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Una cruzada psicológica

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUno de los más lujosos hoteles de Mar del Plata

Para co­no­cer fa­ce­tas ig­no­ra­das del hom­bre, un buen sis­te­ma con­sis­te en co­lo­car al exa­mi­nan­do fren­te a si­tua­cio­nes iné­di­tas y ob­ser­var sus reac­cio­nes. Quie­ro decir: si yo llamo por te­lé­fono y del otro lado de la línea me llega una voz que dice «Hola», esta ex­pe­rien­cia ca­re­ce de todo valor cien­tí­fi­co e in­for­ma­ti­vo, pues el su­je­to no ha hecho más que reac­cio­nar de una ma­ne­ra ru­ti­na­ria ante una si­tua­ción igual­men­te ru­ti­na­ria. De modo que no me sirve para ave­ri­guar as­pec­tos ocul­tos de su per­so­na­li­dad.

¿Cómo saber, por ejem­plo, si tal co­mer­cian­te —todo ama­bi­li­dad y son­ri­sas en el mo­men­to de mis com­pras— no sería capaz de es­tran­gu­lar­me por una cues­tión de mo­ne­di­tas? Lo mejor será, en­ton­ces, pro­vo­car las reac­cio­nes im­pre­vi­si­bles del hom­bre: éstas nos pue­den en­se­ñar mu­chas cosas.

Yo pro­pon­go unos pocos ejem­plos.

1. Pago el exi­guo im­por­te de medio kilo de pan con el bi­lle­te de mayor valor que haya en cir­cu­la­ción, y me niego de plano a re­ci­bir el vuel­to. Ob­ser­vo con aten­ción la co­di­cia del pa­na­de­ro, dis­pues­to a sacar ven­ta­ja de mi pre­sun­ta de­men­cia. Me re­ti­ro. Cinco mi­nu­tos des­pués vuel­vo a pre­sen­tar­me en el co­mer­cio, ahora acom­pa­ña­do por un agen­te de po­li­cía, y acuso al pa­na­de­ro de no haber que­ri­do en­tre­gar­me el vuel­to. Es­tu­dio su ira ante mi mala fe: su de­silu­sión ante el hurto frus­tra­do. Te­me­ro­so, per­ple­jo, bal­bu­cea in­com­pren­si­bles ex­cu­sas ante la mi­ra­da sus­pi­caz del po­li­cía, quien, desde luego, des­cree que al­guien se nie­gue a re­ci­bir tan cuan­tio­so vuel­to. Me en­tre­ga hu­mil­de­men­te el di­ne­ro fal­tan­te y yo de­cla­ro con mag­na­ni­mi­dad que pre­fie­ro dar por con­clui­do el des­agra­da­ble epi­so­dio. El agen­te, un poco de­frau­da­do, dice «Como usted guste». Con­tem­plo con frui­ción el in­men­so ali­vio que gana el ros­tro del pa­na­de­ro...*

2. In­vi­to a cenar en casa a un amigo mío. Cuan­do se pre­sen­ta, le im­pi­do la en­tra­da, con la acu­sa­ción de ha­ber­me qui­ta­do —doce o ca­tor­ce años atrás— una novia de la que yo, por su­pues­to, es­ta­ba per­di­da­men­te enamo­ra­do. Ob­ser­vo su asom­bro (sólo hace unos pocos meses que nos co­no­ce­mos), sus dudas (¿acaso yo no sería aquel que...?), su es­car­nio, su có­le­ra...

3. Subo al co­lec­ti­vo, digo «A tal parte». Cuan­do el cho­fer —que sólo tiene ojos para el trán­si­to— abre la mano para re­ci­bir el di­ne­ro, de­po­si­to entre sus dedos una torre de aje­drez y un ra­mi­to de pe­re­jil. La pre­gun­ta es: ¿cómo in­ter­pre­ta­rá el co­lec­ti­ve­ro —per­so­na de ner­vios ha­bi­tual­men­te ines­ta­bles— esta enig­má­ti­ca ofren­da?

4. Viajo a Mar del Plata, me hospe­do en uno de los más lu­jo­sos ho­te­les. Ape­nas me dejan solo, saco la cama al pa­si­llo y duer­mo allí una sies­ta re­pa­ra­do­ra, es­pe­cial­men­te me­re­ci­da des­pués de tan can­sa­dor viaje.

5. Entro, gan­zúa me­dian­te, en una casa cual­quie­ra, cuan­do sus due­ños se ha­llan au­sen­tes. Los es­pe­ro: plá­ci­da­men­te sen­ta­do, fu­man­do, be­bien­do whisky, mi­ran­do te­le­vi­sión. Lle­gan los su­je­tos y en­ton­ces los in­cre­po con du­re­za, los ame­na­zo con el puño, les digo «Se­ño­res, ¿cómo han osado us­te­des en­trar en mi casa?», des­atien­do sus ex­pli­ca­cio­nes, o las atien­do (es lo mismo), les exijo me mues­tren el tí­tu­lo de pro­pie­dad de la casa, no les per­mi­to abrir el cajón donde ri­dí­cu­la­men­te afir­man que el tí­tu­lo se en­cuen­tra, ya que tal cajón es parte inalie­na­ble de tal mue­ble, que, a su vez, es parte inalie­na­ble de mi casa y, en con­se­cuen­cia, mal po­dría con­te­ner el tí­tu­lo de pro­pie­dad de una casa de per­so­nas des­co­no­ci­das, sos­pe­cho­sas y acaso de­lin­cuen­tes y miem­bros cons­pi­cuos del hampa, et­cé­te­ra, et­cé­te­ra.

6. Co­noz­co a una mu­cha­cha re­mil­ga­da, más bien tonta y su­pon­ga­mos que bas­tan­te bo­ni­ta. La in­vi­to a salir, le de­cla­ro mi amor, me con­vier­to en su novio y llega la fecha de nues­tro com­pro­mi­so, cuya fies­ta tiene lugar en su casa. Hay un brin­dis. Hay otro brin­dis. So­bre­vie­ne, por fin, el es­pe­ra­do mo­men­to en que el novio —mu­cha­cho mo­do­si­to, si lo hay— ofre­ce­rá a su pro­me­ti­da el her­mo­so re­ga­lo sor­pre­sa de que tanto se ha ve­ni­do ha­blan­do. Con una son­ri­sa de amor y de fe­li­ci­dad le en­tre­go un pa­que­te de di­men­sio­nes con­si­de­ra­bles. La novia tan­tea su peso, que le pa­re­ce gran­de. La cu­rio­si­dad más viva se apo­de­ra de los pre­sen­tes. Todos hacen ronda y las mu­je­res se apre­tu­jan en torno de la novia di­cho­sa. Vuela el ele­gan­te papel de en­vol­ver, vuela el moño con que está ador­na­do. Surge ahora una fina caja fo­rra­da en ga­mu­za negra. «¡Una joya va­lio­sa!», pien­sa mi novia, y ese des­te­llo de co­di­cia que ad­vier­to en sus ojos me jus­ti­fi­ca por an­ti­ci­pa­do. Sus dedos se pre­ci­pi­tan a ac­cio­nar el cie­rre au­to­má­ti­co. La tapa se alza con un brus­co pero afel­pa­do so­ni­do, y, entre los ebúr­neos bra­zos de mi novia, se des­li­za si­nuo­sa­men­te, en busca de su li­ber­tad, una bella, mul­ti­co­lor, ale­gre, ve­ne­no­sí­si­ma ví­bo­ra de coral.

7. Es­pe­ro que el ge­ren­te de la em­pre­sa donde tra­ba­jo se halle en su al­fom­bra­do e im­pre­sio­nan­te des­pa­cho con­ver­san­do con un nuevo clien­te, quien está a punto de con­cer­tar una com­pra por ci­fras si­de­ra­les. Gol­peo tí­mi­da­men­te con los nu­di­llos en la puer­ta; oigo «Ade­lan­te»; entro con paso dis­cre­to y pu­do­ro­so; digo, con una son­ri­si­ta re­ca­ta­da, «Per­mi­so, señor»; me di­ri­jo al im­po­nen­te ar­ma­rio, lo abro y orino to­rren­cial­men­te sobre car­pe­tas, li­bros, úti­les, con­tra­tos, do­cu­men­tos y pa­pe­les que se juz­gan im­por­tan­tes o no.

Claro que hay tam­bién al­gu­nas va­rian­tes más sen­ci­llas, que lego a quie­nes aún ca­rez­can de la su­fi­cien­te prác­ti­ca y quie­ran ini­ciar­se en esta cru­za­da psi­co­ló­gi­ca. He aquí unas cuan­tas:

De­cir­les pi­ro­pos apa­sio­na­dos y aun eró­ti­cos a miem­bros del Ejér­ci­to de Sal­va­ción, sin dis­tin­ción de edad ni de sexo. Ocu­par la ba­lan­za de la far­ma­cia y que­dar­se todo el día allí, sin con­sen­tir que nadie se pese. Com­prar dos­cien­tos gra­mos de sa­la­me, cor­ta­do bien pero bien fi­ni­to; abrir el pa­que­te y, con las ro­da­jas her­mo­sa­men­te rojas, di­bu­jar un co­ra­zón y es­cri­bir TE AMO en el mos­tra­dor de la fiam­bre­ría. Via­jar, en el co­lec­ti­vo, sen­ta­do del lado del pa­si­llo; es­pe­rar que el ve­cino, o la ve­ci­na, que ne­ce­si­ta des­cen­der, diga «¿Me per­mi­te?»; con­tes­tar­le, ro­tun­da­men­te, «No», y, en efec­to, no per­mi­tir­le pasar.

La cru­za­da psi­co­ló­gi­ca causa cier­tos des­ve­los (como toda cru­za­da), exige duros sa­cri­fi­cios (como toda cru­za­da), im­pli­ca verse en­vuel­to en se­rias di­fi­cul­ta­des (como toda cru­za­da). Pero, ¿qué sig­ni­fi­can estos in­con­ve­nien­tes, com­pa­ra­dos con la de­lei­to­sa ob­ser­va­ción de las reac­cio­nes que la cru­za­da psi­co­ló­gi­ca sus­ci­ta?

Esto, al menos, es lo que yo ima­gino, pues —lo con­fie­so— no soy más que un mero teo­ri­za­dor y es pro­ba­ble que nunca ponga en prác­ti­ca mis ideas. Pero us­te­des pue­den —y deben— ha­cer­lo.

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Copyright ©Fernando Sorrentino, 1982
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Fecha de publicaciónMayo 2000
Colección RSSComplicidades
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