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Fecundación fraudulenta

Episodio 77

Ricardo Ludovico Gulminelli
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—¿Sí?, ¿qué pasó? —se apresuró a preguntar Adolfo.

—Nada —respondió el juez—, resultado negativo. Ninguna prueba que tenga relación con los hechos denunciados.

Álvez había escuchado, su rostro traslucía un recuperado aplomo. La presencia tan intempestiva de esos hombres lo había perturbado, ahora todo volvía a la normalidad...

—Bien —concluyó el juez—, evidentemente no hay aquí indicio alguno. Lamento los inconvenientes que le hemos causado, doctor Álvez, suscriba este acta, por favor.

—Firmaré —manifestó el ginecólogo con un gesto de desagrado—, pero veremos qué me aconseja mi abogado, si con su disculpa es suficiente. Alguien me tiene que resarcir por el mal momento que me han hecho pasar... Todo por una denuncia absurda, increíble... Parece mentira, en este país se trata a los inocentes como si fueran ladrones. Mientras tanto, los verdaderos delincuentes andan sueltos...

Santini se acercó a la puerta y antes de salir, dijo:

—Doctor Álvez, me olvidaba. Le comunico que vamos a registrar el inmueble de la calle Belgrano nº 3012, séptimo piso A. Por supuesto, usted puede venir con nosotros...

—¿Qué tengo que ver yo con ese departamento? —exclamó el médico, afectado por una repentina palidez.

—No sé —dijo el juez—, si existe alguna relación, lo averiguaremos. No tiene obligación de acompañarnos. Si usted dice que no lo alquila, o no lo ocupa, puede quedarse aquí, ¿qué interés tendría en intervenir en la diligencia?

—¡No!, los acompañaré —expresó Álvez tratando de evitar un ligero tic en la parte izquierda de sus labios—, soy inquilino de ese departamento. Lo utilizo para aislarme cuando lo deseo y para actividades de índole privada. Es un abuso que también quieran concurrir a ese lugar, me causa mucho fastidio...

—Doctor Álvez —aclaró el juez—, yo cumplo con mi obligación, no haga mi tarea más difícil. Resérvese sus comentarios luego tendrá a su disposición todas las armas legales que le parezcan apropiadas. Mientras tanto, limítese a controlar que lo que consta en las actas que elaboraremos se adecue a la verdad... ¿Le parece bien?

—No es mi intención enemistarme con usted, doctor Santini, no quiero que digan luego que he obstruido a la justicia, pero se están excediendo...

—¿Entonces?, ¿qué piensa hacer? —interrogó el magistrado.

—Está bien, prosigan —aceptó Esteban Álvez—, yo los acompañaré, ¿podrían esperar a que haga una llamada telefónica?

Adolfo pensó que trataba de llamar a alguien de confianza, para que llegara primero que ellos al lugar de la diligencia, por eso comentó:

—Doctor Álvez, en la puerta de su departamento hay policías; ellos impiden la entrada de toda persona desconocida. Le rogaría que se apresurara, no está bien que los hagamos aguardar, ¿no le parece?

«¡Maldito gusano!», pensó Álvez mirándolo con desprecio, «¡con qué gusto le daría una trompada! En estas circunstancias, ¡no puedo!, lo mejor es que permanezca callado, pero este hijo de puta ya me las va a pagar...»

Llegaron al inmueble de la calle Belgrano, veinte minutos después. Los esperaba el policía que había cuidado la entrada y el doctor Carlos Guerrino. El secretario había venido directamente de la casa de Juana Artigas; Álvez les abrió la puerta. Su reducto tenía tres ambientes, un living comedor y dos dormitorios; solamente uno de ellos tenía alfombra, el resto de la unidad era de parquet, salvo la cocina y el baño que tenían piso de cerámica. Pusieron manos a la obra, registrándolo todo minuciosamente, lo primero que revisaron fue la heladera, que estaba vacía. A la media hora, ya se habían dado por vencidos, no habían encontrado nada. Álvez volvía a mirarlos con reproche; los acontecimientos parecían darle razón. Adolfo y Federico se sentían deprimidos al ver que todo su esfuerzo había sido en vano.

—¿Qué puede haber pasado? —le preguntó Adolfo a Federico—, ¿nos habrá mentido Estela Cáceres?, ¡esa desgraciada...!

—No le eches la culpa —contestó Lizter—, la caja fuerte existía, nos dio una llave, el departamento es real, ¿qué más pretendías de ella?

—Para mí, Álvez fue prevenido —expresó Adolfo Bernard—, no puede ser de otra manera. No encontramos ni un mísero papelucho, éste nos estaba esperando... Nos reventó, tenemos que reconocerlo...

Federico movió su cabeza en señal de aceptación y comentó:

—Puede ser, la cosa viene mal...

Santini se acercó a la puerta y les dijo...

—Doctores, nos vamos a retirar, aquí no tenemos nada que hacer... Hemos agotado el registro.

Se acercaron a la salida, el juez estaba muy serio, para él la investigación había sido un rotundo fracaso, éticamente no quedaba nada bien, podrían reprocharle que se había equivocado, que no habían sido suficientes los indicios considerados para allanar los domicilios. Todos opinarían que Burán había mentido; sin embargo, el juez intuía que la historia de Roberto era verídica, que muy difícilmente él se atrevería a inventarla. Cerraron la puerta del inmueble, caminaron hacia el ascensor y lo llamaron. Antes de entrar, el doctor Santini preguntó:

—Doctor Álvez, ¿usted alquiló el inmueble con todo su mobiliario?

—Sí, así es, ¿por qué?

—Por nada... ¿En qué fecha lo alquiló?, ¿tiene el contrato y el inventario a mano?

—Hace ya diez meses que lo ocupo, no firmé contrato —dijo Álvez—, el dueño es muy amigo mío.

—¿Qué actividad tiene su amigo?

—Es comerciante —respondió Álvez—, mayorista de artículos de limpieza.

—¿Viene a menudo aquí, doctor Álvez? —siguió interrogando el magistrado.

—No mucho, dos o tres veces por semana.

—Ya veo... Y dígame, ¿la alfombra también estaba?

—Sí —contestó Álvez—, ¿por qué lo pregunta?

—Me extraña —expresó Santini como pensando en voz alta—, parecía nueva, recién colocada... No tenía marca alguna, ni suciedad, no había diferencia de color, es una alfombra que no fue caminada... No sé, quisiera volver al departamento...

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónMarzo 2001
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