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Ficción incluida en el libro Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (Ediciones Carena, Barcelona, 2005).

Para defenderse de los escorpiones

Fernando Sorrentino
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La gente se muestra sorprendida, temerosa y hasta indignada ante la considerable proliferación de escorpiones que se ha cernido sobre Buenos Aires, ciudad que hasta fecha bastante reciente desconocía tal género de arácnidos.

Personas sin imaginación recurren a un método demasiado tradicional para defenderse de los escorpiones: el empleo de venenos. Personas menos rutinarias llenan sus casas de culebras, ranas, sapos y lagartijas, con la esperanza de que devoren a los escorpiones. Unas y otras fracasan lamentablemente: los escorpiones se rehúsan con firmeza a ingerir venenos, y los reptiles y batracios, a ingerir escorpiones. Unas y otras, en su ineptitud y precipitación, sólo logran una cosa: exacerbar —más aún, si cabe— el odio que hacia la humanidad entera profesan los escorpiones.

Yo tengo otro método. He procurado, infructuosamente, difundirlo: como todo precursor, soy un incomprendido. Lo creo, sin vanidad, no sólo el mejor: también el único método posible para defenderse de los escorpiones.

Su principio básico consiste en rehuir la batalla frontal, en sostener breves escaramuzas azarosas, en no demostrarles a los escorpiones que estamos enemistados con ellos. (Ya sé que hay que andar con sumo cuidado, ya sé que el aguijonazo de un escorpión resulta fatal. Es cierto que, si yo me embutiera en una escafandra de buzo, estaría por completo a salvo de los escorpiones; no lo es menos que, en ese caso, los escorpiones sabrían, ahora con total certeza, que les temo. Porque yo les tengo muchísimo miedo a los escorpiones. Pero no hay que perder la sangre fría.)

Una elemental medida —eficaz y libre de tremendismo y de nefasta espectacularidad— consta de dos sencillos pasos. El primero es ceñirme las bocamangas con unos elásticos bien tensos: para que los escorpiones no puedan trepar por mis piernas. El segundo, fingir que soy en extremo friolento y calzar todo el tiempo un par de guantes de cuero: para que no me envenenen las manos. (Más de un espíritu destructivo ha señalado exclusivamente las desventajas que, en el verano, acarrea este método, sin tener en cuenta sus innegables méritos generales.) En cuanto a la cabeza, conviene que quede descubierta: es la mejor manera de presentar a los escorpiones una imagen valiente y optimista de nosotros mismos, y además los escorpiones no acostumbran, normalmente, arrojarse desde el cielo raso sobre el rostro humano, aunque a veces sí lo hacen. (Así, al menos, le ocurrió a mi difunta vecina, madre de cuatro encantadores chiquillos, ahora huérfanos. Para peor de males, estos hechos fortuitos engendran teorías erróneas, que sólo sirven para hacer más ardua y dificultosa la lucha contra los escorpiones. En efecto, el viudo, sin base científica adecuada, afirma que los seis escorpiones se sintieron atraídos por el color intensamente azul de los ojos de la occisa y aduce, como débil prueba de aserción tan temeraria, el hecho, del todo casual, de que los aguijonazos se repartieron, tres a tres, en cada una de las azules pupilas. Yo sostengo que ésta es una mera superstición, forjada por el medroso cerebro de este individuo pusilánime.)

Al igual que en la defensa, también en el ataque hay que jugar a ignorar la existencia de los escorpiones. Como quien no quiere la cosa, yo —así como me ven— logro matar diariamente entre ochenta y cien escorpiones.

Procedo de la siguiente manera, que, en bien de la supervivencia del género humano, espero sea imitada y, de ser posible, perfeccionada.

Con aire distraído, me siento en un banco de la cocina y me pongo a leer el diario. Cada tanto miro el reloj y mascullo, en voz lo suficientemente alta para ser oída por los escorpiones: «¡Caramba! ¡Este Pérez del diablo que no llama!» La informalidad de Pérez me irrita, y aprovecho para dar unas patadas de rabia en el suelo: así masacro no menos de diez escorpiones, de los incontables que cubren el piso. A intervalos irregulares repito mi expresión de impaciencia y, de este modo, voy matando una buena cantidad. No por ello descuido los también innumerables escorpiones que cubren por completo el cielo raso y las paredes (que son cinco temblorosos, palpitantes, movedizos mares de alquitrán): de vez en cuando, finjo un ataque de histeria y arrojo algún objeto contundente contra la pared, siempre maldiciendo a aquel Pérez del diablo que se demora en llamar. Lástima que he roto ya varios juegos de tazas y platos, y que vivo entre sartenes y cacerolas abolladas: pero es alto el precio que se debe pagar para defenderse de los escorpiones. Por fin, inevitablemente alguien llama por teléfono. «¡Es Pérez!», grito, y corro con precipitación hacia el aparato. Desde luego, es tanta mi prisa, es tanta mi ansiedad, que no advierto los millares y millares de escorpiones que alfombran blandamente el piso y que revientan bajo mis pies con un gelatinoso y áspero ruido de huevo cascado. A veces —pero sólo a veces: no conviene abusar de este recurso—, tropiezo y caigo largo a largo, con lo que aumento sensiblemente el área de mi impacto y, en consecuencia, el número de escorpiones muertos. Cuando vuelvo a ponerme de pie, me encuentro con toda la ropa condecorada con los pegajosos cadáveres de muchos escorpiones: despegarlos uno por uno es tarea delicada, pero que me hace saborear mi triunfo.

Ahora quiero permitirme una breve digresión para relatar una anécdota, de por sí ilustrativa, que me ocurrió hace unos días y en la cual, sin proponérmelo, cumplí un papel que me atrevo a calificar de heroico.

Era la hora de almorzar. Encontré, como siempre, la mesa cubierta de escorpiones; la vajilla, cubierta de escorpiones; la cocina, cubierta de escorpiones... Con paciencia, con resignación, con mirada ausente, fui haciéndolos caer al suelo. Como la lucha contra los escorpiones insume la mayor parte de mi tiempo, decidí prepararme una comida instantánea: cuatro huevos fritos. Estaba, pues, comiéndolos, mientras apartaba cada tanto a algún escorpión más osado que había subido a la mesa o que me caminaba por las rodillas, cuando, desde el cielo raso, un escorpión especialmente vigoroso o robusto cayó —o se arrojó— en mi plato.

Petrificado, solté los cubiertos. ¿Cómo debía interpretarse esa actitud? ¿Era una casualidad? ¿Una agresión personal? ¿Una prueba de fuego? Quedé perplejo unos instantes... ¿Qué pretendían de mí los escorpiones? Estoy muy avezado a la lucha contra ellos: en seguida lo intuí. Querían obligarme a modificar mi método de defensa, hacerme pasar decididamente al ataque. Pero yo estaba muy seguro de la eficacia de mi estrategia: no lograrían engañarme.

Vi, con cólera reprimida, cómo las patas gruesas y peludas del escorpión chapoteaban en el huevo, vi cómo su cuerpo se iba impregnando de amarillo, vi cómo la cola ponzoñosa se agitaba en el aire, al modo de un náufrago que pidiera auxilio... Objetivamente considerada, la agonía del escorpión constituía un bello espectáculo. Pero a mí me dio un poco de asco. Casi claudiqué: pensé en arrojar el contenido del plato al incinerador. Tengo fuerza de voluntad y supe contenerme a tiempo: si hubiera hecho tal cosa, habría ganado el aborrecimiento y la reprobación de los millares y millares de escorpiones que, con renovada suspicacia, me contemplaban desde el cielo raso, las paredes, el piso, la cocina, las lámparas... Ahora tendrían un pretexto para considerarse agredidos y, entonces, quién sabe qué podría ocurrir.

Me armé de valor, fingí no advertir el escorpión que aún se debatía en mi plato, lo comí distraídamente junto con el huevo y hasta pasé la corteza de un pan para no dejar ni una pizca de huevo y escorpión. No resultó tan repugnante como temía. Un poquito ácido tal vez, pero esta sensación puede deberse a que aún yo no tenía el paladar acostumbrado a la ingestión de escorpiones. Con el último bocado, sonreí, satisfecho. Después pensé que la quitina del escorpión, más dura de lo que yo hubiera deseado, podría caerme indigesta, y con delicadeza, para no ofender al resto de los escorpiones, bebí un vaso de sal de frutas.

Hay otras variantes dentro de este método, pero, eso sí, es necesario recordar que lo esencial es proceder como si se ignorara la presencia —más aún, la existencia— de los escorpiones. Con todo, ahora me asaltan algunas dudas. Me parece que los escorpiones han empezado a darse cuenta de que mis ataques no son involuntarios. Ayer, cuando dejé caer una olla de agua hirviente en el piso, advertí que, desde la puerta de la heladera, unos trescientos o cuatrocientos escorpiones me observaban con rencor, con desconfianza, con reproche.

Quizá, también mi método está destinado al fracaso. Pero, por ahora, no se me ocurre otro mejor para defenderme de los escorpiones.

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Copyright ©Fernando Sorrentino, 1982
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Fecha de publicaciónJunio 2000
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