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Apuntes del verde

Quod erat demostrandum

José Preciado
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUn pueblo extremeño

Como el presupuesto familiar lo permitía, Tomás se metió a rockero. Y para escándalo financiero de los pocos músicos veteranos del pueblo, se compró una Fender Stratocaster. Se buscó un bajista y un batería entre quienes también tenían posibles, y empezaron a machacar los instrumentos al fondo de una nave de la fábrica de su padre. Allí pasaron todo el calor y todo el frío de este mundo, pero al cabo de unos meses ya se defendían con La bamba —y, obviamente, el Twist And Shout—, Speedy Gonzales y Satisfaction. Con tan magro repertorio hicieron su debut en la fiesta navideña del instituto, con gran éxito de crítica y público, quizá porque la melena rubia y la pinta no-ibérica de Tomás proyectaba sobre el grupo una suave aura de extranjería, que era muy de agradecer singularmente en estos asuntos. Animados por tan esperanzador comienzo, continuaron con los ensayos, y en Carnavales ya tenían su primer contrato en la discoteca. La Futi les pagó una miseria y encima les cobró las cervezas, pero ellos estaban indiferentemente felices. Habían conseguido el sueño adolescente de señalarse entre sus semejantes, ahora ya para siempre. Las consecuencias fueron inevitables: comenzaron a ligar más que nadie y eso les provocó inmediatos enemigos, críticas resentido-feroces y alguna bronca; tuvieron novias, las llevaron al fondo de la nave, y aumentaron los gastos suntuarios, alcohólicos, psicotrópicos y profilácticos.

Los contratos siguientes fueron más bastardos: el Casino de Artesanos, en el baile de Pascua, y una boda en una aldea cerca de la raya de Portugal. El repertorio, para su eterno oprobio, hubo de incrementarse con Que viva España, Angelitos negros, alguna ranchera de Rocío Dúrcal y el mayor llenapistas jamás compuesto: La morena de mi copla. Cuando al volver de la boda rayana nos contaron su experiencia, no pudimos dar crédito a su relato, por esperpéntico y anacrónico, y fuimos desafiados a acompañarlos y a certificar la verdad en el siguiente festejo para el que fueran contratados en los límites de la patria. No tardó en llegar otra oportunidad y allá nos fuimos el grupo y media docena de incrédulos inspectores.

El banquete se celebraba en un salón que se utilizaba indistintamente, y según necesidad, como sala de juntas de la pedanía, aula de la escuela unitaria, cine y/o teatro en las ferias, salón de juegos para pensionistas y comedor-restaurante. Al fondo había instalada una tarima —probablemente desde la que el maestro impartía sus clases— y sobre ella, mientras los comensales, indiferentes a nuestro trasiego, atendían a los entremeses variados, los langostinos tigre y la cinta de lomo rellena, ayudamos a colocar los instrumentos y un amplificador marca Sinmarc de tercera mano. Una vez que los invitados hubieron dado buena cuenta del helado, el pastel nupcial, el café de puchero, la copa y el Farias, y sólo después de que se exigieran besos combinados entre todas las partes de las familias ya indisolublemente anilladas, fueron los músicos solicitados para dar comienzo al baile. Comenzaron éstos atacando Rock And Roll, de Tequila, para regocijo nuestro y sorpresa del resto de la concurrencia, y los camareros, con la colaboración de algunos familiares de los contrayentes, fueron retirando los manteles de papel, aún con los restos de la comida, por el procedimiento nunca lo suficientemente ponderado por práctico e higiénico de enrollarlos y tirarlos a un rincón. Mientras sonaba la segunda pieza —Morena, / la de los rojos claveles, / la de la reja floría...—, suplicada por el padre del novio, deseoso de afianzar cuanto antes el talle de su nuera, se desmontaron las mesas y se dispusieron alrededor del espacio reservado como pista todos los asientos disponibles, que de forma inmediata ocuparon las señoras, pues sus maridos, así como el resto de los varones del convite, habían recibido hacía ya rato la llamada de la barra libre. Las hembras más jóvenes, pacientes pero confiadas, esperaron de pie la ocasión de echarse un baile, pues, por el principio de acción y reacción, sabían bien que, después del inexcusable avituallamiento líquido, la ola masculina habría de retornar en busca de lo sólido. Durante el primer pase de los músicos el festejo discurrió por los cauces acostumbrados –sabido es que no hay dos bodas diferentes— y algunos de nosotros, perfectamente integrados en el bullicio a pesar de nuestra condición de intrusos, no paramos de bailar pasodobles, pero, conforme seguía avanzando la velada, visto que había poco que hacer con la moza fronteriza y recordando el motivo de nuestra expedición, fuimos poco a poco impacientándonos por que se nos mostrara aquello que habíamos venido a ver.

La señal convenida era El reloj. Cuando el bolero andaba mediado y la pista era un suave balanceo, Tomás se acercó por atrás a su Sinmarc y de un puntillazo desbarató un empalme eléctrico hecho con la ayuda de palillos: saltaron chispas, el amplificador aulló de dolor y, con un petardazo, se fundieron los plomos del local. Casi inmediatamente, y antes de que el batería se percatara de que su instrumento, por acústico, era el único que había sobrevivido al silencio, y parara, decenas de inquisidores haces de linterna navegaron con urgencia por la viciada atmósfera de la sala. Con experimentada rapidez y pericia encontraron su objetivo —la hija, la sobrina encomendada, la nuera un poco suelta— y les exigieron, mediante enfoque directo al rostro —símbolo visual de significado unívoco en aquel contexto— acatamiento, recato y asiento. Cuando se hubo restablecido la corriente y reparado el empalme palillero, continuó el baile sin novedad hasta el segundo descanso de la orquesta. Sólo entonces se permitió Tomás una sonrisa de satisfacción que hubieran envidiado Copérnico, Galileo o Newton, y nos exigió, natural y científicamente, que lo invitásemos a un cubalibre.

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Copyright ©José Preciado, 1996-1998
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Fecha de publicaciónAbril 1999
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