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Un amor bajo el río Sena

Ricardo Mena Cuevas
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaGare du Nord, París

Esa pareja que atosiga de manera condescendiente a esa joven y morena vendedora de amapolas frente a la puerta de la Gare du Nord es mi mujer Annabel y su amante Robert recién llegados a París. Entre ellos existe lo que uno calificaría poéticamente à la Proust, como una búsqueda mórbida del tiempo perdido, cuyo causante, como me ayuda a recordar en los momentos críticos Annabel, soy sólo yo, su tiránico marido. Uno de esos momentos críticos ocurrió hace una semana en Luxemburgo, cuando el indeseable Robert, que tuvo la osadía de llamarla por su diminutivo Annie, le rogó, en un aparente ataque de nervios, que fuera inmediatamente a su habitación con la burda excusa de que en el hotel se habían equivocado con el color de las toallas de su cuarto de baño, ya que (decía gritando como una bacante) aquellas toallas vulgares eran del insulso blanco de la cal, mientras que él deseaba, como acababa de pedir en recepción sólo unas horas antes, que las toallas de su habitación fueran del color turquesa violáceo, color que le recordaba a su madre cantándole una nana durante sus primeros años de infancia en Nápoles allá por el año 1975, según sus propias y ebrias palabras producto del alcohol que ingería como medicina durante nuestras tórridas noches a tres bandas. Como digo, en aquella ocasión que ahora recuerdo con una sonrisa en la boca (tal es el poder calmante del tiempo), me quejé celosamente ante ella al percibir lo que eran sus flagrantes palpitaciones de deseo por reunirse con su amante, ante lo cual ella reaccionó, primero con un gesto de incredulidad estoica (un leve movimiento de sus desnudos hombros), para pasar, en un in crescendo cromático que siempre me desarmaba, al clímax de la psicoanalista que siempre quiso ser: «¡Estás enfermo, Luis!», me dijo afectando una vejación que le provocó un brote de lágrimas parecido al que deja una vela derretida en una iglesia nocturna y silenciosa, «¡con todo lo que Robert está haciendo por nosotros!» Sí, querido lector, al final fue a consolar a Robert a su habitación.

Me sentía muy desdichado entonces, pues a la pérdida de inspiración en mi trabajo como crítico de teatro y dramaturgo, se unía aquella punzada de humillación que notaba en mi interior cada vez que ellos pasaban las tardes jugando al tenis, la brisa meciendo sus cuerpos tostados y dorados, mientras que yo me tumbaba con un libro de Ruskin y un Martini seco, en una tumbona de madera que crujía cada vez que yo daba un respingo al escuchar el graznido de colegiala de mi mujer. En aquellas ocasiones en que Robert y mi Annabel se reían como niños por algún punto rocambolesco que acababa con Romeo o Julieta tirados en la tierra batida, yo cerraba los ojos y visualizaba aquella metafórica imagen en donde una hiena succionaba el fémur de un elefante ya moribundo, al cual habían hostigado hasta colocarlo contra el filo de un precipicio; sin duda el elefante soy yo, dada mi corpulencia, mi lentitud de reflejos para darme cuenta de lo que ocurre a mi alrededor, y mi asombrosa memoria; por su parte, sospeché que la hiena que visualizaba mi imaginación poética era el afeminado Robert, dado el registro soprano con que reía cada vez que mi mujer le pellizcaba ese michelín que sobresalía por su costado como el flotador desinflado de una niña pequeña, o como en aquellas ocasiones en que subía a la red para volear una bola fácil, que, sin embargo, acababa muriendo abrazada por las arácnidas telarañas de una red implacable, soltando entonces su desesperado grito de guerra: «¡Por las Vírgenes de Giotto!» El hecho es que la tercera noche que pasábamos en París los emborraché, aunque aquella vez lo hicimos disfrutando en un exótico bar español que ofrecía el inusitado espectáculo del cante y el baile flamencos. El resto de mi plan fue rápido y fácil: los tiré a los dos al río, y mientras se ahogaban, noté cómo se me saltaban unas lágrimas tersas y frescas, mezcla de gozo y hastío por una vida fracasada. Aún puedo escucharles borrachos, y ver el agua purificando sus cuerpos hinchados y violáceos.

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Copyright ©Ricardo Mena Cuevas, 2007
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Fecha de publicaciónEnero 2008
Colección RSSInteriores
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