En el escueto prólogo de esta obra, el profesor Franz Klamm nos informa que el doctor Ludwig Boitus viajó desde Gotinga hasta Huayllén-Naquén con el exclusivo propósito de estudiar in situ el poder de atracción asimilatoria de esas aves zancudas conocidas popularmente como calegüinas, nombre, por otra parte, casi unánimemente aceptado en la bibliografía especializada en español.
Esta obra viene a llenar un sensible vacío sobre el tema. Antes de las exhaustivas investigaciones —cuya exposición ocupa casi un tercio del volumen— del doctor Boitus, poco era lo que, a ciencia cierta, se sabía sobre las calegüinas. En efecto, salvo los fragmentarios y asistemáticos —y, a menudo, plagados de afirmaciones antojadizas o difícilmente comprobables— estudios de Bulovic, de Balbón, de Laurencena y otros, se carecía, hasta la fecha, de una fidedigna base científica que permitiera indagaciones más profundas.
En el presente trabajo, el doctor Boitus parte de la premisa —quizá discutible— de que el carácter predominante de las calegüinas lo constituye una personalidad poderosísima (entendiéndose personalidad en el sentido en que emplean el vocablo Fox y su escuela): hasta tal punto poderosa, que, por simple acción de presencia, las calegüinas provocan una asimilación bastante profunda de los demás seres vivientes a su propia condición.
Las calegüinas se encuentran exclusivamente en la laguna de Huayllén-Naquén. Su número es muy elevado y acaso supere el millón de ejemplares, pues su caza está prohibida y, por otra parte, su carne no es comestible y sus plumas carecen de valor industrial. Como es corriente en las zancudas, se alimentan de peces, batracios y larvas de mosquitos y otros insectos. Aunque de alas bien desarrolladas, rara vez vuelan y, aun en esos casos, sin exceder jamás los límites de la laguna. Son algo más grandes que las cigüeñas, pero, a diferencia de éstas, no tienen hábitos migratorios. El lomo y las alas son negros, tirando a azules; la cabeza, el pecho y el vientre, de un blanco amarillento; las patas, de un amarillo pálido. Su habitat, la laguna de Huayllén-Naquén, es de poca profundidad, pero muy extensa. Como —pese a las reiteradas solicitudes en ese sentido— aún no hay puentes que la crucen, los lugareños se ven obligados a hacer un gran rodeo para poder salvarla, lo cual ha provocado, además de las continuas quejas del único periódico local, que las comunicaciones entre una y otra margen de la laguna sean poco frecuentes. Es cierto que, en apariencia, podrían, con mayor rapidez y facilidad, atravesar la laguna mediante el simple empleo de zancos, y aun sin éstos, ya que, en su zona más profunda, el agua no supera el nivel de la cintura de un hombre de mediana estatura. Pero como —aunque sólo sea de un modo acaso intuitivo— los lugareños conocen el poder de atracción asimilatoria de las calegüinas, lo cierto es que prefieren no intentar el cruce y optan, como se ha dicho, por rodear la laguna, que, por otra parte, está circunvalada por un excelente camino asfaltado. Aquella circunstancia, sin embargo, no impide, y hasta puede ser que favorezca —y eso puede justificarse, en virtud de los pocos recursos de subsistencia ofrecidos por la región— que el alquiler de zancos a los turistas sea el negocio más lucrativo de Huayllén-Naquén. La falta de una competencia seria y la carencia de normas oficiales al respecto han hecho que la tarifa del alquiler de los zancos sea, por cierto, muy elevada, aunque, sin duda, esta exorbitancia es la única manera que tienen los comerciantes para resarcirse de su inevitable pérdida. Hay, sí, una ley provincial, cuyos alcances, bastante limitados, exigen que, en los comercios donde se alquilan zancos, haya, bien visible y con gruesos caracteres, un cartel con la advertencia de que su empleo podría provocar alteraciones psicosomáticas de cierta gravedad en los usuarios. Los turistas suelen, por regla general, descreer de tal advertencia y hasta se ríen de ella, si bien no puede asegurarse que todos realmente la lean, aun cuando es innegable que los comerciantes cumplen puntillosamente con la exigencia de exhibir el cartel en sitio bien evidente, y se sabe que las autoridades son inflexibles en este aspecto, no obstante ser las inspecciones muy poco frecuentes y, aun en esos casos, precedidas por un aviso, aunque éste suele llegar pocos minutos antes que el inspector, quien, sin embargo, cumple a conciencia su labor, si bien no se conocen casos de que haya sido sancionado algún comerciante. Ya en posesión de sus zancos, los turistas, solos, en parejas, o en alegres y gárrulos grupos de tres, cinco o diez personas, se internan en la laguna de Huayllén-Naquén, con el propósito de alcanzar la población de la orilla opuesta, donde pueden adquirir, a precios reducidísimos, exquisitos pescados en conserva, cuya venta constituye la principal fuente de vida de los habitantes de ese lado de la ribera. Durante los primeros doscientos o trescientos metros, los turistas avanzan jubilosos, ensayando continuas bromas y espantando con sus gritos y risas a las calegüinas, que, como todas las aves zancudas, son en extremo asustadizas. Pero, en la misma medida en que se internan más y más en la laguna, sus manifestaciones de alegría y exultación van haciéndose más tenues, al tiempo, también, que aumenta la densidad de calegüinas por metro cuadrado. Son ahora tantas y tantas, que sólo con gran dificultad pueden los turistas abrirse paso entre ellas. Por otra parte, parecería como si, amparadas en su gran número, hubieran perdido todo temor, aunque quizá la causa de su quietud debiera buscarse en la imposibilidad material de moverse. Sea por lo que fuere, lo cierto es que ya los gritos no son suficientes para hacer que se aparten, de modo que es menester recurrir a palos o manotazos y, aun en ese caso, es muy escasa la distancia que ceden las calegüinas. Ése es generalmente el momento en que los turistas callan: ya no hay bromas ni risas. Entonces —y sólo entonces— perciben un pesado murmullo que cubre la laguna toda y que proviene de millares de gargantas de millares de calegüinas. Ese murmullo no es demasiado diferente —en cuanto al timbre— del que suelen emitir las palomas, sólo que su intensidad es mucho mayor. De manera que penetra en los oídos y en el cerebro de los turistas tan profundamente, que llega casi a formar parte de ellos, hasta el punto de que, poco a poco, también los turistas comienzan a emitir el mismo sonido: al principio, de modo por cierto bastante imperfecto, pero luego ya es imposible distinguir entre la emisión de los humanos y la de las calegüinas. Casi simultáneamente, los turistas suelen advertir, con cierta íntima sensación de asfixia, que, hasta donde alcanza la mirada, todo son calegüinas: ya no pueden distinguir la tierra firme y ni siquiera el agua de la laguna. Delante y detrás, a derecha e izquierda, ven un reiterado y monótono desierto, en blanco y en negro, de alas, picos, patas y plumas. A veces, sobre todo cuando el grupo de turistas es numeroso, suele haber uno de ellos, más lúcido o menos afiebrado, que intuye la conveniencia de regresar, desistiendo del proyecto de adquirir a precios reducidos los exquisitos pescados en conserva que se venden en la orilla opuesta. La orilla opuesta: pero, ¿cuál es la orilla opuesta? ¿Cómo regresar, si ya han perdido toda noción sobre desde dónde vienen y hacia dónde van? ¿Cómo regresar, en efecto, si ya no hay puntos de referencia, si todo, en negro y en blanco, es un reiterado y monótono desierto de alas, picos, patas y plumas? Y ojos: dos millones de ojos que parpadean sin expresión alguna. No obstante la evidencia de que ya no es posible regresar, aquel turista más lúcido o menos afiebrado se dirige a sus compañeros, patéticamente les dice: «¡Amigos! ¡Volvámonos por donde vinimos!» Pero sus compañeros no entienden sus estridentes graznidos, tan distintos del apacible murmullo anterior. Y, pese a que también ellos contestan con graznidos, aún tienen conciencia de que todavía son hombres. Ahora el miedo los ha ganado, ya no pueden razonar con claridad y quieren hablar todos simultáneamente. El coro de graznidos es ininteligible, no logran entenderse y, aunque quieren, no pueden decirse unos a otros que todos son ya calegüinas. El resto de las calegüinas, las antiguas de la comunidad, que hasta entonces habían guardado el silencio indiferente del espectador que conoce la trama, rompen todas juntas, también ellas, a graznar agudamente, con todas sus fuerzas. Es un graznido general, una explosión de triunfo, de conquista, que, partiendo de ese estrecho primer círculo, se extiende rápida y tormentosamente a lo largo y a lo ancho de toda la laguna de Huayllén-Naquén, hasta rebasar sus límites e irrumpir en las más alejadas casas de la población. Los lugareños se tapan los oídos con los dedos y sonríen. Por suerte, la algarabía no dura más de cinco minutos, y sólo cuando cesa del todo, los comerciantes del lugar se ponen a fabricar tantos pares de nuevos zancos como turistas se internaron en la laguna.
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