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La lección

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEstación Florida, Buenos Aires

Des­pués de ter­mi­nar mis es­tu­dios se­cun­da­rios, con­se­guí em­pleo como ofi­ci­nis­ta en una com­pa­ñía de se­gu­ros de Bue­nos Aires. Era un tra­ba­jo en ex­tre­mo des­agra­da­ble y se desa­rro­lla­ba en un am­bien­te de per­so­nas atro­ces, pero, como yo tenía ape­nas die­ci­ocho años, no me im­por­ta­ba de­ma­sia­do.

El edi­fi­cio cons­ta­ba de diez pisos, que eran re­co­rri­dos por cua­tro as­cen­so­res. Tres de ellos es­ta­ban des­ti­na­dos al uso ge­ne­ral del per­so­nal, de las je­rar­quías que fue­ren. Pero el cuar­to as­cen­sor, al­fom­bra­do en rojo, con tres es­pe­jos y de­co­ra­do es­pe­cial­men­te, era para em­pleo ex­clu­si­vo del pre­si­den­te de la com­pa­ñía, de los miem­bros del di­rec­to­rio y del ge­ren­te ge­ne­ral. Esto sig­ni­fi­ca­ba que sólo ellos po­dían via­jar en el as­cen­sor rojo, pero no les ve­da­ba uti­li­zar los otros tres.

Yo nunca había visto al pre­si­den­te de la com­pa­ñía ni a los miem­bros del di­rec­to­rio. Pero, cada tanto, veía —siem­pre desde lejos— al ge­ren­te ge­ne­ral, con quien, sin em­bar­go, jamás había cam­bia­do una pa­la­bra. Era un hom­bre de unos cin­cuen­ta años, de as­pec­to «noble» y «se­ño­rial»; yo lo con­si­de­ra­ba como una mez­cla de an­ti­guo ca­ba­lle­ro ar­gen­tino y de ho­nes­tí­si­mo juez de algún tri­bu­nal su­pre­mo. El pelo en­tre­cano, el bi­go­te recto, la so­brie­dad de sus tra­jes y lo afa­ble de sus ma­ne­ras ha­bían hecho que yo —que, en reali­dad, abo­rre­cía a todos mis jefes in­me­dia­tos— sin­tie­ra, en cam­bio, cier­to grado de sim­pa­tía hacia don Fer­nan­do. Así lo lla­ma­ban: don más el nom­bre de pila y sin men­cio­nar el ape­lli­do, a medio ca­mino entre la apa­ren­te fa­mi­lia­ri­dad y la ve­ne­ra­ción de­bi­da a un señor feu­dal.

Las ofi­ci­nas de don Fer­nan­do y de su sé­qui­to ocu­pa­ban todo el quin­to piso del edi­fi­cio. Nues­tra sec­ción se ha­lla­ba en el ter­ce­ro, pero a mí, como el em­plea­do de menor im­por­tan­cia, so­lían man­dar­me de un piso a otro con re­ca­dos. En el dé­ci­mo piso sólo había em­plea­dos vie­jos y de mal humor, y mu­je­res feas y en­fu­rru­ña­das; allí fun­cio­na­ba una es­pe­cie de ar­chi­vo donde, cinco mi­nu­tos antes de re­ti­rar­me de la em­pre­sa, yo debía en­tre­gar in­de­fec­ti­ble­men­te unos le­ga­jos con los re­sú­me­nes de todas las ta­reas rea­li­za­das en el día.

Cier­to atar­de­cer, y ha­bien­do ya en­tre­ga­do esos pa­pe­les, yo es­pe­ra­ba el as­cen­sor en el dé­ci­mo piso para re­ti­rar­me. Por eso, ya no es­ta­ba en man­gas de ca­mi­sa: ves­tía el traje com­ple­to, me había pei­na­do, ajus­ta­do la cor­ba­ta y mi­ra­do en el es­pe­jo; tenía en la mano mi ma­le­tín de cuero.

De pron­to, apa­re­ció a mi lado el mis­mí­si­mo don Fer­nan­do, tam­bién él en ac­ti­tud de es­pe­rar el as­cen­sor.

Lo sa­lu­dé con sumo res­pe­to:

—Bue­nas tar­des, don Fer­nan­do.

Don Fer­nan­do fue más allá; me es­tre­chó la mano y me dijo:

—Mucho gusto en co­no­cer­lo, joven. Veo que ha ter­mi­na­do una fruc­tí­fe­ra jor­na­da de labor y ahora se re­ti­ra, en busca del me­re­ci­do des­can­so.

Aque­lla ac­ti­tud y estas fra­ses —donde me pa­re­ció per­ci­bir cier­to matiz iró­ni­co— me pu­sie­ron ner­vio­so. Sentí que me ru­bo­ri­za­ba.

En ese mo­men­to se de­tu­vo uno de los as­cen­so­res «po­pu­la­res» y la puer­ta se abrió au­to­má­ti­ca­men­te, mos­tran­do su in­te­rior de­sier­to. Yo, para im­pe­dir que la puer­ta se ce­rra­se, man­tu­ve opri­mi­do el botón, mien­tras le decía a don Fer­nan­do:

—Ade­lan­te, señor. Des­pués de usted.

—De nin­gu­na ma­ne­ra, joven —re­pu­so don Fer­nan­do, con una son­ri­sa—. Entre usted pri­me­ro.

—No, señor, por favor. No po­dría ha­cer­lo: des­pués de usted, por favor.

—Suba, joven —había al­gu­na im­pa­cien­cia en su voz—. Por favor.

Este «por favor» fue pro­nun­cia­do con tal pe­ren­to­rie­dad que debí to­mar­lo como una orden. Eje­cu­té una pe­que­ña re­ve­ren­cia y, en efec­to, entré en el as­cen­sor; de­trás de mí entró don Fer­nan­do.

Las puer­tas se ce­rra­ron.

—¿Va al quin­to piso, don Fer­nan­do?

—A la plan­ta baja. Voy a re­ti­rar­me de la em­pre­sa, igual que usted. Creo que tam­bién yo tengo de­re­cho al des­can­so, ¿no es cier­to?

No supe qué res­pon­der. La pre­sen­cia, tan cer­ca­na, de aquel mag­na­te me in­co­mo­da­ba en ex­tre­mo. Me dis­pu­se a so­por­tar con es­toi­cis­mo el si­len­cio que se­gui­ría por nueve pisos hasta la plan­ta baja. No me atre­vía a mirar a don Fer­nan­do, de ma­ne­ra que clavé los ojos en mis za­pa­tos.

—¿Usted en qué sec­ción tra­ba­ja, joven?

—En Di­rec­ción de Pro­duc­ción, señor —ahora aca­ba­ba de des­cu­brir que don Fer­nan­do era bas­tan­te más bajo que yo.

—Ajá —pasó ín­di­ce y pul­gar por el men­tón—, su ge­ren­te es el señor Biot­ti, si no me equi­vo­co.

—Sí, señor. Es el señor Biot­ti

Yo de­tes­ta­ba al señor Biot­ti, que me pa­re­cía una es­pe­cie de im­bé­cil pre­sun­tuo­so, pero no di esta in­for­ma­ción a don Fer­nan­do.

—Y, a usted, el señor Biot­ti ¿nunca le dijo que debe res­pe­tar las je­rar­quías in­ter­nas de la em­pre­sa?

—¿Có-có­mo, señor?

—¿Cuál es su nom­bre?

—Ro­ber­to Kris­ko­vich.

—Ah, un ape­lli­do po­la­co.

—Po­la­co, no, señor: es un ape­lli­do croa­ta.

Ya ha­bía­mos lle­ga­do a la plan­ta baja. Don Fer­nan­do —que es­ta­ba junto a la puer­ta— se hizo a un lado para de­jar­me bajar pri­me­ro:

—Por favor —or­de­nó.

—No, señor, por favor —re­pu­se, ner­vio­sí­si­mo—, des­pués de usted.

Don Fer­nan­do me clavó una mi­ra­da se­ve­ra:

—Joven, por favor, le ruego que baje.

Ame­dren­ta­do, obe­de­cí.

—Nunca es tarde para apren­der, joven —dijo, sa­lien­do el pri­me­ro a la calle—. Voy a in­vi­tar­lo a tomar un café.

Y, en efec­to, en­tra­mos —don Fer­nan­do pri­me­ro, yo des­pués— en la ca­fe­te­ría de la es­qui­na y yo me en­con­tré, mesa por medio, fren­te al ge­ren­te ge­ne­ral.

—¿Cuán­to hace que usted tra­ba­ja en la em­pre­sa?

—Em­pe­cé en di­ciem­bre del año pa­sa­do, señor.

—O sea que ni si­quie­ra hace un año que tra­ba­ja aquí.

—La se­ma­na que viene se van a cum­plir nueve meses, don Fer­nan­do.

—Pues bien: yo hace vein­ti­sie­te años que per­te­nez­co a la em­pre­sa —y me clavó otra mi­ra­da se­ve­ra.

Como su­pu­se que es­pe­ra­ba algo de mí, meneé la ca­be­za tra­tan­do de mos­trar cier­ta ad­mi­ra­ción con­te­ni­da.

Ex­tra­jo de un bol­si­llo una pe­que­ña cal­cu­la­do­ra:

—Vein­ti­sie­te años, mul­ti­pli­ca­dos por doce meses, hacen un total de tres­cien­tos vein­ti­cua­tro meses. Tres­cien­tos vein­ti­cua­tro meses di­vi­di­dos por nueve meses da trein­ta y seis. Quie­re decir que yo soy trein­ta y seis veces más an­ti­guo que usted en la em­pre­sa. Ade­más, usted es un em­plea­do raso y yo soy el ge­ren­te ge­ne­ral. Por úl­ti­mo, usted tiene die­ci­nue­ve o vein­te años años, y yo tengo cin­cuen­ta y dos. ¿No es así?

—Sí, sí, por su­pues­to.

—Ade­más, ¿usted está si­guien­do al­gu­na ca­rre­ra uni­ver­si­ta­ria?

—Sí, don Fer­nan­do: estoy es­tu­dian­do Le­tras, con orien­ta­ción en grie­go y latín.

Es­bo­zó un gesto como de sen­tir­se agra­via­do por estas pa­la­bras. Dijo:

—De todos modos, hay que ver si llega a ter­mi­nar la ca­rre­ra. En cam­bio, yo soy doc­tor en Cien­cias Eco­nó­mi­cas, gra­dua­do con notas al­tí­si­mas.

In­cli­né la ca­be­za y se­pa­ré un poco las manos.

—Y, sien­do esto así, ¿no le pa­re­ce que me­rez­co una con­si­de­ra­ción es­pe­cial?

—Sí, señor, sin duda.

—En­ton­ces, ¿cómo se atre­vió a en­trar en el as­cen­sor antes que yo…? Y, no con­for­me con se­me­jan­te osa­día, en la plan­ta baja salió antes que yo.

—Bueno, señor, no quise ser im­per­ti­nen­te ni pecar de to­zu­do. Como usted in­sis­tió tanto…

—Que yo in­sis­ta o no in­sis­ta es asun­to mío. Pero usted debió darse cuen­ta de que bajo nin­gu­na cir­cuns­tan­cia usted podía en­trar en el as­cen­sor antes que yo. Ni tam­po­co salir antes que yo. Y, mucho menos, con­tra­de­cir­me: ¿por qué me dijo que su ape­lli­do es croa­ta si yo le dije que era po­la­co?

—Es que es un ape­lli­do croa­ta: mis pa­dres na­cie­ron en Split, Yu­gos­la­via.

—No me in­tere­sa dónde na­cie­ron ni dónde de­ja­ron de nacer sus pa­dres. Si yo digo que su ape­lli­do es po­la­co, usted no puede ni debe con­tra­de­cir­me.

—Dis­cul­pe, señor. No lo haré nunca más.

—Muy bien. ¿De modo que sus dos pa­dres na­cie­ron en Split, Yu­gos­la­via?

—No, señor, no na­cie­ron allí.

—¿Y dónde na­cie­ron?

—En Cra­co­via, Po­lo­nia.

—¡Pero qué raro! —don Fer­nan­do abrió los bra­zos, en gesto de asom­bro—. ¿Cómo, sien­do po­la­cos sus pa­dres, usted tiene ape­lli­do croa­ta?

—Es que, de­bi­do a un con­flic­to fa­mi­liar y ju­di­cial, mis cua­tro abue­los emi­gra­ron de Yu­gos­la­via a Po­lo­nia; y en Po­lo­nia na­cie­ron mis pa­dres.

Una enor­me tris­te­za en­som­bre­ció el ros­tro de don Fer­nan­do:

—Yo soy un hom­bre mayor, y creo que no me­rez­co ser to­ma­do en solfa. Dí­ga­me, joven, ¿cómo se le ocu­rre fra­guar tan des­ca­ra­do em­bus­te? ¿Cómo se le ocu­rre que yo po­dría creer en esa fá­bu­la tan des­ca­be­lla­da? ¿No me dijo antes que sus pa­dres ha­bían na­ci­do en Split?

—Sí, señor, pero como usted me dijo que yo no debía con­tra­de­cir­lo, ad­mi­tí que mis pa­dres ha­bían na­ci­do en Cra­co­via.

—En­ton­ces, sea como fuere, usted me ha men­ti­do.

—Sí, señor, así es: le he men­ti­do.

—Men­tir a un su­pe­rior cons­ti­tu­ye una enor­me falta de res­pe­to y, ade­más, como todo dato falso, aten­ta con­tra la buena mar­cha de la com­pa­ñía.

—Así es, señor. Estoy de acuer­do con todo lo que usted dice.

—Me pa­re­ce muy bien, y hasta estoy por va­lo­rar­lo un poco, al verlo tan dócil y ra­zo­na­ble. Pero quie­ro so­me­ter­lo a una úl­ti­ma prue­ba. Hemos to­ma­do dos cafés: ¿quién pa­ga­rá la cuen­ta?

—Para mí será un pla­cer ha­cer­lo.

—Ha vuel­to a men­tir. A usted, que tiene un suel­do muy bajo, no puede cau­sar­le nin­gún pla­cer pa­gar­le el café al ge­ren­te ge­ne­ral, que, en un mes, gana más que usted en dos años. En­ton­ces, le ruego que no me mien­ta y que me diga la ver­dad: ¿es cier­to que le gusta pa­gar­me el café?

—No, don Fer­nan­do, la ver­dad es que no me gusta.

—Pero, pese a que no le gusta, ¿está dis­pues­to a ha­cer­lo?

—Sí, don Fer­nan­do, estoy dis­pues­to a ha­cer­lo.

—En­ton­ces ¡pague de una vez y no me haga per­der más tiem­po, ca­ram­ba!

Llamé al mozo y pagué los dos cafés. Sa­li­mos —don Fer­nan­do pri­me­ro, yo des­pués— a la calle. Nos ha­llá­ba­mos fren­te a la verja del subte.

—Muy bien, joven. Debo de­jar­lo. Sin­ce­ra­men­te, es­pe­ro que haya in­ter­pre­ta­do la lec­ción y que ésta le sea muy útil para el fu­tu­ro.

Me es­tre­chó la mano y des­cen­dió por la es­ca­le­ra de la es­ta­ción Flo­ri­da.

Ya dije que ese em­pleo no me gus­ta­ba. Antes de que ter­mi­na­se el año, con­se­guí un tra­ba­jo menos des­agra­da­ble en otra em­pre­sa. En esos úl­ti­mos dos meses en que me desem­pe­ñé en la com­pa­ñía de se­gu­ros, vi al­gu­na vez a don Fer­nan­do, pero siem­pre desde lejos, de ma­ne­ra que nunca vol­vió a im­par­tir­me otra lec­ción.

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Copyright ©Fernando Sorrentino, 2008
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Fecha de publicaciónNoviembre 2008
Colección RSSComplicidades
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