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Apuntes del verde

El honor de Susana

José Preciado
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUn pueblo extremeño

Uno de los muchos problemas que acarrea el oficio de pinchadiscos, además de la sordera, la bebida en solitario y el permanente complejo de hortera, es que uno no puede bailar con la novia. Saturnino, el pincha de la Futi, solucionaba esto último con Wish You Were Here, que duraba lo menos un cuarto de hora. Así que hacia el final de las lentas, siempre después de Samba pa ti, que era la señal convenida con la parienta, para que se fuera preparando, pues no hay más cera que la que arde, entraba el lento armónico de los Pink Floyd y Susana esperaba a Saturnino al borde de la pista. Los del pueblo sabíamos de qué iba el asunto y asistíamos a las operaciones de la pareja con una boba sonrisa de tierna complicidad. Pero en ocasiones, sobre todo los sábados por la noche, en que había forasteros, la posición amorosamente acechante de Susana era interpretada por ojos extraños como un irreprimible y solitario deseo de contacto, roce y quién sabe si magreo con fondo psicodélico-progresivo-sinfónico. De esta manera no era extraño que, en los treinta segundos que tardaba Satur en bajar de la cabina, la Susi tuviera que deshacerse de un par de moscones. A veces coincidían en el crucial momento del abordamiento moscón y novio, lo cual servía a Susana para ejecutar su maniobra favorita, a saber: giro completo hacia Satur ignorando absolutamente al pretendiente, seguido de abrazo más beso con lengua más caricia en la nuca más altiva mirada por encima del hombro hacia el desgraciado forastero que casi siempre seguía todavía allí con cara de gilipollas.

Una noche uno de estos gilipollas se rebotó y, como le gustaba contar a Saturnino cuando refería su historia, orgulloso de la defensa del honor y de la integridad física de su novia, pero mohíno y corrido por las consecuencias que tuvo el asunto, «el muy cerdo le agarró a la Susi una teta y el culo». La bronca fue fenomenal, memorable, épica: Satur soltó a Susana y se lanzó como un tigre al cuello del ofensor, de aquel salido insensato, de aquel violador; el otro ya lo esperaba para arrojarle el cubata a la cara (porque algunos bailaban con vaso); Satur, secándose los ojos con una mano, lo agarró casi a ciegas (aunque con aquella «luz negra» tampoco es que se viera mucho), tropezaron con las parejas que todavía bailaban y rodaron por el suelo, se arañaron y se mordieron, se golpearon las cabezas contra el suelo, intentaron infructuosamente sacarse los ojos, estrangularse y reventarse los testículos, pero al menos pudieron escupirse, arrancarse mechones de cabello y rasgarse la ropa. La Susi gritaba «Satur, déjalo, que lo vas a matar», aunque la verdad es que era difícil adivinar quién podría matar a quién. De pronto, en medio de la batalla y la consiguiente expectación, insospechadamente, Saturnino se zafó de su enemigo, se levantó y echó a correr hacia la cabina. Como contó más tarde, se le había metido en la cabeza, mira qué cosas, que la «canción» se estaba acabando (aunque lo menos le quedaban diez minutos) y que su deber de disc-jockey era lo primero. El forastero, interpretando la carrera del pincha como huida cobarde, echó a correr tras él sediento de sangre. Los dos volvieron a encararse ya en las alturas y reanudaron la lucha. En la refriega cayeron sobre los platos y un desgarro estereofónico a mil quinientos watios reales de potencia, como decía la Futi, fue lo último que se oyó de aquel elepé de Pink Floyd. En el siguiente envite golpearon el cuadro de las luces y, en silencio, los focos giratorios llenaron la pista con un simulacro de emergencia. Desde abajo se oían los zapatazos y los empellones sobre el piso de la cabina, como si alguien estuviese bailando allá arriba una danza frenética, sin música. La discoteca en silencio pareció de pronto irreal, absurda, y sólo entonces se oyeron voces: «se van a electrocutar», «hay que separarlos», «a que se han cargado el Made in Japan». Susana, visiblemente asustada y secretamente responsable, se refugió llorando en los brazos de las amigas mientras seguía gritando, ya histérica, el nombre de su paladín.

Mauricio, el barman, y el portero, que era el yerno de la patrona, vinieron a reestablecer el orden. Cogieron al ofensor de Susana por las piernas, lo sacaron arrastrando a la calle y reelaboraron en su cara las marcas que ya le había dejado Saturnino. Éste trató de decirnos algo y pinchó I Will Survive, de Gloria Gaynor, pero ya era tarde. Al término de la sesión, repuesta la novia, parcheado Saturnino por Mauricio con dos DYC con cocacola y tiritas, aguardaba la Futi para emitir su fallo: áquel era un local de categoría, allí no se permitían broncas, allí los empleados ni bailan durante el trabajo ni mucho menos se pelean con vaya usted a saber quién. Así que ya estás cogiendo el portante, Saturnino, que no te quiero volver a ver. Y dile a Mauricio que te pague lo que hoy no te has ganado, que te mando yo.

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Copyright ©José Preciado, 1996-1998
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Fecha de publicaciónFebrero 1999
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