Este pedazo de vida no precisa de una dedicatoria pero, de no ser por Morgana, su hija, no habría vencido la censura para llegar a las manos de quien yo debo mi pasión por la narrativa. A mi maestro mayor, por todo lo que me dio y por haber leído esta carta de una batalla que, a pesar de todo, se sigue librando...
«Mamá María, ¡haz que suene mi teléfono!», rogué con los ojos cerrados y soñando, afiebrado, con la llamada tan esperada, aquella en la que me informarían que yo había ganado el premio que llevaba el nombre del escritor que me enseñó sin reservas que la ficción es el mejor pararrayos contra las impredecibles tempestades del mundo real.
Siempre que ansío —tonto fabulador sin talento— que mis ilusiones se abracen con la realidad, voy al cementerio a visitar a mi abuela. No sé qué razones o sortilegios me mueven a hacerlo. Ignoro también por qué la abuela nunca intercede por mí (o si lo hace, entonces Dios, mi enemigo íntimo, decide recordarme quién es el verdadero juez de todo destino humano y a dónde irán a parar mis más logradas añagazas).
No asoma la llamada que anhelo. Asumo entonces que no me encontraré con Mario Vargas Llosa el día de su cumpleaños. No importa (leí en una novela de Vila-Matas que, después de todo, lo único definitivo es el dolor). Duele, pero no importa, pues hace muchos años coincidimos en la sala de mi casa. Fue un amor a primera vista (pues con este sentido leemos los buenos libros que caen en nuestras manos) y creo que esta pasión, jocunda y diáfana, permanecerá invariable hasta el fin de mis días.
Aquella vez había salido ansioso del campus de la Universidad Católica, luego de rendir pésimamente un examen de algoritmia. Era hora de volver a casa, sin embargo yo prefería que me tragara la tierra. En vez de mi hogar, cualquier lado era bueno. Siempre fue así.
Eché a andar por la avenida San Jerónimo, rumbo al puente Bolívar, y cuando me vi frente a la iglesia de los padres capuchinos, decidí entrar.
—¡Padre, quiero que me ayude! —exclamé con los ojos vidriosos ante la mirada atónita de un barbado cura italiano embutido en una sotana color caoba—. Creo que mi papá tiene problemas con la bebida y no sé qué hacer.
Él me escudriñó con desconfianza. Me preguntó si íbamos a misa los domingos. Le dije que sí, pero el capuchino se mostraba escéptico ante mis respuestas. Lo que más me dolió fue que, por un momento, sentí que él me pensaba como un drogadicto embaucador de aquellos que inventan mil y un historias para pedir algunas monedas que sigan dándole cuerda a sus porquerías:
—No he venido a pedirle dinero, tampoco lo necesito. Sólo quiero que me ayude.
Me dijo que no perdiera los papeles. Que rezara y me entregara a Dios. Que comprendiera. Él único incapaz de comprender fue él. Me inspiró una honda lástima que no tardó en transmutarse en un asco indecible. Este suceso, junto a muchos otros —un cura que, excitado tras el confesionario de la iglesia de La Compañía, y jadeando sin el menor embarazo, me conminaba a describirle en qué pensaba cuando me procuraba placer con mi propia mano— me llevaron a detestar a la curia tanto como aborrezco a los sujetos autoritarios.
Al llegar a casa me senté en el sillón largo, color verde selva, y respiré aliviado porque mi padre no había vuelto aún del trabajo. Sentí una presencia extraña detrás del cojín sobre el que descansaba mi espalda. Al alzarlo, me encontré con un libro de mi hermana, forrado con un horrendo vinifan azul: El pez en el agua. Grata presencia si las hubo en mi vida. Tabla de salvación incontestable que, desde ese día, acude a mí cuando, como hoy, quiero recordarme por qué escribo. Un cráter insoslayable en mi sinuoso devenir creativo.
No tardé mucho en caer en la cuenta de que ese señor del que hablaba el narrador también era, de alguna forma, mi papá. Aunque no era muy difícil entender, o atisbar, la marcada distancia entre el desquiciado que llegaba todos los días hediendo a licor a casa y el malgeniado y resentido del que hablaba el libro. Mi padre era peor. Esta constatación le dio a mi reto —aprender a contar historias— otras proporciones.
Algo pasó, quizá una vuelta de tuerca, o eso que algunos buscan con linterna y lupa: la epifanía. Vargas Llosa, a través de sus memorias, me dijo: «Ven, yo sé del dolor y, aunque no lo creas, también del fracaso, así que dame la mano para enseñarte a perder.» ¿Le tienes mucho miedo? Sí. ¿Crees que lo odias? También. ¿Te vas a conformar con esa vida miserable que has venido llevando hasta ahora? No lo sé.
Al terminar el libro, ya lo sabía: no volvería aceptar que nadie me hiciera infeliz. Ya había estallado en mis vísceras (y para siempre) una ciega vocación por el desacato.
Él me enseñó lo que obviaron los amigos más entrañables, mis maestros más recordados y, por supuesto, mis familiares más sensibles: que todos aquellos que nos arruinaron la existencia deben comparecer ante la hoja en blanco para rendir cuentas ante nosotros, los escribidores, supremos objetores, quienes, saturados de realidad y alimentados por demonios de toda índole, reedificamos nuestro estadio vital a imagen y semejanza de nuestros deseos, temores, carencias, pesquisas, contradicciones y urgencias. Sólo con una condición: rechazar el destino que nos tocó en suerte, imprecar contra la monotonía que no sólo reblandece salvajemente la razón, sino que nos va apagando a cuentagotas. Porque no hay nada mejor que lo cotidiano para ir tapiando el acceso a la trastienda de nuestros sueños e insatisfacciones.
—No temas, ¡juega a ser Dios! —parece decir, entrelíneas, el novelista—. Pero, ojo, cuidado con que te guste, porque podrías terminar lastimado. No es sólo un juego: es un arte, un estilo de vida.
Y me gustó. Desde mi primera lectura de El pez en el agua, juego a ser Dios. Acudo a la ficción como el musulmán lo hace a su mezquita, el prosélito al mitin o el hincha fervoroso a la tribuna popular. Hay quienes se encandilan con la imagen del escritor epónimo, multipremiado y con libros traducidos a todas las lenguas posibles. Yo me quedo con el deicida encerrado en alguna de sus bibliotecas predilectas, con pulso firme y a su vez a tientas —una mente poblada de neurosis, recuerdos, sentimientos de toda estofa y una mar de inseguridades y secretas revanchas—, ése que fue capaz de demostrarnos que una funesta derrota electoral podía trocarse en una prodigiosa victoria literaria. He ahí el secreto de la ficción: encontrar en las mentiras esa gran verdad que nos hace volver al día a día enriquecidos, turbados, inconformes, en suma: distintos.
Yo no fui el mismo luego de pasar por El pez en el agua. Me soñé escritor y espero hacer todo lo que esté en mis manos para conseguirlo. No obstante, ahí está Dios para recordarme que, más allá de mi talento, compromiso y pasión, todas mis empresas ficcionales serán fallidas, pues Él es el verdadero capataz de la realidad.
El teléfono no suena. Y no lo hará. Un cura pasa por mi lado y termina de estropearlo todo. No es mi día. ¿Cuándo lo fue? Mis únicos días estimulantes —los que valen la pena de ser recordados— están ahí: agazapados entre mis libros y los borradores de mis ficciones. Leer y escribir: la única manera de escapar... de ser como el pez en el agua.
Copyright © | Orlando Mazeyra Guillén, 2011 |
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Fecha de publicación | Mayo 2012 |
Colección | Interiores |
Permalink | https://badosa.com/n374 |
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