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Fecundación fraudulenta

Episodio 76

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Lunes, 19 de febrero de 1990

El juez Santini se hizo presente a las dieciséis horas en el consultorio del doctor Esteban Álvez. Le acompañaban Adolfo Bernard, Federico Lizter y un policía; el mismo Álvez les abrió la puerta, estaba solo, Estela Cáceres había faltado... Al ginecólogo le bastó un rápido vistazo al grupo para comprender que no se trataba de una visita amigable. Un escalofrío le corrió por la columna vertebral, aunque dueño de un ensayado autocontrol, adoptó una conducta tranquila.

—Señores, ¿en qué los puedo ayudar?, ¿qué desean? —preguntó Álvez.

El magistrado se adelantó:

—Buenas tardes, ¿usted es el doctor Esteban Álvez?

—Lo soy... Y usted, ¿quién es?

—Soy el doctor Santini, juez en lo penal, venimos a realizar un allanamiento de su domicilio. Aquí tiene mi identificación, vengo a controlar personalmente el cumplimiento de la medida. Ésta es la resolución judicial... Como verá, el doctor Roberto Burán ha radicado en su contra una denuncia. Lo acusa de defraudación, de utilizar ilícitamente su esperma para fecundar a la señora Artigas. Me gustaría saber si usted piensa efectuar algún tipo de oposición, especialmente si está dispuesto a intervenir en el trámite que le mencionara. Posteriormente, tendría que suscribir el acta respectiva. En caso de que se negara a participar, trataría de pedir la concurrencia de dos vecinos para que oficien de testigos. Espero su respuesta...

Álvez estaba helado, no sabía qué decir, se dio cuenta de que negarse no tenía sentido; si se oponía, sin duda algunos vecinos prestarían su colaboración. Muchos lo odiaban, otros lo envidiaban, los últimos eran los más peligrosos, lo meditó brevemente y al fin manifestó:

—No obstaculizaré la diligencia, proceda señor juez, pero esa historia de Burán es una fantasía... Ese hombre es un mitómano.

—Bien —dijo Santini—, acompáñenme por favor...

Fueron directamente al cuarto en el cual se encontraba el escritorio del médico; muy elegante, estaba cuidadosamente ordenado. El juez preguntó:

—¿Dónde guarda sus papeles privados?

Esteban Álvez miró al magistrado con desconfianza y le dijo:

—Perdóneme, señor juez, ¿realmente tengo que contestar esa pregunta?, ¿no significaría eso declarar en mi contra? Le pido que me conteste, confío en que me dirá la verdad...

—Por supuesto —afirmó Santini—, estoy cumplimentando una orden de allanamiento prevista en el código procesal penal, pero no pretendo vulnerar su derecho constitucional a guardar silencio. Simplemente se lo pregunto para ganar tiempo; si usted teme que respondiéndome se incrimina, no pienso presionarlo, ¿está claro? No está obligado a decirme nada...

—Comprendo —dijo el ginecólogo—, esto significa que si contesto es porque quiero, ¿verdad?

—Correcto —respondió el juez.

—Bien —expresó Álvez—, pueden proceder libremente. La caja de seguridad la tengo tras ese cuadro, allí guardo algunos instrumentos particulares que considero reservados. Pido que no se toquen, podrían afectar el buen nombre de algunos pacientes y perjudicarme profesionalmente. Piense usted, señor juez, que tengo el deber del secreto profesional...

El policía corrió el cuadro y apareció tras él una puerta de metal que estaba embutida en la pared. Era una caja de tamaño clásico, aproximadamente de cincuenta centímetros de alto por treinta de ancho; la cerradura tenía un diseño moderno y sólo podía ser abierta con una llave especial. El magistrado se la pidió a Álvez.

—¿La llave?, no recuerdo dónde la guardé —dijo el ginecólogo—, en algún lugar debería de estar... Tengo muy mala memoria.

—Mire, doctor Álvez —aclaró Santini—, si la llave no aparece en cinco minutos, procederemos a llamar a un cerrajero. Sería lamentable que tengamos que efectuar esa tarea si usted ya tiene la llave en su poder. No le quepa ninguna duda, procederemos así, ¿por qué no hacemos todo más sencillo?

—Señor juez, yo quisiera llamar a mi abogado —informó el medico con voz quebrada—. No me parece bien la forma en que están actuando. Proceden como si fueran de la Inquisición...

—Llámelo, doctor Álvez —aceptó el magistrado—, pero le sugiero que mientras tanto proceda a la apertura de la caja... Ya, en este mismo momento...

El galeno estaba bañado en transpiración, gruesas gotas de sudor surcaban su frente, sus mejillas e inundaban su cuello. Incómodo, nervioso, le resultaba imposible disimularlo. Esteban Álvez llamó al doctor Juan Gushman, hábil penalista de su confianza, que en varias oportunidades lo había sacado de apuros. El abogado no estaba en su estudio, así que le dejó un mensaje para que le avisaran que apenas llegara se comunicara con él. Mientras tanto, Santini estaba apurando a Esteban Álvez; quería que abriera cuanto antes la caja de seguridad, el medico seguía afirmando que no tenía la llave. Finalmente, Federico Lizter susurró en el oído del policía que se fijara en el cajón del escritorio. Allí, pegada a la parte superior del mueble, se encontraba la llave tan ansiada. De todos modos, previendo que no la encontraran, Adolfo había guardado la copia que sacara Estela Cáceres, que no fue necesario utilizar. El mismo Santini abrió la puerta, adentro había muy pocos papeles, que rápidamente leyó uno por uno. Ninguno de esos elementos tenía la más mínima relación con el problema de la fecundación fraudulenta. Lo revisaron todo, cada uno de los ambientes de la casa, sus recovecos, los lugares más inaccesibles, pero no encontraron absolutamente nada, no había allí ningún indicio, nada que tuviera relación directa con los hechos. Mientras buscaban, Federico llamó por teléfono a Estela Cáceres y le preguntó:

—Escúcheme, Estela, habla Federico Lizter, estoy en lo de Álvez... Nuestra pesquisa ha sido infructuosa, en la caja no había absolutamente nada. Piense, ¿dónde cree que guardaría Álvez sus papeles comprometedores?

Un silencio prolongado en la línea... Finalmente ella respondió:

—La verdad, no sé qué decirle; si tuviera que apostar diría que en su dormitorio, o donde tiene la caja. Los demás cuartos no tienen privacidad, en algún momento del día entra en ellos gente extraña. Esteban no correría riesgos, fíjese en el baño privado de su cuarto... Allí también podría ser, aunque no lo creo.

—Bien, Estela —dijo Federico—, hasta luego, si necesito algo más la llamaré...

Luego de dos horas de intensa búsqueda, tuvieron que reconocer que no había en ese lugar ningún elemento comprometedor. Un teléfono sonó en ese instante, era el secretario del juzgado penal; Santini intercambió algunas palabras con él, luego les comentó a Federico y a Adolfo:

—El doctor Guerrino me acaba de informar del resultado del allanamiento en la casa de Juana Artigas.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónMarzo 2001
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