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Despertares

Esteban Lijalad
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Digamos que uno se despierta. Boca seca, hedor en el aliento, garganta áspera, sueños recientes que se desploman en el olvido apenas intentamos retenerlos. La alegría nunca confesada de haber sobrevivido a una noche más.

Imaginamos un despertar en Sumeria hace 4.000 años. La noche llena de aullidos de lejanos lobos ya pasó, lo mismo que el temor de lanzas enemigas silbando cerca, o los golpes en la puerta de la guardia real exigiendo el pago de algún tributo, una leva para lejanas guerras o, simplemente, el deseo urgente del capitán de gozar la carne cálida de alguna mujer de la casa. Una noche más quedó atrás. Lo que permanece, sordo y pertinaz, es el temor y, lo que es peor, el temor a nombrar al temor. No hay, siquiera, el exorcismo de la palabra, para aventar los miedos de la noche.

Los niños, que desconocen esas reglas, duermen abrazados a la madre. Se han colado al lecho materno en cuanto el primer sueño malo se adueñó de sus almas, en busca de consuelo.

Cuando despierten preguntarán por qué los monstruos los amenazaron durante la noche, qué mal hicieron, en castigo de qué faltas sufrieron el terror y la soledad de la pesadilla.

No es nada, sólo sueños, dirá la madre. Sonreirá y recordará sus propios interrogantes, la respuesta de su madre, y la de la madre de su madre y abrazará aún más fuerte a sus críos.

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Copyright ©Esteban Lijalad, 2001
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Fecha de publicaciónDiciembre 2001
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