Pasó de Médicos Sin Fronteras a médicos con BMW en dos años, de la tierra negra de Tanzania a las blancas laderas de Sierra Nevada en tres y del bungalow prefabricado al chalé de dos plantas, ático con solárium y garaje en cuatro. Por el camino se casó, tuvo mellizas y un samoyedo. Es cierto que tuvo que pagar algún peaje: celos tan apenas reprimidos como torpemente disfrazados en los viejos amigos que lo vieron partir hacia las destellantes alturas del éxito social y económico, y un inevitable extrañamiento en los nuevos cuando descubrían en sus palabras impudorosas los comienzos profesionales, concienciados, humanitarios, solidarios, de tan inusual caminante. Nunca se justificó, jamás sintió la necesidad de dar explicaciones, tal vez ni siquiera a sí mismo. Cuando en un recóndito pliegue de su mente asomaba algún mínimo retal de lo que en otros pudiera considerarse mala conciencia, Ángel sabía taparlo inmediata y eficazmente con un sabio conjuro. Se decía entonces que simplemente, y como siempre había sucedido en su existencia, se había dejado llevar y había abandonado la voluntad a los arcanos del azar, a las fuerzas indefinibles que a la postre regulan todos los actos y todos los hechos. En la adolescencia, cuando le alcanzó la lucidez de comprender que él a sus padres les importaba un carajo, había ya adquirido con admirable deportividad la necesaria pericia en el arte de abandonarse a lo imprevisible. Por azar eligió Ciencias en el Bachillerato —una equis en la casilla de arriba, una equis en la casilla de abajo—, la rifa de la Selectividad lo depositó desnudo de vocación en la Facultad de Medicina, y la carrera —para otros una insana cuesta arriba, un puerto de montaña de categoría especial— fue para él un suave descenso hacia lo que esperaba desapasionadamente que fuera su vida. Luego, el MIR, la especialidad de cirugía —una equis en la casilla de arriba, una equis en la casilla de abajo— y una mañana, en la cafetería del Clínico, María y Médicos Sin Fronteras. Si para otros África, la insoportable miseria del Tercer Mundo, la disentería y las heridas de machete en la carne de niño constituían una prueba diaria de entereza y de compromiso, para Ángel, carente de voluntad y por ello ajeno a las frecuentes crisis que su desviación o su accidental pérdida provoca en quienes la poseen, no fueron sino simplemente otra estancia u otra forma de manifestación de los acontecimientos. Y con la fría eficiencia del que carece absolutamente de reflexión moral, triunfó insospechada y paradójicamente como voluntario. María desapareció como surgió, esta vez en la cafetería del aeropuerto de Dodoma. Y dos años después de la marcha al África, en Navidad, durante lo que suponía que sería una rutinaria y desnaturalizada visita a la familia, supo de la existencia de una plaza vacante de cirujano residente en el Doce de Octubre. Lo que diferencia una herida de mortero y una perforación estomacal debe de ser sólo accesorio, pues Ángel no acusó el cambio. Inmoral en el sentido exacto de la palabra, no echó de menos la selva ni saludó con especial alivio la escandalosa diferencia en las condiciones de trabajo. Eficaz como un verdugo, pronto recibió ofertas de la medicina privada y supo de la diversificada oferta de los fondos de inversión —una equis en la casilla de arriba, una equis en la casilla de abajo—. Aurora, una patóloga confortable, le hizo otra oferta. Lo demás ya lo saben.
Copyright © | José Preciado, 1997 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Junio 1998 |
Colección | Interiores |
Permalink | https://badosa.com/n038 |
Originalmente creí que tenía algun origen religioso-cristiano, fue sensacional encontrar algo distinto a mi concepción popular.
He observado que no hay nuevos relatos ni poemas de este autor y creo que muchos lectores estaríamos interesados en seguir su trayectoria. Transmite vida y habla de sensaciones desnudas e inmediatas, sin la barrera de las palabras.
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