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Atardecer en el Paraná de las Palmas

Esteban Lijalad
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaRío Paraná de las Palmas

No sé si us­te­des lo re­cor­da­rán, pero yo se lo puedo ase­gu­rar: no había en el mundo un frío como el del río Tigre de ma­dru­ga­da. Un frío hú­me­do que subía con la ne­bli­na desde las aguas os­cu­ras, lle­nan­do el aire con olor ran­cio de acei­tes y ma­de­ros vie­jos.

En aque­lla época, había que estar algo to­ca­do para tomar el tren en Re­ti­ro, a las cinco de la ma­ña­na y lle­gar a la sede del club a las seis y pico. Ahí es­ta­ban los otros, los más tem­pra­ne­ros, car­gan­do al re­cién lle­ga­do. Pero frío, hu­me­dad, mos­qui­tos en pleno in­vierno, car­ga­das fuer­tes, todo, todo se jus­ti­fi­ca­ba: uno era del equi­po de re­me­ros de alta com­pe­ti­ción del club. En mi caso, del Club Ha­coaj. Y había que en­tre­nar tem­prano.

Yo había em­pe­za­do, como todos, con los botes de paseo, co­mu­nes, y las ca­noas. Em­pren­día­mos lar­gas ex­cur­sio­nes, Re­con­quis­ta arri­ba: zona pe­la­da, hun­di­da casi, gal­po­nes, vie­jas fá­bri­cas, mi­se­ria. Nos so­lían tirar pie­dras las ba­rri­tas de chi­cos de las ori­llas. Es­ca­pá­ba­mos a todo remo mien­tras la gue­rra de malas pa­la­bras re­em­pla­za­ba la de cas­co­tes, por suer­te. Tam­bién nos me­tía­mos por la bi­fur­ca­ción del Re­con­quis­ta, rumbo al Luján, por el es­tre­cho hi­li­to de agua que cul­mi­na­ba a la vista del viejo Tigre Hotel. Pocas veces nos aven­tu­rá­ba­mos a cru­zar el Luján, pero cuan­do lo ha­cía­mos, lle­gá­ba­mos a un mundo má­gi­co: selva, ríos, si­len­cio.

Des­pués, al­guien me pro­pu­so pro­bar suer­te y en­trar en el equi­po de re­me­ros. Me acep­ta­ron. Re­cuer­do la man­tea­da ini­cial, los ritos para ini­cia­dos, la ob­se­si­va ma­ne­ra de mirar al cielo, el día an­te­rior de un en­tre­na­mien­to, bus­can­do sig­nos de tor­men­ta. Y no pen­sar en otra cosa que en el remo, en las ba­teas que nos es­pe­ra­ban, su­ti­les, como lan­zas ma­ra­vi­llo­sas que ape­nas aca­ri­cia­ban el agua. Remar en esos botes era algo pa­re­ci­do a la glo­ria.

El ré­gi­men de en­tre­na­mien­to era duro. De­ma­sia­do. Pero uno, así, se sen­tía como parte de un co­man­do de elite, un nú­cleo de van­guar­dia, un grupo de ele­gi­dos.

Duré poco ahí. Me avergüenza con­tar­lo. Pero pa­sa­ron casi trein­ta y cinco años y lo bueno del tiem­po es que las vie­jas cosas se co­lo­rean, se sua­vi­zan, se re­crean.

Yo tenía un amigo, rico él, y con los años, re­la­ti­va­men­te fa­mo­so. El pobre hom­bre —su papá, en reali­dad— tenía una lan­cha motor fue­ra­bor­da (un Mer­cury 90Hp, creo), de esas que veía pasar or­gu­llo­sas y sin mi­rar­me cuan­do an­dá­ba­mos por el Luján. Siem­pre las había odia­do. Ade­más, Danny, mi amigo —su papá en reali­dad— tenía un cru­ce­ro, pe­que­ño, pero do­ta­do para lle­gar hasta Punta de Este.

Un día de di­ciem­bre, me in­vi­tó a pa­sear en lan­cha. To­da­vía lo re­cuer­do con todo de­ta­lle. Guar­de­ría. Río Re­con­quis­ta, la lan­cha an­dan­do ape­nas, lenta, para no hacer olas. Y de pron­to, se abre el ho­ri­zon­te al lle­gar al Luján y como un sueño o una pe­sa­di­lla, rugió el motor, la proa se alzó y esa cosa se puso a na­ve­gar como un avión. Nunca supe si las lá­gri­mas que me sa­lie­ron fue­ron una res­pues­ta al vien­to pe­gán­do­me en la cara, o la emo­ción de vivir por pri­me­ra vez el vér­ti­go sobre el río.

Fui­mos al San An­to­nio, vimos cerca la in­men­sa sa­li­da al Río de La Plata, re­co­rri­mos todo el delta, en pocos mi­nu­tos, hasta que al fin lle­ga­mos al Pa­ra­ná de la Pal­mas.

Atar­de­cía. Miré esa ner­va­du­ra del país, el Pa­ra­ná, tra­yen­do las aguas re­mo­tas del Bra­sil y el Pa­ra­guay, de las Mi­sio­nes, a esa hora de calma, con el cielo y el agua com­pi­tien­do para atraer la mi­ra­da... con el co­ra­zón la­tien­do fuer­te, y con la sos­pe­cha de que el mundo co­men­za­ba ahí mismo, en el ancho río.

Nunca me re­pu­se. Hasta ese día yo era un miem­bro de la elite de re­me­ros, or­gu­llo­so de mi Club, listo para com­pe­tir. Pero la ex­pe­rien­cia fue letal para ese des­tino. A par­tir de ese mo­men­to supe que no po­dría vol­ver al remo, que mi alma y mi cuer­po me pe­dían ve­lo­ci­dad para poder de­vo­rar el Delta en una sola tarde. Una lan­cha, una her­mo­sa, rá­pi­da y or­gu­llo­sa lan­cha para mi sueño.

Pa­sa­ron sólo trein­ta y cinco años.

Mi amigo dejó de serlo. Lo tentó la po­lí­ti­ca. No sé si aún se acuer­da del Delta. Por la du­re­za de su ex­pre­sión —lo veo a veces en fotos del dia­rio, o en algún pro­gra­ma po­lí­ti­co de la tele— creo que nunca vol­vió a mirar un atar­de­cer en el Pa­ra­ná de las Pal­mas. Con­su­mió sus años en em­pre­sas, ac­cio­nes, ban­cos, pues­tos po­lí­ti­cos, em­ba­ja­das. No vol­vió, estoy se­gu­ro, a ba­ñar­se des­nu­do en el San An­to­nio, al­gu­na tarde de di­ciem­bre.

Yo, por mi parte, jamás pude re­to­mar el río. Me ab­sor­bie­ron los es­tu­dios, luego el tra­ba­jo, la ca­rre­ra, y la reali­dad del país. Mi sueño de lan­cha pro­pia se pos­ter­gó año por año. Me fui ol­vi­dan­do. Me até a la tie­rra firme.

Yo tam­po­co volví a mirar un atar­de­cer en el Pa­ra­ná de las Pal­mas.

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Copyright ©Esteban Lijalad, 2004
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Fecha de publicaciónJunio 2005
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