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Fecundación fraudulenta

Episodio 11

Ricardo Ludovico Gulminelli
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Burán es un hombre de buena conformación física, de un metro setenta y seis centímetros de estatura, cabello lacio castaño oscuro y profundos ojos verdes. Buen deportista, ama la naturaleza y goza de las cosas simples. Enemigo de las grandes reuniones, de las ruidosas celebraciones, de las trasnochadas, detesta la superficialidad y por sobre todas las cosas no soporta las conductas autoritarias de ningún signo. Sueña con un mundo tolerante, de libres pensadores. Pensar las propias ideas siempre ha resultado peligroso. Su rostro, sin ser hermoso es atractivo; sus marcados rasgos son armónicos y transmiten una imagen de equilibrada masculinidad. Roberto tiene una personalidad compleja; desde su adolescencia ha sido afortunado en el amor, ejerce sobre algunas mujeres un influjo irresistible. Sobre otras no tiene ninguna influencia, quizás porque su carisma se compone de una conjunción de inadvertibles matices. Su vivaz inteligencia, delicadeza y educación, su amplia visión del mundo, su admiración por lo verdadero, son virtudes valoradas por quien sabe apreciarlas. Por otra parte su honestidad, su sanidad, su apego al deporte y su buena apariencia, completan el cuadro positivo que trasunta al exterior. Roberto conoce sus límites, también sus valores, sabe que puede saborear frutos apetecidos por otros, sin ser jamás un Don Juan o un rompecorazones, no le interesa serlo. Gusta de las relaciones «privadas», aisladas del contexto social, no acepta exponer sus intimidades ante la sociedad, prefiere apartarse del mundo para sincerarse. No siempre puede lograrlo ya que es propenso al encierro espiritual.

Una cualidad que destaca a Roberto es su honestidad: jamás presume de tenerla, pero orienta sus actos. A través de su profesión de abogado, ha mantenido contacto con la cruda realidad de su país, observando los conflictos de la gente común, sus ambiciones y ha desarrollado una buena capacidad de análisis. Su instinto le permite leer en las personas; rara vez se equivoca en sus juicios de valor, sabe ubicarse en el punto exacto según cada situación. La gente sabe que puede confiar en él, nunca revela un secreto ni dice algo desajustado o fuera de contexto; este equilibrio caracteriza su conducta. Irónicamente, su naturaleza racional encierra un espíritu poético, melancólico, sentimental, una personalidad que gusta de elevarse por sobre lo material, privilegiando lo humano, lo afectivo. Pero este cuadrante de su persona está sepultado tras una rígida estructura y una invisible coraza lo protege de las agresiones del medio, aislando su universo. Esa resistente «armadura» se ha hecho más sólida después de que se separara de Estela Maldívar, su primera y única esposa. Quince años duró su matrimonio con ella. Si bien el distanciamiento fue amigable, Burán se sintió muy solo; sus incondicionales amigos lo ayudaron a adecuarse a un radical cambio de vida. No es un hombre de cambiar sus afectos; conservar los íntimos de su juventud no le deja mucho espacio para vincularse a otros. Casi se podría decir que ésta es una de las razones de su hermetismo: no desea prodigarse más, no le interesa porque ya tiene sus interlocutores válidos. Sin embargo, Roberto carece de algo esencial: del amor de una mujer. No le faltan amantes, siempre las ha tenido, pero con eso no le basta, necesita más. Nada desea tanto Roberto como volver a sentir profundamente. Su condición racional le impide dejarse llevar por los impulsos, por la emoción circunstancial. No puede decir «te quiero», ni aún haciendo el amor. Esa imposibilidad de mentir no se relaciona con su necesidad de ser sincero sino con cierto egoísmo muy particular, porque falsear sus sentimientos le resulta insufrible, no le proporciona ningún placer y, a la postre, no obtiene de tal conducta ningún resultado positivo. Actúa con sinceridad para sentirse bien, aunque pese a esta idiosincracia, a veces miente, porque para decir algunas verdades es preciso ser muy cruel y él no es un hombre malo. Por otra parte, cuando promete algo es para cumplirlo, se ata a sus palabras. Expresar amor exige para él un comportamiento posterior acorde con tal sentimiento. Sabe que la mujer a veces prefiere una mentira, pero aun así, lo considera demasiado comprometedor; quizás por estos motivos jamás jura falsamente amor. Le gusta que lo quieran, pero se siente incómodo al callar, comportándose con aparente frialdad, desamorado, por este motivo. Una relación que lo hace sentir cómodo es la de amigo-amante. Esa especial vinculación le permite sincerarse, ubicado en el plano inestable, impreciso e incierto que implica la amistad sexual entre un hombre y una mujer. Cuando se produce un desequilibrio, el resultado es la ruptura, generalmente amigable. Objetivamente, nadie puede decir que Roberto Burán sea un hombre que se aprovecha de sus «íntimas amigas»; sin embargo en más de una ocasión, ellas no han pensado lo mismo, especialmente a la hora de distanciarse, porque frecuentemente se sienten usadas —un objeto apenas apreciado— y no se contentan con recibir un trato considerado o con no ser estafadas. Indudablemente la mujer que ama prefiere que la engañen, que le permitan justificar su entrega, que le den contenido y base moral a su sometimiento. Burán sabe que lleva en su interior una sustancia densa, presiente que sus sentimientos están sometidos a una continencia inconsciente, transitoriamente adormecidos; la presión que ellos ejercen es enorme y la erupción inminente. Lo peor que puede pasar, es que su pasión nunca pueda exteriorizarse. Es por esa oculta fiebre que lo aqueja que Roberto busca veladamente, con espontánea insistencia, sencillamente una mujer a la cual pueda amar. No se trata de un ente ideal, abstracto, de una criatura fruto de su imaginación y de sus creencias, no: Burán tiene los pies bien puestos sobre la tierra. Sencillamente desea encontrar alguien que haga posible el milagro de hacerle sentir que está enamorado, espera algún día poder decir: «te quiero», pero sintiéndolo de verdad.

A veces Roberto se lamenta por ser tan complicado; no logra abandonarse a los dictados de su corazón, ni resistirse a los de su cerebro.

Lleva muy decorosamente sus cincuenta años, aunque los siente pesadamente sobre sus hombros y recuerda con nostalgia el ayer tan rápidamente transcurrido. Rememora mucho su juventud, la infancia de su hija, sus romances de adolescente, los gratos momentos del pasado (algo borrosos). El futuro se le presenta inquietante, difuso, inaprehensible e incierto; el presente se le escabulle ante los ojos, cada vez más efímero, centelleante. En definitiva, Burán se siente un observador al borde de la supercarretera de la vida, donde el tránsito es tan rápido, que apenas atina a captar algunas escenas. Todo pasa frente a él de modo vertiginoso; entre los amaneceres y las puestas de sol transcurren pocos minutos; sólo un día media entre los fines de semana. Cada 31 de diciembre, su brindis encierra la nostalgia de un año huido, volatilizado y la certidumbre de otro, fugaz, embustero, inasible. Desde joven ha tratado de agrandar sus áreas de libertad; nunca le ha gustado inyectarse la vida como si fuera una droga ni bebérsela de un trago. Él quiere gozarla lenta, sustancialmente; no desea atragantarse con ella, ni vivir desaforadamente cada instante. No le interesa el placer fuerte, cercano al dolor, ni buscar incesantemente sensaciones casi orgásmicas. Por el contrario, Roberto Burán prefiere paladear cada momento pausadamente, sintiéndole el sabor y el aroma; ansía notar como cada minuto se desliza despaciosamente ante sus ojos, echando raíces en su interior. Cuando Roberto piensa en la felicidad, imagina un tranquilo lago cordillerano, ama los paisajes del suroeste argentino (en ningún otro lugar se expande tan a gusto su espíritu). Toda su vida ha buscado lograr una completa libertad; dedicarse únicamente a lo que realmente le gusta, llenar de puras esencias los vacíos de su alma. Siempre le resultó difícil. En las primeras etapas de su vida profesional se dedicó plenamente al trabajo, desplazando cosas trascendentes, sacrificando incluso sus afectos más cercanos, insensibilizándose. En aras de la eficiencia, de la seguridad económica, renunció a cosas primordiales. Su padre le costeó los estudios, nada más: nunca le dio posibilidad de desbordes suntuarios. Últimamente, ha llegado a convencerse de que fue mejor así. Si sus padres no se hubieran separado, quizás se habría convertido en un estúpido consentido, en un débil, en un pusilánime. Está satisfecho de haber luchado porque le permite respetarse a sí mismo, sin embargo, haber recibido la fabulosa herencia de su padre, de ningún modo le desagrada; ese dinero le hace más asequible su tan perseguida libertad. Ni cuando era un hombre de limitados recursos, tuvo afán de poseer bienes materiales; piensa que ellos esclavizan a su dueño, como un viejo amigo judío cree que «las cosas más importantes de la vida son gratis».

A todo esto, Alicia y Guillermo estaban expectantes, pendientes del momento en que sería posible abordar a Burán. Aguardaron más de una hora, hasta que se les presentó una ocasión propicia. La oportunidad llegó cuando menos lo imaginaban; los amigos que estaban con él se fueron repentinamente a saludar a otras personas y Roberto se quedó solo frente a una mesa llena de sándwiches, calentitos, masas y bebidas. Allí se acercaron Alicia y Guillermo. Él inició el diálogo diciendo:

—Perdón, señor, ¿no me alcanzaría el clericot, por favor?

Burán accedió rápidamente, asintiendo con gentileza; estaba alegre esa noche, no solamente porque era la inauguración del negocio de un gran amigo, sino porque había salido provisoriamente de su pozo de soledad. Hacía meses que estaba encerrado en él y sus esporádicas aventuras no lo compensaban espiritualmente; necesitaba un poco de una distinta diversión, variar algo su vida de ermitaño. Entregó cuidadosamente la jarra de clericot a Guillermo; no había advertido la presencia de Alicia, hasta que su mirada color miel se posó en sus ojos... Burán sintió como si una cálida corriente de ternura lo embargara. Sin saber por qué, recordó una antigua caminata otoñal. Aquellos sombreados senderos del Bosque Peralta Ramos, ocultos bajo el espléndido ropaje de eucaliptos y de pinos. Se sorprendió, ya que no podía comprender por qué el contemplar a una muchacha desconocida podía recordarle tan nítidamente un preciso momento de un ayer lejano, una diáfana y tranquila tarde de abril, en compañía de una mujer que mucho había amado en su adolescencia. Inesperadamente, volvía a experimentar sensaciones ya vividas en aquella tarde remota y feliz; el aroma de las hojas quemadas, el humo que flotaba entre los árboles, las agujas de pino alfombrando el bosque.

Burán no vaciló en presentarse.

—Mucho gusto, me llamo Roberto.

—Encantada, yo me llamo Alicia; éste es Guillermo, mi primo.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónOctubre 2000
Colección RSSNarrativas globales
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