El inmortal libro de Stevenson, escrito a fines de 1885, es una alegoría moral narrada como historia de misterio, en la que los dos extremos, el bien y el mal, se unen en una sola persona. En la de un médico que descubre una sustancia química capaz de transformarlo, primero a voluntad y después incontroladamente, en un monstruo. En un monstruo o una sombra que no es más que su otro yo y que termina por destruirlo. Una sombra que asume todo lo oculto y abominable de su alma.
La atracción de este pequeño libro está en esa conciencia dubitativa y vacilante del lector. Cada uno de nosotros es el Dr. Jeckyll. Y, también, cada uno de nosotros es mister Hyde.
Y ahora repasemos esa historia en los catorce versos de un soneto.
Extrañas e ingeniosas teorías tendientes a esclarecer el enigma de la identidad de Jack the Ripper o Jack el Destripador, terminan diluyéndose entre las brumas londinenses y las de nuestro Riachuelo, dado que hay quienes sostienen que el mencionado asesino serial vino a terminar sus días entre nosotros. En todo caso, no ha sido el único, ya que la criatura del Dr. Frankenstein también barajó la posibilidad de autoexiliarse en estas latitudes. Ambos, bien podrían considerarse hoy como un antecedente ilustre del tan temido basurero nuclear.
Los crímenes atribuidos a Jack the Ripper ocurrieron en el corto período que va desde el 31 de agosto al 9 de noviembre de 1888, y eso le bastó para ser uno de los asesinos con más prensa durante todo el siglo XX.
Los hechos ocurrieron en un suburbio londinense en el que vivían desocupados, inmigrantes indocumentados, prostitutas y curdelas, es decir, un suburbio habitado por gente enferma porque era pobre y que cada día era más pobre porque estaba enferma.
Las víctimas eran prostitutas y, según los riperólogos, que los hay, no fueron más de cinco.
El nombre de la primera fue Mary Ann Nichols, que fue encontrada degollada y con mutilaciones en el abdomen.
Se dice que Jack the Ripper, en su afán de averiguar la vida interior de sus víctimas, recurría al bisturí sin más trámite.
En el lenguaje popular se llama vampiro o chupa sangre al que explota el trabajo del otro y al mismo tiempo toma sus recaudos para que el otro no pueda explotar. Viene a ser la otra cara del que labura noche y día como un buey. La cara oculta —o no tan oculta— del que vive de los otros, del que afana y el que curra, y para el que no parece existir la ley.
Pero hoy vamos a referirnos a otro tipo de vampiro. Recordaremos al conde Drácula, el inmortal personaje de Bram Stoker.
Drácula es una palabra de origen rumano, que tiene dos significados: puede ser «drac», diablo, o «dracul», dragón.
Este personaje, desde su nacimiento literario, en 1897, ha originado numerosos estudios, ha sido llevado muchas veces al cine y ha gozado siempre de muy buena prensa. A través de los años, se ha ido perfilando hasta lograr una personalidad tan definida que, más que un espectro, hoy se nos puede antojar como un viejo conocido. Alguien que se ha ido metamorfoseando hasta convertirse en un personaje tan digno, dentro de su desgracia, tan aparentemente real, tan terrorífico y cruel a la vez, que hasta nos da pie (un pie muy pálido, por supuesto) para que lo tratemos con humor.
La astucia del conde Drácula es proverbial. Si alguna vez se le aparece y le dice que le amará hasta la muerte, tenga por seguro que se refiere a la muerte suya y no a la de él. Recuerde que detesta la luz del día y el olor del ajo.
A Drácula y a Lucy, la más conocida de sus víctimas, acabo de llevarlos al tango.
En la novela Frankenstein, escrita en 1816, cuando la Criatura le pide a su creador que le haga una novia, lo hace con estas palabras:
Estoy terriblemente solo, nadie quiere compartir mi vida; es imposible que nos separemos sin que prometáis concederme lo que os pida. Sólo una mujer tan monstruosa y deforme como yo estaría dispuesta a concederme su amor; una mujer que fuera en todo semejante a mí, que poseyera incluso mis defectos.
Si aceptáis otorgarme lo que os suplico, nunca, ni vos ni cualquier otro ser humano, volveréis a verme. Me estableceré en las enormes tierras deshabitadas de América del Sur.
O sea que, si la Criatura, a la que solemos llamar Frankenstein, le echó el ojo a la Patagonia, bien pudo haber cantado por milonga estos versos.
Escribo esto en una siniestra noche en que mi obra ya está lista y mi sueño ha perdido todo atractivo. Una repulsión invencible se apodera de mí.
Benvenuto Cellini nació en Florencia, en el 1500, y se inició como aprendiz de orfebre a la edad de 15 años. Fue discípulo de Miguel Ángel durante corto tiempo y llegó a ser un destacado escultor y uno de los grabadores y orfebres más importantes del renacimiento italiano.
A los 16 años tuvo que exiliarse en Siena a consecuencia de su apasionado temperamento que lo llevaba a involucrarse continuamente en duelos y peleas. Sus Memorias no sólo ofrecen un retrato valioso de la vida política, social y eclesiástica del siglo XVI, sino también un ameno relato de sus huidas, aventuras e intrigas. Considerado como un prototipo del hombre del renacimiento, Benvenuto Cellini fue alguien que, al mejor estilo de los cuchilleros de Borges, supo cargar sobre sus espaldas más de una muerte. Tenía su taller de orfebrería en el Ponte Vecchio, sobre el río Arno. Por sus aires lunfardos y a falta de un tango que lo recuerde, valga este soneto que escribí en Florencia en 1975.
«Cría cuervos y te sacarán los ojos», dice un antiguo refrán. Caracterizado desde siempre por la rapiña y la astucia, el cuervo nos trae, inmediatamente, la imagen de un ave siniestra revoloteando sobre la presa indefensa.
El cuervo tiene el triste privilegio de haber iniciado una casta que lleva sobre sus alas una maldición divina. La casta de los pájaros de mal agüero.
Edgar Allan Poe, en su conocido poema, nos presenta al cuervo como símbolo de la muerte.
Cecco Angiolieri nació en Italia en el año 1260 y murió en el 1313.
Fue un poeta de estilo personalísimo: amargo, burlesco, lapidario. Poseedor de un humorismo y de una ironía que lo llevaban a caer fácilmente en el sarcasmo. Realista, gustaba de abordar temas profanos. Tan escéptico como talentoso. Fue un hábil sonetista y la contracara del poeta áulico. Se dice que su amistad con Dante terminó de mala manera después de haberle dedicado uno de sus sonetos.
A Angiolieri se le atribuyen unos 150 sonetos, de los cuales, el más conocido es el titulado «Si yo fuera fuego», en el que nos dice que si fuera fuego quemaría el mundo, si fuera agua lo inundaría, si fuera viento lo arrasaría, si fuera Dios lo destruiría; si fuera Papa le haría la vida imposible a los católicos y si fuese emperador le cortaría la cabeza a todos.
Vaya pues, a su memoria, este otro soneto.
Copyright © | Luis Alposta, 2006 |
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Fecha de publicación | Enero 2007 |
Colección | Trasluz |
Permalink | https://badosa.com/p171 |
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