yo tampoco —acotaste azotado por un deseo que, de pronto, endureció tu falo.

Abriste la puerta. Ella miró a todos lados y —hasta ahora no puedes entenderlo, Mario, ¡en vez de fotos notables, tu vida está preñada de misterios!— subió y te pidió con urgencia un cigarrillo que no dudaste en alcanzarle.

A la media hora, el carro serpenteaba por la avenida Paisajista. Ella fue la que escogió a dedo un hotelito rústico de habitaciones alfombradas, televisores prehistóricos y falsas camas matrimoniales.

Te bajó los pantalones sin preguntar tu nombre y, con una mirada traviesa que descolgó su lengua, te ordenó que le alcanzaras un profiláctico.

Frotó con paciencia tu pene y sopesó tus testículos con sumo cuidado:

—Éstos están bien —sentenció y, desplegándolo con torpeza, empezó a colocarte el preservativo.

—¿A qué te refieres con eso de que están bien?

—A que no son deformes... como mis tetas.

Te acercaste a su oído y mentiste:

—¿Y eso qué importa?

—Mario, puedes hacerme de todo, ¡lo que sea!, todo menos quitarme la blusa. No quiero que veas mis senos, así que mejor te doy la espalda.

Estabas tan excitado que accediste sin chistar y la penetraste por detrás. Repetiste una vez más. Siempre te gustó más el coito anal. Cuando estabas por terminar, lamiste sus espaldas, frotaste su cuello y merodeaste por sus pechos:

—¡Déjalos tranquilos, carajo! —te ordenó, zafándose y, entonces, no te dejó acabar.

Corriste al baño a terminar, masturbándote con el pene sobre el lavatorio. Luego entraste a la ducha, el agua estaba tibia. Empezó a caer sobre tus hombros, mojando tu pecho y espalda. Trataste de recordar esa imagen que —¿ya lo sabías?— no te iba abandonar jamás.

—A todo esto, ¿cómo te llamas? —preguntaste levantando la voz.

—Julia —dijo a manera de despedida y sentiste que cerró la puerta.

Lo que siguió después fue una lista inexplicable de sucesos absurdos: pasaste meses apostado en las afueras del sauna, esperándola con la cámara lista en la guantera del auto. Aburrido de no encontrarla pensaste en una nueva táctica. Así fue como terminaste sobornando a un empleado del club para que generara un reporte con todas las socias que se llamaran Julia.

El reporte consistía en un listado de dos hojas y media de nombres femeninos que incluía a más de ochenta personas (entre ellas estaba tu antipática prima Julia Elena).

Pacientemente buscaste direcciones en el directorio de las páginas telefónicas. Contrataste a un par de detectives que te estafaron con el cuento del adelanto y nunca los volviste a ver... Cuando ya ibas a darte por vencido, recibiste un sobre anónimo que traía consigo tres líneas y una inicial que, por suerte, era bastante delatora.

Supe que están alquilando un bonito departamento al frente de mi edificio.

Avenida Pumacahua 413, tercer piso, al lado de la tienda de motos.

Espero que lo alquiles y empecemos desde cero,

J.

Te tomó poco menos de un par de minutos el contactarte con la inmobiliaria y alquilar el departamento sin siquiera inspeccionarlo. Estabas convencido de que la nota de Julia no hacía otra cosa que abrirte la puerta (luego sabrías que se trataba simplemente de las ventanas) de su casa: ya no le harías el amor a medias en un hotel incómodo; ahora sí le tomarías la foto que germinó todos tus insomnios.

Una vez allí, al frente de su departamento, empezó un juego cifrado con cortinas que se abrían y cerraban tratando de establecer un incipiente código cómplice.

Cuando te aburriste de esa infantil pérdida de tiempo, abriste completamente la ventana esperando que ella hiciera lo mismo y, por fin, se mostrara... y las mostrara.

Una, dos y hasta tres semanas te tuvo esperando verla. Querías ir a buscarla, tocar la puerta, disculparte (¿de qué?) y contarle todos tus proyectos artísticos, explicarle que una foto de esos pechos desiguales te podía hacer famoso. Además, te quedaba poco tiempo para enviar tu trabajo al concurso fotográfico más importante del país.

No lo hacías. Te quedabas encerrado en casa. Pensabas que el hecho de encararla le quitaría toda esa aura fantástica a la relación que habían establecido. No había por qué marchitar esos visos de ficción que empezaron a jalonar tu vida.

Una tarde, llegó otro sobre manila. Esta vez la hoja traía una sola línea.

Sólo los sábados y domingos entre 6 y 7 de la mañana. Besos de J.

Sábado. Ahí estabas, aplacando el sueño con bostezos antes de consultar el reloj: apenas faltaban diez minutos para las seis de la mañana. Lo cierto es que recién a las a las seis y cuarenta, ella abrió las cortinas y descubriste esa piyama que luego te sería tan odiosamente familiar. Se te quedó mirando por pocos minutos. Cuando notó que empezabas a enfocarla con la cámara, cerró deprisa las cortinas. Fue la primera cámara que malograste: la estrellaste contra la pared.

Todos los fines de semana siguientes te encontraban espiando por la ventana. La viste en calzones, ferozmente despeinada, haciendo aeróbicos, jugando a las cartas y hasta revolcándose con un perro que no debía ser suyo. Estabas harto de ella, de su pijama, de sus calzones y de esperar algo que —te negabas a aceptarlo— nunca sucedería.

Hoy es el último domingo de octubre y acabas de echar a perder tu quinta máquina. Te sientes un idiota sin remedio. Ya no eres fotógrafo, sino un burdo fetichista. De pronto, un rapto de ansiedad te invita a mirar el calendario: «¡La puta que te parió, Julia!». El viernes pasado se había vencido el plazo para enviar tu trabajo. Ya no podías concursar en la bienal de arte. La apoteosis inicial de aquel día en el club se había convertido en el hecho inaudito que había secado tu alma para siempre.

Una fiera convicción de que nunca ibas a volver a tomar fotografía alguna te llevó hasta la puerta del ascensor, cruzaste la pista con temeridad y corriste en busca de Julia. El portero de su edificio poco pudo hacer para contenerte. Lo noqueaste a la primera. Mientras ganabas más gradas caíste en la cuenta de que estabas en piyamas. Este descubrimiento no hizo más que enardecerte hasta el infarto. Tocaste la puerta y nadie respondía.

—¡Abre la puerta, Julia! —más que una orden, fue un ruego—. Sólo quiero hacerte una pregunta.

—¡Vete de acá antes de que llame a la policía!

Te sentaste en el suelo, la cabeza te quería explotar.

—Pasó lo que tenía que pasar, Mario —te dijo abriendo apenas la puerta. Se dejaba ver uno de sus pechos (el más pequeño).

—¡Ábrela bien, carajo! —escupiste rabioso.

Accedió. Le volviste a ver los pechos, como aquella vez que querías olvidar para siempre. Eran unos pechos horrendos, los peores que habías visto (y verías). Ella vencía el pudor con una fingida coquetería.

—¿Acaso viniste sin cámara? —te preguntó disfrutando de tu desconcierto.

—Tus senos me dan náuseas, eres un error de la naturaleza.

—¿Y entonces por qué? ¿Por qué, Mario?

—¿Por qué qué?

—Tú, que te haces llamar artista, no puedes entender que el arte no es aquello que ves, sino aquello que no dejas ver a los demás —te soltó un patético aforismo y se calzó el sostén.

Así era como la querías, justificando tu locura o tu falta de talento: escondiendo sus miserias y mostrando las tuyas. Dándote clases de arte, para colmo. Ahora sí se merecía una foto, una galería, un reconocimiento de toda la comunidad. O quizá tu rechazo visceral: ¿quién podría denunciar a quién en el comité de Ética y Disciplina del club? ¿Era posible que, salvo tú, nadie se haya dado cuenta?

Estaba decidido. Ya no querías saber nada de arte, de fotos ni de esas pellejerías que habían estropeado tu existencia. Te pusiste de pie y, por primera vez, fuiste espontáneo, directo:

—Entonces eso no era cáncer de mama, Julita.

Ella se rió y te tomó una foto que, cuando aguzas la vista, todavía puedes ver desde tu departamento. Cualquiera pensaría que, de aquí en más, tu deseo será tomar otra foto: esa que te permita saber si Julia (o Julio) todavía conserva el pene.

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Copyright ©Orlando Mazeyra Guillén, 2010
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Fecha de publicaciónMayo 2010
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