Se llamaba Vanesa y era de Alcorcón, aunque ella, por un descastado pudor de inmigrante de segunda generación, decía que «de Madrid». Era prima hermana de una prima hermana mía y eso me daba muchos y parentales ánimos a la hora de abordarla. Vanesa era morena, menuda, pálida, luminosa, transparente, fina, ocurrente, distinguida, madura, adorable, intensa, y yo me colé por ella hasta el ánima de los tuétanos. Luismi también, el muy cerdo, y durante unos días de agosto sufrimos simultánea y antagónicamente en nuestros apenas púberes cuerpos las inclemencias del enamoramiento más feroz, a saber: pensamiento lírico-erótico único, deseo continuo de permanecer junto al objeto amado, elevación al paroxismo de las virtudes del mismo objeto, producción, en su ausencia, de diverso material de desecho (prospecciones en una hipotética y febrilmente dichosa vida futura, profundos suspiros, rimas en consonante, semen...), adquisición de nuevos u olvidados hábitos higiénicos, pérdida del sentido del ridículo, terror de padecer halitosis, percepción unívoca de la realidad, chicle de clorofila, insospechada preocupación por la indumentaria, introducción al espionaje, prácticas de persecución, cortes al afeitarse, quebrantamiento de los votos de la amistad, curso acelerado de técnicas de falso encuentro inesperado, consecución del subsiguiente catálogo de excusas inverosímiles, proyectos de reencuentro, celos de toda criatura del universo, desarrollo procedimental del espíritu competitivo y sincero deseo de muerte del contrario.
Vanesa, claro, se daba cuenta de todo y se divertía de lo lindo con nuestras estupideces. Durante aquellas vacaciones, visto que no iba a librarse de nosotros ni a sol ni a sombra y probablemente de manera consciente, se propuso tomarnos la medida puteándonos bellísimamente.
Ya el cuarto o quinto día, una vez hubo comprobado en nuestras caras de idiotas el efecto que producía, nos subcontrató, sin pudor alguno, de recaderos de mi tía Felisa: pan, huevos y leche, fruta y verdura, higaditos de pollo y —lo juro— sandunga negra y blanca para las inacabables costuras. El siguiente día tuvimos de menú pescadilla congelada, queso de cabra y desperdicios de carnicería para «Alfred», un pequinés bastardo con muy mala leche al que yo odiaba desde que recordaba haber podido ejercer ese sentimiento. Pero ese maldito día le propusimos ir a bañarnos y ella, con una naturalidad que desarmó todos nuestros temores, dijo que sí, que claro. El charco estaba a seis kilómetros y el problema del transporte surgió casi de inmediato. Como Luismi tenía moto, le ofreció la montura a la dama y ésta, con la misma naturalidad, volvió a decir que claro. Quedaron para las cuatro de la tarde. Ella dijo que llevaría la merienda. Luismi dijo que llevaría el casete (ella lo llamaba «loro»). Yo no tenía moto. Yo ya no podía ofrecer nada. Yo quería morirme de un absceso de rabia allí mismo. Cuando Vanesa se alejó, Luismi, perdonando mi miserable vida, preguntó:
—¿Y tú cómo vas?
Humillado y entendiendo por fin aquello de las injusticias sociales de que tanto hablaba el padre de Antolín, que hacía que unos tuvieran moto en acto y adorable paquete en potencia, y otros sólo tuviéramos ya mala sangre, le dije que andando (corriendo, volando, arañando el asfalto con los dientes, si hiciera falta, cabrón, pensaba).
—Bueno, tranqui, la dejo en el charco y te vuelvo a buscar —dijo mientras recorría mi atormentada anatomía con odiosa displicencia. Al final quedamos en que ellos irían por delante y Luismi saldría a mi encuentro.
Recuerdo el pelo negro de Vanesa dejando una estela como un azote mientras se alejaba sobre la moto de Luismi carretera adelante, a sesenta kilómetros por hora. Recuerdo la lengua oscura del asfalto pegándose en mis zapatillas a cuatro kilómetros por hora. Recuerdo haber pensado a los quince minutos, a cuarenta y tres grados a la sombra, en que ya se estarían bañando, en que ella le salpicaría al zambullir su cuerpo semidesnudo en el agua, en que él haría el salto de la carpa, para lucirse, y el del salmón y hasta el de la pescadilla congelada si hiciera falta. Recuerdo haber imaginado nítidamente sus risas, sus ahogadillas, los torpes intentos de Luismi por tocarla ya casi sin juegos. Recuerdo haber sabido, a la media hora de camino, con una certeza cortante, que Luismi jamás vendría a buscarme y que Vanesa jamás sería mía. No recuerdo si llegué a llorar de frustración y de impotencia, sólo recuerdo la tierra abrasada de la cuneta, los cardos y las hormigas que contemplé como un imbécil durante horas. Una furgoneta que traía obreros del pantano paró y me devolvió al pueblo. Estuve exactamente nueve días sin salir de casa. Jamás la nombré delante de Luismi.
Copyright © | José Preciado, 1996-1998 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Marzo 1999 |
Colección | El tiempo recuperado |
Permalink | https://badosa.com/n045-06 |
Este texto (El Bala), así como todos los que se refieren a esta misma época/grupo de amigos, es de una muy agradable lectura. Consigue hacerte recordar tus tiempos de juventud (si tienes entre 45 a 55 años).
He observado que no hay nuevos relatos ni poemas de este autor y creo que muchos lectores estaríamos interesados en seguir su trayectoria. Transmite vida y habla de sensaciones desnudas e inmediatas, sin la barrera de las palabras.
Me encantaron tus relatos, que mezclan literatura con el más actual costumbrismo y realidad, embebido en estructuras multiformes sonoras y policromáticas. Un saludo de un poeta local... de Hellín (Albacete).
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