«Loca es mi vida», pensé al mirar, por la escueta ventana de la habitación, cómo los perros se apareaban entre ellos. Quiero decir, un macho montando a otro de su mismo género. Sin asco. Sin la menor reserva.
A falta de hembras, algunos hombres —¿dije hombres?— asumen ese pasivo papel lleno de sorpresas, apremios y sinsabores.
La sórdida imagen de la cópula canina, de pronto se interpuso entre mí y la cruda cotidianidad, haciéndome evocar remotas instancias de mi vida pasada.
Yo había estado en la cárcel durante casi una década y, no lo puedo negar, pues alguna vez creí sucumbir ante esas tentaciones que genera la carencia absoluta de placer físico.
Mi humanidad —asumo que psíquicamente sana— entiende que desde el día en que uno aprende a tocarse, la sequía sexual suele ser una mala compañera que solivianta sinsentidos atroces.
Lo sé por cuenta propia, a mí nadie me tuvo que contar nada.
—Yo estoy limpiecito —me había anunciado el Bagre, un feísimo convicto algo amanerado y con cintura femenil—. Así que conmigo no te hagas problemas.
—No le entiendo —alegué con cara de pocos amigos. En la cárcel abracé la costumbre de jamás tutear a aquellos que considero intelectualmente inferiores.
—En tiempo de guerra —me dijo palmoteándose el trasero—, cualquier hueco es trinchera.
—De acuerdo —le dije contrariado por aquella frase que yo ya había escuchado pero que, en boca del Bagre, se volvía sombría y repelente: «en tiempo de guerra cualquier hueco es trinchera», repetí para mis adentros y sentí la erección de mi verga.
Un extraño rubor se hizo de mí cuando el Bagre descubrió que me había excitado sin razón aparente.
—¿Te puedo ayudar con eso? —me dijo Maura. Una esbelta canelita de Imata que mi madre había contratado como empleada del hogar. Tenía apenas trece años, dos menos que yo, pero era muy ávida de todo la muy condenada.
—¿Con qué cosa, Maura? —repuse invadido por un fuego inédito.
—A eso, pues, joven Carlos —me dijo señalando mi bragueta—. Se nota que lo tiene usted bien paradito a su soldadito.
—¿Soldadito? —le pregunté con un rapto de intriga.
—Pajarito entonces.
Me abrió la bragueta despacio, con una parsimonia que, por momentos, me ponía en vilo:
—¿Quieres que juegue con él? —me preguntó el Bagre.
—Haz lo que te dé la gana —le dije a Maura con toda intención.
Cerré los ojos y sentí unas tibias manos masajeando mi falo, estirándolo, sopesando, alternativamente, cada testículo de mi escroto.
—Chúpamela de una vez —rogué anhelante.
—¿Cuántas hembritas te han hecho esto? —me preguntó el Bagre con una mirada insidiosa.
—Ninguna —le confesé a Maura.
—No le creo, joven, me va a decir que nunca ha tenido chicas. Más mentiroso es.
—¿Tú con cuántos has estado, pues?
—Con todos, zamarro —alegó él—. Desde mi viejo hasta el alcaide. Mi papá me violó de chibolo y con el alcaide me encamo de vez en cuando para que me regale cigarrillos, marihuana y pastillas para la ansiedad… Pero tú me das miedo, eres distinto.
—¿Por qué distinto?
—Distinto, pues, joven —hablaba hasta por las orejas Maura—. De otra clase. En mi pueblo, en cambio, todos somos iguales. Ahí conocí varios chicos: al Marcos, al Aldito, al Pepe Lucho. Varios que me tomaron en las chacras y hasta me hicieron abortar. Pero usted es distinto: es mi patrón.
—El patrón es mi papá.
—¿Tu papá? —preguntó intrigado el Bagre.
—Sí —lo admití—. La primera vez que se me paró fue cuando vi cómo mi viejo se levantaba a la empleada. Ella se llamaba Maura y era bien sabida. Me la corrí espiándolos a escondidas. Lo que más me calentaba eran los jadeos de la mocosa.
—¿Qué es «jadeos»? —preguntó la chola.
—No te hagas —la amonesté—. Esos ruiditos que hiciste cuando mi papá te la metía.
—Te gusta ver lo que hacen los otros, ¿no? —me escrudiñaba el Bagre.
—Sí, es lo que más me gusta. Mirar a los otros y tocarme. Nadie me toca como yo solito he aprendido a hacerlo.
Y, ahora, mientras esos dos perros callejeros se ayuntan me acuerdo del Bagre y de Maurita. Les otorgo roles en esta puesta en escena. Pero, por su propio temperamento sexual, no encajan.
«Loca es mi vida», me repito y no comprendo cómo he podido llegar a frisar los sesenta sin haber consumado cópula alguna. Sólo he aprendido a mirar. Los demás que ejecuten. Yo, sumido en la mentira, me entiendo solo.
Los perros siguen en lo suyo y yo en lo mío. Me toco.
Copyright © | Orlando Mazeyra Guillén, 2011 |
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Fecha de publicación | Diciembre 2011 |
Colección | Interiores |
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