Navegando por la net, como es mi costumbre desde hace unos meses, me encontré con este curioso documento que paso a reproducir.
«Tengo un descubrimiento, una alegría que comunicar.
»Como se sabe, la vida se nos va, cada día. Nos despide en cada mirada fugaz, irrepetible, en ese trozo de conversación que escuchamos en el bar, y que nunca volverá.
»Dirán que estoy deprimido, que estos pensamientos sólo los tienen los suicidas o los locos. Pero la verdad es que me he pasado los últimos treinta años de mi vida despidiéndome de ella, como todo el mundo.
»Me despido, cada mañana, del trocito, circular y verdoso, de pasta dentífrica que uso. Me da nostalgia saber que ese trozo, justamente ése, nunca podrá saber cómo me irá durante el día que comienza.
»Ni que hablar de la lechuga del mediodía o del café de la tarde. Se me hace un nudo en la garganta recordar, también, el diario de ayer, yaciendo al lado de la bolsa de basura.
»Harto de nostalgia, hace pocos meses decidí guardar todo.
»Así, con una herencia oportuna (de un monto bastante considerable) compré un enorme depósito por Nueva Pompeya.
»Lo primero que acomodé fueron los infinitos papeles que juntaba en los cajones de mi escritorio (cartas, facturas de luz, pruebas escritas del secundario, pañuelos de papel, diarios de 1967 a 1985).
»Más dificultoso fue poner en práctica el proyecto de guardar todo. Quiero decir, todo lo que pasa por mis manos. Libros, boletos, billetes, escarbadientes, bifes, tornillos.
»Al principio me organicé de tal forma que todas las compras fueran de dos unidades, de cualquier cosa. Deme dos diarios, deme dos caramelos, deme dos paquetes de Jockey.
»Uno, pobre, el que desaparecería, era consumido normalmente. El otro, su doble, tenía destino de eternidad: lo almacenaba en mi depósito de Pompeya, al cual concurría con mi botín al fin del día.
»El problema, claro está, eran las comidas fuera de casa. Al principio el pretexto era que tenía alguien enfermo en casa y entonces marchaban dos espaguetis a la boloñesa, uno para llevar.
»Como el procedimiento era engorroso y poco creíble, decidí no comer más fuera de casa. Rechacé invitaciones y produje absurdas combinaciones de horarios con tal de poder comer en casa. Siempre.
»Otro tema eran las compras. Los almaceneros, carniceros y diarieros del barrio no terminaban de acostumbrarse a mi sistema. La sonrisas y comentarios en voz baja me fueron alejando cada vez más, en busca de nuevas caras. Vivo en Palermo. La última compra de cigarrillos la hice en Flores, a la altura de Rivadavia al 8.000.
»El supermercado es ideal. Allí nadie se sorprende de mi empeñosa manera de comprar todo doble.
»En mi depósito, clasifico el material por día, semana, mes y año. En las heladeras industriales que compré en remates, acumulo lomos, tomates y huevos. Trato, en general de evitar alimentos frescos, así que opté por dietas macrobióticas, plenas de granos y pastas imperecederas.
»Veo, lógico, dos veces cada película. La videocasetera actúa diligentemente en mi ayuda, permitiéndome ver cada programa dos veces. Mi videocámara me acompaña casi siempre, por lo que, al fin del día, repaso todo lo que viví. Lo mismo, el grabador portátil que siempre me llevo en el bolsillo.
»Vivo intensamente. Y revivo todo. Y eso lleva tiempo. Así que he introducido el insomnio como vocación, más que como condena.
»Rememoro —que no recuerdo— casi todo. Cuando no ubico qué comí el 23 de agosto de 1994, tomo un taxi hasta el depósito, recorro las estanterías y compruebo con exactitud aquella cena. También recupero lo que leí mientras cenaba y qué programa de televisión disfruté en la sobremesa.
»Un problema mayúsculo es la gente. Como se comprenderá me resulta difícil duplicar personas. Opté por minimizar mi contacto con ellas. También, naturalmente, amigos y conocidos comenzaron a alejarse, seguramente debido a mi insistencia en fotografiarlos o filmarlos, pensando en que era presa de algún mal incurable.
»Despedí a mi mucama y realizo casi todas mis operaciones bancarias a través de cajeros automáticos. Salgo cada vez menos, a excepción de mis travesías en busca de cigarrillos o mis visitas al súper.
»La tecnología de fin de siglo me ayuda, debo reconocerlo. No es necesario ir a los multitudinarios cines de antaño. Ahora con el cable o el videoclub, paso mis horas de espectador sin tener que compartirlas con nadie.
»El teléfono, fijo y celular, la computadora, el fax, el cable, el correo electrónico, los videojuegos, las redes informáticas, el módem, el escáner, la radio y la televisión me permiten interactuar con el mundo de manera casi perfecta sin necesidad de tocar a nadie. En ese mundo de copy and paste, de record and play mi vocación por la duplicidad se expande al infinito. Sin ningún costo obtengo una copia de la realidad, exactamente igual a la realidad. El mapa sí es el territorio. La vida puede retenerse, guardarse, copiarse, archivarse y recuperarse eternamente.
»Ése es mi descubrimiento, mi alegría que, reconozco, no es plena porque no puedo conversarla con nadie, a riesgo de que el hechizo se rompa. Sólo me queda distribuir el presente documento por la net, a la espera de respuestas a la dirección de email artgonza49@hotmail.com.
»Gracias.»
Pip.
Copyright © | Esteban Lijalad, 1995 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Octubre 2000 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n103 |
Siento que la angustia por la fugacidad de la vida está muy clara en este cuento. Escribirlo, publicarlo y compartirlo es una manera de bajar esa angustia. Muy bueno, me gustó mucho. Espero que haya otras publicaciones de este autor.
Me pareció excelente. Es un cuento borgiano de la era Internet.
Excelente la concisión, la espiral que encandila hacia un final imprevisto pero lógico dentro de la falta de cordura.
Es una paradoja del avance tecnológico. La excusa es el paso del tiempo, que transcurre lo mismo pero él lo estratifica en el delirio de reterlo. El contacto humano es la fuente de la vida, negarlo es alienante. Muy bien expuesto.
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