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Los siete pecados capitales

Cantata profana

Luis Alposta
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Todo comenzó con una serpiente oculta detrás de un árbol en el Paraíso.

Fue allí donde nuestros primeros padres, después de haber desobedecido a Dios, tuvieron como primera sensación displacentera la incertidumbre. Una zozobra del ánimo ante la espera de «algo» que presentían; de «algo que habría de ocurrir», pero que ignoraban cuándo y cómo. Y esa «emoción de la espera» es la que llamamos ansiedad.

Conocido el castigo y al ser expulsados del Paraíso, la incertidumbre pasó a ser angustia, que proviene de angosto, y significa estrechez, ahogo. Por eso al angustiado «le falta el aire»; «se ahoga»; «le palpita el corazón»; «se le hace un nudo en el estómago». Y eso, seguramente, fue lo que sintieron Adán y Eva al recibir la sentencia.

Y la ansiedad y la angustia, socavando la fe, son las que suelen llevar a la desesperación.

Todo, al parecer, se dio así, en ese orden. Como en el bolero: «Ansiedad... angustia... desesperación.»

Y fue ese primer pecado, el de la soberbia, el que originó los otros seis, pasando todos a ser los pecados capitales, que son siete.

A los gnósticos les gusta decir que la única manera de librarse de ellos es cometiéndolos, porque después uno se arrepiente.

Nosotros, sólo nos referiremos al tema inspirados más en lo que vemos a diario que en los libros de Teología.

Se trata de una cantata, con música de Pascual «Cholo» Mamone, compuesta para dos voces sobre un texto profano con acompañamiento de bandoneón, que incluye recitativos mistongos y una obertura.

Ahora...

imaginando estar en un Club de Pecadores
y que un patovica bueno nos abre la puerta...
les doy la bienvenida y anuncio la cantata
que llega como un eco de antiguas bacanales,
a través de las notas de una pecaminata
y en boca de los Siete Pecados Capitales.
Si a estar haciendo cebo nos vemos obligados
y el pensar en la mesa ya no da para tanto,
con lujuria y envidias, con bronca y agarrados,
pedimos que el orgullo nos apuntale el canto.

Y a propósito:

La soberbia

Decía San Isidoro que el principio de todo pecado es la soberbia y agregaba que el que se exalta es deprimido; quien se eleva, es prosternado y quien se hincha, revienta.

La soberbia es, además, un vicio capital, cuya virtud opuesta es la humildad, la que nos inclina a estimarnos justamente en lo que valemos y a dejar de lado toda ostentación.

La soberbia es el orgullo desmedido y el aprecio excesivo de uno mismo en menosprecio de los demás. Es un deseo desenfrenado de honras y un apetito desordenado de ser preferido a otros.

Soberbios son los que indexan su propia estima, se consideran superiores y apuntan con la nariz al cielorraso. Son los que se la creen. Los que te miran por arriba del hombro. Los estirados. Los que se la piyan. Los fatuos. Los engrupidos. Los que se anteponen injustamente a los demás. Los que nunca hacen cola.

Engolado y distante,
orgulloso y altivo,
presuntuoso, arrogante
y despreciativo.
Es tan grande y tan obvio
mi egocentrismo,
que hasta si estoy de novio
es conmigo mismo.
Es el desiderátum
ser siempre mucho más que los demás.
Vanitas vanitatum.
Toda vez que barajo saco el as.
Engolado y distante,
orgulloso y altivo,
presuntuoso, arrogante
y despreciativo.
CORO:
Paren la oreja:
es Nietzsche quien aconseja
tener en cuenta
que al que se hincha
si alguien lo pincha
se revienta.
La envidia

La envidia es una tendencia a entristecerse, y hasta deprimirse, por el bien y la prosperidad ajena. A menudo va acompañada del deseo de ver al otro privado de ese bien que nos deslumbra y nos quita el sueño.

La envidia es hija de la soberbia, la que no puede bancarse superiores ni rivales; el envidioso sufre cuando oye alabar a otros y procura negar o atenuar esos elogios hablando mal de las personas que son alabadas.

La envidia suscita sentimientos de odio; siembra discordias; impulsa a la búsqueda inmoderada de riquezas y honores para ser más que aquellos a quienes se envidia. La envidia quita la paz del alma; se la combate con cintas, moños, cuernitos y ropa interior de color rojo y es el único pecado que no proporciona ninguna satisfacción al que lo padece.

La envidia corroe el ánimo.

Suspicaz, ponzoñosa,
flaca y amarillita,
intrigante, quejosa,
histérica y marchita,
soy propensa al ataque:
si hay algo que me irrita
es que otro se destaque.
Yo soy la que ligó en la repartija
los oscuros frasquitos del veneno.
Es más fuerte que yo. Me doy manija.
¡No puedo soportar el triunfo ajeno!
A veces me disfrazo,
según el caso.
Por fuera las palmadas,
por dentro las puteadas.
Siempre el logro del otro es mi fracaso.
Yo soy la que ligó en la repartija
los oscuros frasquitos del veneno.
Es más fuerte que yo. Me doy manija.
¡No puedo soportar el triunfo ajeno!
CORO:
La envidia nos corroe el corazón
y de nuestro fracaso es confesión.
La avaricia

La avaricia es una pasión que destierra a Dios del corazón y en su lugar pone al dinero. Es un afán desmedido de adquirir y atesorar bienes materiales.

Al avaro, por lo general, se lo conoce por el trato que le da a la guita. La gasta con dolor, con tacañería; todos los días vemos amarretes, amarrotos y angurrientos que a pesar de ser ricos viven voluntariamente en la mayor miseria; y la mayor miseria, como sabemos, es la que hace cucha en el espíritu. San Bernardo decía que el avaro es el que vive pobre por temor a la pobreza.

La principal preocupación del que amarroca es la de guardar para un futuro que nunca llega. De las operaciones matemáticas básicas las únicas que practica son la suma y la multiplicación. Adora a los billetes, a los que escabuye después de contarlos con placer morboso al mejor estilo del tío patilludo.

«La moneda es redonda para que ruede.»
Pero también es plana... para que quede.
Me gusta ver la guita amarrocada.
Soy peor que Harpagón...
yo nunca garpo nada
y prefiero, a los bancos, el colchón.
Al billete lo plancho de tal modo
que hasta le saco brillo.
Soy devoto del codo
y tengo un cocodrilo en el bolsillo.
«La moneda es redonda para que ruede.»
Pero también es plana... para que quede.
CORO:
Vive guardando
y usureriando.
Vive el tacaño y el muy mezquino
en su propia casa como inquilino.
La ira

Según la teoría de los humores, la bilis es símbolo de agresividad, y el colérico o atrabiliario es así llamado a causa de la biliosa agresividad que almacena.

Se trata de un pecado del que provienen las traiciones, las muertes, las disensiones, las guerras. Aun cuando no llegue a estos excesos, es origen de muchos males, porque nos hace perder el dominio sobre nosotros y especialmente turba la paz y crea enemistades. La ira es generadora de odios y rencores.

La virtud opuesta a este pecado es la paciencia. La paciencia es la virtud moral que nos enseña a sufrir y tolerar con calma los reveses e infortunios que irritan o conmueven. Paciencia es, también, un tango de D’Arienzo y Gorrindo.

Para los que quieran ahondar en el estudio de la ira lo aconsejable es desayuno, almuerzo, y Séneca.

Injurias, amenazas y agresiones.
El golpear, insultar y blasfemar
son mis razones.
Yo soy la que maldice
al que me contradice.
Se hace lo que yo digo.
Siempre liga un castigo
el que no está conmigo.
Soy la que muerde
y la que más ladra,
quien jamás pierde,
y en la jauría,
la última palabra
siempre es la mía.
Soy la que ronca.
Siempre con bronca
pongo en la mira
hasta al que me mira.
Soy la que ronca,
se enchiva y bronca.
¡Yo soy la Ira!
CORO:
Así como se enciende
se enceguece.
¡Qué les parece!
La pereza

La pereza es una tendencia a la ociosidad o por lo menos a la desidia en la acción. A veces procede de la debilidad corporal, pero casi siempre es una enfermedad de la voluntad que rehúye y rechaza el esfuerzo. La virtud que se le opone es la diligencia.

Luego que el hombre hubo pecado, el trabajo fue para él no solamente una ley de su naturaleza, sino también un castigo: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente». El perezoso, el que no quiere trabajar, es el que falta a esa doble ley. Es el fiaca, el que le gusta meditarla panza arriba en la catrera, el que se rasca, el que, de ponerse a cantar, seguramente entonaría una canción como ésta:

Cargo con gusto el fardo
de no tener
nada que hacer.
Al ocio me confío,
y tal vez por eso,
al mismo tiempo río
y me desperezo.
Remolón y remiso.
La pereza es el único residuo
que pudimos ligar del Paraíso.
Por darle un mordiscón
a la manzana,
nos morfamos la cana
y el garrón
de tener que yugar cada mañana.
Pero yo... perezoso, gandul, poltrón,
haragán, atorrante, fiaca o tumbón,
soy indolente,
soy negligente,
y con mi holganza gozo en cualquier colchón.
Cargo con gusto el fardo
de no tener
nada que hacer.
Al ocio me confío,
y tal vez por eso,
al mismo tiempo río
y me desperezo.
CORO:
¡Qué descansada vida!
¡Qué descansada!
Se le piantan los días
sin hacer nada.
La lujuria

La lujuria, considerada un apetito desordenado de perversos deleites, es un pecado que, encendiendo y untando, sin mirar a quién, fue causa de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Y a propósito, creo que aquí vienen a cuento unos versitos cantados por la murga Los Pecadores de Villa Urquiza:

Tenemos una duda que no dilucidamos.
Hemos sabido siempre qué hacían en Sodoma,
pero nunca hubo nadie, cuando lo interrogamos,
que nos dijese al toque ¿qué hacían en Gomorra?

El emperador Heliogábalo, pensando, tal vez, que los juegos del cuerpo son deplorablemente limitados, ofreció un premio (que nunca nadie reclamó) a cualquiera que pudiera inventar un nuevo vicio.

Y así como están los que piensan que el cuerpo es el camino más corto de un alma a otra, están también los que oponen a este pecado la virtud de la castidad.

Tan vieja como la humanidad, la lujuria persigue únicamente los goces de la carne, sin discriminar por eso a los vegetarianos.

Escuchemos su vals:

Desenfreno y deseo.
Cuando yo busco un nexo
es el del sexo.
Entre sombras y goces,
seducir a un mortal
sigue siendo un placer fenomenal
del que no se privaron ni los dioses.
Dirán que soy impura,
voluptuosa y ligera.
Son infundios que larga la censura
cuando me ve con carne en la ganchera.
Desenfreno y deseo.
Cuando yo busco un nexo
es el del sexo.
Y digan lo que digan
no me invalidan.
Soy la más divertida.
Del afrecho
a mi lecho
hay sólo un trecho.
¡Yo soy la exuberancia de la vida!
CORO:
Desvestirse, gemir...
y volverse a vestir.
¡Tan sólo eso!
¡No fue mucho el progreso!
La gula

Si el hambre es característica que nos iguala a los animales, el apetito o placer de la mesa es atributo que distingue a la especie humana. Pero una cosa es disfrutar de una buena comida sabiendo que quien come para vivir, se alimenta, y otra muy distinta es ser un tragaldabas que no sabe que quien vive para comer, revienta.

Con sus lacras y sus males
estos pobres comensales
no me resultan extraños.
Que en la cantata mistonga
suena la humana milonga
igual que hace tres mil años.

Lo paradójico es que todo esto ocurra en medio de un ragú que se va generalizando día a día.

La vulgar cocina es la que busca hallar un modo grato de satisfacer el hambre; la refinada «mesa» es la que consigue excitar primero y satisfacer después el apetito; en cambio la comilona, lo pantagruélico, el morfar como un descosido, el atracón por el atracón mismo, es un pecado que más tiene que ver con la patología que con la Teología moral.

Oigámoslo cantar:

El placer de la mesa no me tienta.
No distingo lo mersa de lo fino.
El placer de comer es lo que cuenta;
lo demás no me importa ni un pepino.
No me hablen de un plato decorado
con un toque esmeralda al perejil,
de la perla de un ojo de pescado,
ni del rojo sangriento del roast-beef.
Sólo el solemne aceite, como excepción,
se desliza compadre
desde de mi boca al bagre,
yendo por el atajo del corazón.
Comer...
Yantar...
Lastrar...
Morfar...
Sólo comiendo olvido mis males,
sin pensar en los días
con sus porfías,
en que habrán de ser otros los comensales.
CORO
El que come y no convida
tiene un sapo en la barriga.
Presentador
Ya cantó el petulante,
engrupido y distante,
y también la que ronca,
se enchiva y bronca;
la flaca amarillita,
histérica y marchita;
la que ve en todo nexo
sólo el sexo;
el que encuentra placer
en no tener
nada que hacer;
el que piensa en yantar,
morfar,
comer...
y el que teniendo guita amarrocada
nunca te garpa nada.
Aserrán, aserrín...
esto llega a su fin.
Fue dar vuelta a la noria.
¡Siempre la misma historia!
Son sodogomorritas
cambiando figuritas.
Pero a pesar de todo,
y de cualquier modo,
y aunque entre los pecados
yira y fluctúa:
lo mejor de la vida...
¡lo mejor de la vida
es que continúa!
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Fecha de publicaciónMayo 2007
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