Dispuesto para hacer la entrega, mi mujer me dio parte del dinero que retiró del banco. Al ser una cantidad elevada tomé mis precauciones, máxime cuando debería trasladarme de nuevo a La Isabela en un concho o en una furgoneta voladora, equivalente al concho pero en furgoneta. Tengo unos calzoncillos especiales para estos casos. Un bolsillito en la parte delantera me permitía ocultar y cargar billetes con confianza y disimulo. Acoplé en él los cuarenta y un mil cuatrocientos cincuenta pesos. Aun estando en billetes grandes, configuraban un bulto muy considerable en mi pantalón, según podía comprobar al mirarme en el espejo. Para solventar esta contrariedad tomé una agenda que me sirviera de pantalla.
Después de despedirme de la familia sin obtener correspondencia, me trasladé al cuartel de policía de la población para hacer la pertinente denuncia por la desaparición de mi moto. Para desplazarme hasta allá requerí los servicios de un motoconchista. Ya dije que son mototaxis de pequeña cilindrada. Al hacer una seña, el conductor mulato oscuro, ancho, de corta estatura y un poco chulo de ademanes, se detuvo y preguntó destino. Montándome dije:
—Rápido, al cuartel de policía.
Acuciado por la orden aceleró con brusquedad y del impulso me desplacé hacia atrás. A punto estuve de caer, y si no lo hice fue porque me agarré con mucha fuerza a la matrícula. Al frenar con el mismo ímpetu en la primera intersección, casi me apeo por las orejas. Al desplazarme hacia adelante me comprimí involuntariamente contra él. Entonces, ahí mismo, inesperadamente, puso los pies en el suelo y dijo:
—Apéese.
—¿Cómo? —pregunté extrañado y todavía con el corazón acelerado.
—¡Que se apee le digo! ¡Carajo!
—¿Y eso? —volví a preguntar.
—Yo no monto pajarones en mi motol. Apéese.
Como no era oportuno enterarle que el bulto que él sentía en su rabadilla era papel moneda y no lo que él imaginaba, preferí apearme para evitar polemizar en medio de la calle, donde ya empezaban a interesarse en nosotros varios transeúntes y algunos de sus colegas. Cuando me bajé le espeté:
—Que conste que no soy maricón. Y si lo dice por lo que pienso, no tengo yo la culpa de que la madre natura conmigo se excediera.
—¡No me relajes mariconaso! Un huevo así sólo lo tenemos los mameianos y la gente de coló. ¡Gringo del diablo! —arrancó, pero me oyó cuando le grité:
—No soy gringo. ¡Soy español!
—Pior —le escuché mientras se alejaba.
Para evitar más situaciones comprometidas debido a los prejuicios de los mameianos sobre este tema, hice el resto del trayecto a pie y no tardé mucho en llegar al cuartel. En Morúa no hay distancias largas. Al pasar, un desaseado vigilante me chistó desde la garita en la que estaba de guardia.
—Dame un cigarrillo, little brother.
Después de entregárselo y prendérselo dijo, expulsando humo por las narices:
—Tú eres gringo y entiendes lo que es un buen reló. Un reló chévere —miró a su alrededor extrajo uno del bolsillo—. Tú no eres bruto. Mira un Rolex de oro dorado. Te lo vendo pol lo que tú me des si el precio no ofende.
—Mi no entienda español, señorita —dije desentendido y alejándome. Sacó en ese momento un anillo de otro de sus bolsillos mientras decía—. ¡Pero ven aquí, pendejo!
Me introduje en el edificio, allí vi a otro policía con una apariencia más respetable y que inspiraba más confianza. A él me dirigí.
—Por favor. ¿Para hacer una denuncia?
Con un gesto de cabeza y sin decir palabra me indicó una sala contigua. Sentado ante un escritorio, me di cuenta de que en uno de sus cajones abiertos tenía un plato con arroz y güandules. Volví a mirarle y comprendí que estaba comiendo y que no respondía por tener la boca llena.
—¿En esa sala? —pedí su confirmación.
—Sí.
Evidencié el acierto de mi suposición pues, al dar el sí, expelió unos granos de arroz por su boca.
Entré en una oscura, espaciosa y sórdida habitación escasamente amueblada. El gran ventilador que en el techo giraba despacio las palas producía un chirrido espeluznante. Allí, un sargento tras una mesa, prácticamente tumbado sobre un desvencijado sillón al que le faltaba un apoyabrazos y un tapizado nuevo, con un papel en la mano se dirigía interpelando y en términos no muy caballerosos, a una pobre anciana. Desdentada, menuda, nerviosa, estaba impresionada por el método de este sargento no muy alto pero bastante grueso, con mal olor, calvo y con unas gafas de sol con patillas color naranja. Le acusaba del robo cometido a unos suecos alojados en el hotel donde trabajaba la sospechosa.
—¿Dónde están la cámara de fotos, la película fotográfica y el colchón de playa? Dilo, pendeja. ¿O es que quieres que te dé una golpisa?
Le juró, por la Virgen de Altagracia y las lágrimas de Jesús, que mientras no aparecieran las cosas, ella iba a pudrirse en la cárcel y que además agarrarían a sus cómplices tarde o temprano. Cuando hizo un descanso en las amenazas, reparó en mí. Arrugó la nariz dos o tres veces con el gesto que hacen frecuentemente muchos mameianos para preguntar qué se quiere, o cuando no se entiende algo.
—Excúseme, mi sargento. Es para presentar una denuncia por el robo de un motor.
Con un gesto de cabeza como hizo el otro, me indicó un escritorio en el que yo no había reparado situado en la parte más oscura de la estancia. A él me dirigí remolinando el asentado polvo del suelo mientras él reanudaba el interrogatorio. Un raso con los pies sobre la mesa y las manos en la nuca me aguardaba con un rictus de fastidio en la cara. Le estropeé el entretenimiento de observar el trabajo de su superior.
—Disculpe. Es para presentar una denuncia por el robo de un motor —volví a repetir sentándome en un cajón de frutas que suplía a una silla a la que le faltaba una pata.
Extrajo de una gaveta un cuaderno de los que usan los escolares de primaria, con los contornos troquelados con la figura del pato Donald uniformado de policía y saludando marcialmente.
—¿Qué lo qué? —preguntó desganado mientras abría el cuaderno sin mucho interés.
—Pues verá usted, señor agente. Creo que ha sido en el transcurso de la noche anterior cuando substrajeron una motocicleta de mi propiedad. Marca Honda VF de setecientos cincuenta centímetros cúbicos de cilindrada. Color azul y blanco. Chasis número v 3546734774211fb. Matrícula 4767. Se la puede identificar también por el asiento que está roto, tengo un perro con la costumbre de mordisquearlo y sacarle la gomaespuma. Tiene tres agujeros por esto, dos a la izquierda, uno de ellos bastante grande, por él se ve el armazón del sillín, y otro más pequeño a la derecha. Otro signo de identificación es una pegatina —arrugó la nariz—, una calcomanía como lo llaman ustedes, en el depósito. Se la puso el anterior propietario, no yo. Es un letrero que dice: «Dios, la Virgen y yo». La motocicleta la dejé, a causa de una avería, en un cañaveral cerca de Monte Plata. Hoy cuando fui a recogerla para llevarla a un mecánico había desaparecido. Confío ciegamente en que ustedes la encontrarán rápidamente y que un juez castigará con firmeza al ladrón. Esta horda es nefasta para el prestigio turístico del país en el exterior. Todo celo es poco para preservar esta industria que como usted sabe es la que genera mayores recursos a la República Mameiana.
Escuchó inmóvil, sin pestañear, con la boca abierta y los ojos entornados. Cuando finalicé agarró un lápiz, alisó las hojas y se dispuso a escribir. Al percatarse de que el lapicero estaba despuntado, exclamó:
—¡Anda el diablo! Mi salgento... ¿me presta un lapicero? —preguntó.
—No, yo no tengo, no —respondió el otro.
Se levantó y pachorrudo salió del despacho. Al cabo de unos diez minutos regresó con otro lapicero, muy corto pero con punta. Durante ese tiempo me entretuve, al igual que antes hacía el otro, contemplando la escena del sargento y la vieja. En un momento determinado, poniendo la mano donde él suponía que estaba su corazón, el policía juró por su honor que si le decía el nombre del verdadero ladrón y proporcionaba algunos pesitos restituiría su libertad.
—¿Entonces te robaron el motol? —me preguntó el raso.
—Pues sí señor, así es.
—¡Ay, ay, ay, ay! ¿Y cómo es que tú te llamas?
—Francisco Maldonado Expósito.
Con la lengua apretada en los labios escribió despacito, con dificultad y en letras muy grandes: «Fransisco Malgomado Esplosito». No dije nada para corregirle. Caí en la cuenta de que era una pérdida de tiempo solicitar el auxilio de las fuerzas armadas en este país para casos de éstos.
—Bueno. Escúchame, Fransisco. Tú sabes que nosotros tenemos muchas denuncias de éstas. Se amontonan y se quedan sin resolvel... ¡Ya tú sabes! Si se afloja un poco la mano pues... el coronel hace más caso. ¿Tú ves?... Nosotros cobramos muy poco por tanta fatiga. Así que dame lo mío y yo paso esto ulgente. ¿Tú me estás entendiendo como es...?
—¿Veinte pesos? —pregunté incomodado.
—¡Pero ven acá! ¿Cómo va a sel? Yo tengo dinidad. Con veinte pesos ya no se hace nada, mi helmano. Esto vale pol lo menos dosientos, mi helmano. ¿Tú ves?
—Olvídelo señor agente. Muy amable por su atención. No le distraigo más de sus múltiples ocupaciones. Ya me ocuparé yo de buscarla —dije levantándome con mucho despecho.
Clavando su mirada en mi bragueta exclamó un ¡Diaaaablo! que retumbó en la sala atrayendo la atención del sargento y de la plañidera anciana, que no tardaron en descubrir el bulto asombrándose igual que el otro.
Furibundo y colérico, salí del cuartel. Caminé a paso rápido y gesticulando malhumorado mientras lanzaba imprecaciones contra las fuerzas del orden. Ya en la pista aguardé a una de las guaguas voladoras o un concho, lo que apareciera antes. En la espera se templó algo mi airada excitación. No tardó mucho en aparecer una voladora. Abarrotada como siempre, me introduje con muchísima dificultad. Gracias a que estoy delgado, a mi experiencia y al bamboleo, pude ir ganando espacio sutilmente a los viajeros próximos. Poco a poco logré sentarme reclinando la espalda en el respaldo, todo un mérito. El merengue sonaba a gran volumen, aunque en este viaje se escuchaba bastante bien, sin interferencias, muy distinto a lo que ocurría en la mayoría de las ocasiones en que viajé en este popular tipo de transporte.
Una canción que me complacía el gusto, también el ir sentado disfrutando del sabroso roce entre dos fragantes y bellas señoritas, hizo que se esfumara la ira que me provocó las fuerzas policiales de Morúa. En el asiento posterior viajaba una muchacha con lágrimas en los ojos, a cada uno de sus lados llevaba a dos hombres jóvenes y grandes cantando a voz en grito el merengue que sonaba en la radio, el que decía: «y un pedazo queso, que tenía yo, ese charlatán sin piedad se lo comió. Fue a la nevera y se comió mi salchichón». Más adelante por los comentarios que hacían mis compañeras de asiento, supe que la muchacha padecía un terrible dolor de muelas. Supuse que no le sería muy placentero viajar entre estos dos individuos berreando. En un bache y a causa de la velocidad (calculo que sería de ciento cuarenta kilómetros por hora) se desplazó mi protección contra miradas indiscretas. Las dos muchachas, al igual que el agente de policía, exclamaron al unísono: ¡diaaaablo!
—Señoritas —dije audazmente, tratando de hacerme el gracioso—, este bulto vale muchos cuartos.
Ellas rieron con picardía sin dejar de mirar alternativamente mi rostro y lo otro.
—Les aseguro que vale más de cuarenta mil pesos —continué.
—¡Mi amol!, yo te doy pol él los cuarenta mil pesos y un conuco* que heredé de mis papás —se guaseó la más atrevida.
Así, una gracia tras otra, reíamos todos a excepción de la del dolor de muelas, que maldita la gracia que le haría a ella el viajecito. Llegué a mi destino. Mientras me apeaba, la más osada dijo:
—¡Cuídate, mi amol, no te me vayas a estropiar! —reanudándose las sonoras carcajadas en la guagua que se alejaba. Ya estaba en La Isabela.
Entré contento en mi oficina. Altagracia se pintaba las uñas con mucha aplicación, pero en un rojo muy subido para mi gusto.
—¡Buen día! —saludé.
—¿Cómo está, don Fran?
—¿Ha regresado don Federico?
—¿Quién?, ¿el Flaquito?
—¿Qué otro don Federico conoce usted?
—¿El del envío?
—¿Qué otro podía ser?
—¿Chopin?
Cansado ya de este juego pregunta-respuesta, decidí rematar hiriendo.
—¿Y por qué no elige un tono de uñas más apropiado para el color de su piel?
—¿Y por qué no va usted y pide que le fabriquen otra vez pero que en esta ocasión se esmeren más?
Ganó. No podía superarla. Me quedé mirando como un idiota sin respuesta. Ella, consciente de su triunfo, me dijo que sí, que había estado y que se pasaría en una media hora.
—Altagracia tráigame un café si es tan amable, por favor —ordené mientras me sentaba.
—Sí señor, ahorita —dijo levantándose sacudiendo las manos.
Aprecié entonces su conjunto: blusa roja que transparentaba un sujetador del mismo color con encajes; falda negra, muy por encima de la rodilla, excesivamente ceñida; llevaba además un liviano pañuelo de seda tirado hacia atrás por los hombros; zapatos de tacón alto y muchas alhajas. Me preguntaba cómo sería posible que con el estrecho sueldo que yo le pagaba pudiera lucir un vestuario tan variado y caro.
Por supuesto que hice el encargo con la intención de quedarme a solas para sacar el dinero de los calzoncillos.
Estaban los pantalones en mis tobillos, y por no tomar la elemental precaución de echar el cerrojo, se abrió la puerta y apareció fatalmente la secretaria preguntando si deseaba dos o tres cucharadas de azúcar.
Ante su asombro, dije inmediatamente en esa deshonrosa circunstancia:
—¡Seguridad! Traigo el dinero para la entrega del señor Federico en estos calzoncillos especiales que tienen un bolsillo con cremallera en la parte delantera y así evito que...
No logré finalizar la justificación, Altagracia se marchó riendo y dando palmas como una loca por los pasillos del centro comercial donde estaba ubicada la oficina. Recompuse mis prendas. Guardé el dinero en un cajón esperando la llegada del café y de mi secretaria con toda la dignidad de la que fui capaz, que era muy escasa.
Apareció al instante sonriendo y mirándome burlona acompañada del Flaquito, quien muy extrañado no comprendía las sonrisas de Altagracia, las carcajadas que trataba de reprimir sin mucho éxito. Yo, porque no me parecía serio lo de las risitas en negocios financieros, aunque fueran con clientes de esta condición, le hacía señas para que callara y se moderara, lo que acrecentaba aún más su descontrol.
—¿Cómo está, don Federico? —extendí la mano para saludarlo.
—¿Cómo lo llevas? Estoy bien. Pero no me llames Federico. No me gusta ese nombre, me suena a... viejo, y yo espero no llegar a serlo nunca —dijo intentando hacerse el simpático y el filósofo con voz temblona.
—Ja, ja, ja, ja —rió desbordada ya sin poder contenerse Altagracia. Echándose las manos a la cara salió precipitadamente del local derribando una silla.
—¿Qué le pasa a esta tía? ¿Qué he dicho? —exclamó el Flaquito.
—Es que antes hemos tenido un percance para ella gracioso y no puede dominarse. Discúlpela.
—Tutéame, hombre. Que debemos de tener la misma edad. ¿Tú cuántos años tienes?
—Treinta y cinco ya —respondí— ¿y tú?
—Treinta y dos. Llámame Mey. ¿Eres judío?
—No. ¿Qué te hace pensar eso?
—Me han dicho que en Morúa hay muchos y tu secre dice que vives allí. Me contaron que Machuca, el antiguo dictador, les regaló las tierras cuando venían huyendo del holocausto nazi. También lo digo por el tipo de negocio que tienes montado. Todo el tema este del dinero, que dicho sea de paso, «la balanza del tendero siempre es sospechosa». Tú me dices que es un dos por ciento tu comisión, pero en realidad te llevas mucho más por el tipo de cambio de las monedas, además de lo que metes de teléfono y de entrega a domicilio. Pero vamos, que yo paso de eso porque me interesa que me lo traigas, que me han dicho que lo haces rápido.
—Pues no, no lo soy; aunque admiro a esa raza, si se puede llamar así.
—Perdona, pero no creo que se pueda llamar así, porque hay judíos de distintas razas: blancos, cobrizos, negros; en fin, de todo tipo.
—Sí, así es. Te decía que los admiro por su historia, por la construcción y desarrollo de Israel que...
—Bueno, Fran. ¿Has traído mi dinero? —interrumpió descortés.
—Por supuesto. Ya hemos confirmado en nuestro banco. No hay ningún problema. Como ves, cumplimos con nuestro eslogan publicitario que es, ya lo habrás escuchado en la radio, «Con AATUCA va seguro y rapidito...»
En ese instante se me vino a la mente la forma en que conseguí el dinero y el modo en que lo transporté. Me sentía el hombre más incapaz e incompetente del Globo.
Como mi secretaria aún no había regresado yo mismo rellené los recibos. Antes de dárselos a firmar, saqué del cajón la cantidad exacta para la entrega, que previamente ya había contado. No obstante volví a hacerlo delante de él, contemplando con estupor y vergüenza que entre los billetes había varios pelos de mi zona pubiana. Intenté disimularlos mientras contaba y con esta preocupación perdí la cuenta. Él dijo que lo contó conmigo y estaba bien. Sopló sonriendo un pelo que estaba sobre la mesa en el que yo no había reparado.
—Muy bien, Mey. Pues si has quedado conforme, te agradecería que nos recomendaras a tus amigos y conocidos. Habla de nuestros servicios con algún que otro turista compatriota. Te lo pido porque he tomado cierta confianza contigo. Ya sabes: con AATUCA va seguro y rapidito.
—Lo haría con gusto tío, pero aquí no tengo ni conocidos ni amigos. De todas formas si se tercia con algún turista sí hablaré. Porque la verdad es que has cumplido. Hablando de otra cosa, tú que llevas más tiempo en la República. ¿Cómo está la cosa para invertir o poner algún negociete? Me han hablado de una discoteca que alquilan en este centro comercial. ¿Tú cómo lo ves?
—Que si quieres invertir en negocios de hostelería te vayas a Morúa. Allí hay más ambiente nocturno. Es otro tipo de visitante. Este centro está muerto, no viene nadie. En Morúa ves auténticas porquerías montadas con cuatro duros que se ponen a reventar. Y en este centro, locales vacíos con los camareros de brazos cruzados. Pero en fin, en Morúa, o cualquier parte de la isla lo mejor es que lo veas tú, que te guíes por tu criterio y que no hagas caso de nadie. Aquí cuando vas a hacer algo todo el mundo te dice que es muy bonito y que está muy bien, sea lo que sea. Porque en el fondo, en la República, igual que en cualquier otro lugar, le importa a la gente tres cojones lo que hagas o dejes de hacer, con tal de que no les salpiques. Y perdona por los términos, pero es así a mi modo de ver.
—Yo es que tengo algo de práctica en eso de crear ambientes y dar animación. En Mallorca nos lo montábamos mi tía y yo. Nos vestíamos de payasos, o con colores brillantes, nos maquillábamos las caras, así... exagerado, invitábamos a la gente a pasar y llenábamos los sitios para los que trabajábamos. Y eso que de inglés no teníamos ni idea y tú sabes que por allí hay mucho guiri.
—Vuelvo a decirte que para eso, a mi entender, el mejor sitio es Morúa. ¿Lo conoces? —él negó con la cabeza—. Pues es un sitio mejor que éste. En La Isabela tienen encerrados a los turistas en jaulas de oro. Los traen desde Europa a esos complejos hoteleros maravillosos que tienen de todo: restaurantes, casinos, discotecas, bares, centros comerciales, etcétera, etcétera. Y no salen de ahí ningún día de los que pasan de vacaciones. Si acaso, alguna excursión, organizada claro. Morúa en cambio tiene un turismo que va más por libre. Se le ve por la calle, gente joven, un ambiente más emancipado, con más deseos de diversión. Yo te aconsejo que vayas a conocerlo. Estoy seguro de que te gustará más que esto.
—Pues yo creo que sí. Porque lo que dices es cierto. Estamos en un complejo de ésos y me da igual estar aquí que en Honolulú. Al final, todos los hoteles son iguales en todas las partes del mundo.
Estuvimos charlando de hoteles y de la vida durante mucho tiempo. Después se despidió diciéndome que tuviera la seguridad de que nos volveríamos a ver nuevamente, que pensaba regresar dentro de un tiempo para intentar hacer algo en la República Mameiana. Al oirle volví a sentir ese mal presagio, esa mala sensación.
Entró Altagracia ya serena.
—Discúlpeme, don Fran. No pude evitarlo.
—No debería reírse tanto. Leí en una de sus insustanciales revistas que la risa hace que se manifiesten unas espantosas arrugas en el contorno de los ojos y lamentaría mucho que aparecieran en los suyos; que los tiene usted muy bonitos. Trate de ser un poquito más seria.
Abrió su libro de inglés y practicó escapándosele alguna risita.
Me sentía bien. Hice una de las entregas ganando un buen margen de beneficio. El cliente no se puso desagradable, como sucedía en la mayoría de las ocasiones a causa de mi porcentaje. Altagracia pronunciaba bajito. A raíz de mi conversación con Mey, recordé entonces a un grupo de turistas españoles que andaban por la calle principal de Morúa. Miraban todos los escaparates, leían la carta de los restaurantes buscando el más barato; a su alrededor llevaban una nube de limpiabotas y vendedores de baratijas; eran escandalosos, se advertía su alegría. Uno de ellos le voceó al resto del grupo:
—Vamos a tomar algo aquí que hay papi agüers.
A mi modo de ver, los visitantes españoles son los más ruidosos y alborotadores que llegan por estas tierras. Viene también alguno en actitud arrogante, influido sin duda por los tópicos del negrito ignorante, bailón e ingenuo y del indio miserable y pintoresco. Pensando que todos ellos aprecian mucho a la madre patria por lo del «Descubrimiento». Individuos que en su país desempeñan oficios ingratos o empleos humildes, situados en la parte baja de la escala social y con una cultura forjada en el salón de su domicilio por el televisor, o en el bar con sus acólitos de equivalente rango y prestigio; aquí se experimentan por la disparidad étnica y el desarrollo de la nación, en nobleza. Señores que tienen derecho a que les complazcan sin rechistar, porque son sus vacaciones y las han pagado. Adoptan también pose paternalista con taxistas, limpiabotas, recepcionistas, camareros... Les hablan de las maravillas y de los adelantos que disfrutan en España: maravillosas carreteras, colegios, hospitales... «No obstante somos europeos, no como en este país atrasado e incivilizado, con tantos apagones, con tanta miseria y con tantos bichos. Aunque, eso sí, muy bonito, ¡precioso!». El ser blanco en un lugar con generalidad mulata, las atenciones que reciben y a las que casi ninguno está acostumbrado; el mismo idioma, los problemas individuales de la pobreza, les hace sentirse así, de esa forma.
El mameiano, persona de eterna sonrisa, gente enigmáticamente alegre, afable, atenta, complaciente: soporta en sus humildes oficios a personas de esta condición con una ilimitada paciencia; dándoles la razón en todo lo que les dicen, aconsejan u ordenan, aunque sean majaderías que no debería decir boca alguna.
El turismo es la fuente de la que beben también miles de personas día a día, llevando a sus casas las propinas de los foráneos, muchas miserables, alguna generosa.
Por tanto, todo el mundo sabe aquí que el extranjero tiene prioridad en casi todo. Que el visitante trae los dólares que hacen tanta falta para poblaciones enteras dedicadas a ese negocio. Así que sonrisa, amabilidad, corrección, buenos modales, aunque se trate de un patán español, de un borracho alemán, de un sátiro italiano o cualquier otra escoria de las fantásticas sociedades civilizadas y desarrolladas. Tolerancia, sí, mucha paciencia. Poner buena cara y «deme dólares pendejo, y regrese que nos hace mucha falta».
Reflexionaba en todo esto cuando llegó Bienvenido del Campo Calatrava.
—Buenas tardes tengan ustedesss. ¿Cómo estamosss?
—¡Pues aquí!, piliando. ¿Qué tal, Bienve? —dije yo sonriendo de no muy buena gana.
—Buenas tardesss, señorita —saludó a la secretaria.
—Saludos —dijo ella guardando una novela en un cajón.
Acercándose chocaron sus bocas. Después, se arrellanó en una silla y comentó:
—Pues nada, voy a ver si compro los víveres. Je, je, je. No te habrás molestado después de nuestra charla telefónica, ¿verdad Fran?
—Pues claro que no. Lo entiendo perfectamente. Si se mezclan sentimientos y dinero son relaciones interesadas, condenadas al fracaso, a la frustración —miré maliciosamente a Altagracia. Ella desvió su mirada.
—¿Y has solucionado el tema?
—Bueno, pues sí. Hay uno que no es partidario de esa teoría tuya y me prestó el dinero.
—¿Todo?
—Pues sí, todo.
Desentendiéndose, Bienve contempló orgulloso a su objeto de placer y amor. Le sonrió altivo. El carcamal, a pesar de su racismo, estaba prendado de esa fresca morenita: deliciosa, inteligente..., sin corazón.
—Fran, mañana me sale un barco y tengo que abastecerlo. ¿Por qué no das permisito a la señorita para que me acompañe de compras? Digo, si no tiene trabajo claro está, lo primero es lo primero. Aunque por lo que veo, hay poco.
Miró a los objetos que estaban sobre la mesa de Altagracia: libros de inglés, revistas, algunos catálogos de cosméticos, unas tijeras, el botecito de la laca de uñas.
Consentí con la condición de que regresara para cerrar y Altagracia hizo un gesto de fastidio que Bienve no captó.
—No te preocupes, para esa hora te la traigo. Je, je, je.
Transcurrieron unos minutos desde su marcha y mientras tarareaba la canción, «Ay mujer, tu cuerpo me hace falta ya», timbró el teléfono.
—Hallo.
—¿Quién me habla?
—Le hablan de AATUCA.
—¡Oh! AATUCA. ¿Y la persona con la que tengo el placer de hablar?
—Con Fran.
—¡Oh! ¿Y es usted el responsable de la empresa?
—Sí lo soy.
—¡Oh! Le habla el licenciado López. Le pongo al habla con el licenciado Vega. Mucho gusto en saludarlo.
—Hallo. Le habla el licenciado Vega, señor Fran. Lo primero transmitirle mis deseos de que se encuentre usted bien de salud y agradecerle que atienda tan gentilmente nuestra llamada. Nosotros estamos organizando en el estadio deportivo de Monte Plata un encuentro de béisbol y nos complacería enormemente que su digna persona tuviera a bien realizar el primer lanzamiento del partido, el saque de honor. Si usted accediera nos complacería mucho honrándonos con su presencia en el desarrollo de tan magnífico evento deportivo. Esto nos haría muy felices por...
—Disculpe. ¿Quién organiza el encuentro?
—Excuse. Somos una asociación cultural de Monte Plata.
—Y ¿para cuándo es esta celebración deportiva?
—Para este próximo domingo y...
—Oh, ¡no sabe cuánto lo lamento! Pero seguramente este fin de semana realice un viaje a Puerto Rico y sintiéndolo mucho no podré asistir.
—Oh, pues le deseo mucho éxito en su viaje a la hermana isla y también que Jesucristo Nuestro Señor le acompañe y le pido que le dé felicidad a usted y los suyos...
—Muchas gracias por acordarse de mí y lamento no poder estar con ustedes en ese día.
—Señor Fran, en otro orden de cosas, fíjese, nosotros estamos en el deseo de imprimir mil camisetas para los muchachos de la zona en las que aparezca el siguiente texto: Sí a la vida. No a las Drogas. Mente sana en cuerpo sano. Asociación Juvenil Cultural Deportiva Juan Pedro Santana de Monte Plata. Para ello estamos en contacto con diversos empresarios de la zona Norte. Lamentablemente nos ha fallado alguno. Necesitamos comprar seis galones de pintura para la impresión de las camisetas y queríamos saber si usted estaría dispuesto a contribuir en tan digna obra en pos de nuestra juventud mameiana. Cada galón tiene el precio de doscientos pesos. Es pintura para serigrafía de extraordinaria calidad. Intentamos que este mensaje perdure por largo tiempo en las camisetas de estos jóvenes, además de en su corazón y...
—Discúlpeme. Pero no debo contribuir hasta no conocerles personalmente. Pero pásese la semana entrante por nuestras oficinas y trataremos sobre esto.
—El problema, señor Fran, es que las camisetas las queremos tener impresas para este fin de semana. Y al menos si usted contribuyera para tres galones nosotros nos sentiríamos sumamente complacidos.
—Le reitero lo dicho anteriormente. Con sumo gusto les atenderé la próxima semana. Ustedes saben que hay muchos timos de éstos, tumbes los llaman ustedes. Personas que sin ningún reparo y haciéndose pasar por representantes de sociedades filantrópicas, solicitan ayuda a personas y empresas para muy dignos fines, pero acabando al final el dinero en sus bolsillos.
—Claro, le entiendo señor Fran, pero... ¿no cree que al menos en un galón podría cooperar? Yo le mandaría a un mensajero de la asociación...
—Lo siento, pero no.
—Está bien. Muchas gracias de todas formas por atendernos en este día tan maravilloso que nos dio nuestro Señor y le agradezco nuevamente su atención, deseándole un buen viaje a nuestra isla hermana.
—Muchas gracias a ustedes por acordarse de mí. Y que Dios les ayude. Bay.
Existían varios tipos de timos telefónicos. En una ocasión recibí la llamada de uno que dijo ser jockey en el hipódromo nacional. Un hombre harto de ser pobre, que consiguió la residencia en los Estados Unidos deseando irse millonario para allá. Me informó del arreglo que hizo con sus compañeros para las carreras del próximo fin de semana y me brindaba la oportunidad de enriquecerme con la combinación de los números de las quinielas que él me facilitaría si apostaba tres mil pesos ganando así ochocientos mil en premios. Las partes serían al cincuenta por ciento, con la condición de que no se lo dijera a nadie y que hiciera las apuestas en determinada banca receptora. Me dirigí a Santiago, ciudad donde estaba dicha banca; pero antes, y nunca me cansaré de agradecérselo a Dios, fui a ver a Chespirito a comentarle el caso para que me diera su opinión.
—Mire Fran, estos ladronasos llaman por teléfono y le dicen que tiene que il a una banca. A esa banca no a otra. El dueño de la misma es el organizadol del tumbe. Si consigue tres o cuatro pendejos que lo hagan, pues multiplique las ganancias. Y es que dan combinaciones imposibles.
A pesar de la modestia de mi empresa, del poco tiempo que llevábamos funcionando y de ser prácticamente desconocida, me ofrecieron por teléfono: salir en televisión, hablar por radio, entrevistas para periódicos, hacerme personaje del mes, entrega de diploma por mi contribución al desarrollo mameiano, presidir mesas, etcétera, etcétera. Nunca me premiaron tanto en mi vida, aunque lamentablemente ni los premios ni el interés estaban basados en mis logros o méritos sino en el hipotético dinero que esos desgraciados desatinados sospechaban que yo tenía.
Copyright © | V. Pisabarro, 1993 |
---|---|
Por el mismo autor ![]() | No hay más obras en Badosa.com |
Fecha de publicación | Agosto 1997 |
Colección ![]() | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n025-05 |
Me ha gustado mucho. Actualmente vivo en la República Dominicana y reconozco muchas de las cosas que describe en la novela y me sorprende su profundidad y conocimiento de este país. Enhorabuena, la trama es muy interesante, con mucho sentido del humor y mucha tristeza: no paré de leerla hasta el final toda una noche de sábado sin «bonche». Que siga escribiendo, el chico vale mucho. Gracias a vosotros por vuestra página en Internet y vuestra labor.
Excelente narración. Muy bien escrita. Soy chilena, pero he estado en la Repúplica Dominicana. Soy lectora de toda la vida y considero que Pisabarro demuestra buen dominio del arte de escribir. Es culto, tiene ritmo, maravilloso humor y una trama novedosa y real. Felicitaciones al autor.
¡Impresionante! Una obra deliciosa, redactada de manera sencilla y cautivante. El desenlace de los acontecimientos es sencillamente inesperado. Una vez que la inicié no pude soltarla hasta terminarla. ¡Es extraordinaria!
La novela me cautivó de principio a fin. Tiene una perfecta combinación de los episodios tragicómicos que hacen muy fácil su lectura. Así como una escritura sencilla y bien construida. Sencillamente fascinante.
Me gustó de forma definitiva. Sabría agradecer lo que puedan hacer para que publiquen algo más de su obra.
El libro Del agua nacieron los sedientos me ha dejado una gran desazón que espero se vea remediada con nuevos capítulos de este autor (¿protagonista?). Hacía tiempo que no leía nada tan directo y espontáneo (¿real?), desde las novelas de Eduardo Mendoza.
Es una novela que refleja que el autor ha debido o debió de vivir muchos años en aquellas islas. Se lee con interés, aunque, a veces, es bastante descriptivo en situaciones banales pero eso es natural, lo comprendo, para que la obra tenga cierta extensión. Salut i tenis-sala.
Creo que es una novela bastante buena, logra que uno se interese lo suficiente como para seguir leyendo sin detenerse.
Lo más divertido que he leído en mucho tiempo. Trepidante, sorprendente, hilarante y absolutamente surrealista. La escena en que dos hombres desnudos lanzan un cadáver desde un camión en marcha y le dan a un motorista que circula de noche sin luces refleja perfectamente el tono del libro. Deberían llevarlo al cine.
Hey, es una novela bastante buena. La verdad no se puede dejar de leerla, aunque al final está medio triste, pero muy bien escrita. La verdad que ese tipo tiene que seguir escribiendo. Tiene mi apoyo,
Hace poco que incursiono en este modo de literatura (los ebooks) y como lector empedernido que soy, he encontrado casi perfecto el sistema (tengo una IPAQ). Pisabarro es genial. Hace casi treinta años que vivo en R.D. y cuando comencé a leer Del agua nacieron los sedientos me identifiqué totalmente con el personaje. La narrativa de Pisabaro es genial y el dominio del lenguaje, fantástico. Me gustaría conocer algo más de este autor. ¡Adelante y gracias, Pisabarro y Badosa!
Acabo de leer la novela de V. Pisabarro que refleja muy claramente las bondades del autor. La trágica historia que contiene está narrada de una manera admirable. En algunos pasajes me pareció que el espíritu de Miguel de Cervantes Saavedra estuvo entrometiéndose. Tras los diálogos, se avizora el luminoso brillo de la personalidad del autor y la más importante de sus características, en mi opinión: su humanidad. Creo que lo sustancial de la obra es que tanto desde la ironía como desde la tragedia, surge un mensaje humanista desprovisto de toda hipocresía. Me congratulo de haber tenido acceso a esta novela y espero sinceramente que no sea la última.
Me encantó, muy bien redactada, muy fácil de entender, una vez que uno inicia la lectura no hay manera de parar: en una palabra me encantó.
Estupenda, me he reído enormemente. La historia es realmente encantadora. Felicidades por su labor en Internet y gracias por darnos en nuestros tiempos libres la posibilidad de disfrutar de la lectura.
Realmente deja mucho que pensar de la vida real. A veces no se cuestiona la vida de esa manera tan desordenada como la hace el autor. Las consecuencias de llevar la vida de esa manera. Ahora ¿el protagonista es el autor?... Quedé con esa duda.
Es una estupenda novela que me enganchó de principio a fin. ¿Dónde está Pisabarro? ¿Por qué no escribe más? Yo personalmente se lo agradecería.
Leí la obra llamada Del agua nacieron los sedientos y me parece muy entretenida, y yo soy mexicano, y hay un mexicano muy famoso llamado Roberto Gómez Bolaños, él es el creador de “el chavo del ocho”, “el chapulín colorado” y otros personajes: menciono dos, los más famosos, y él se hace llamar Chespirito, nombre que sale en esta obrea de V. Pisabarro, y también la forma en que la Negra Pola, personaje de esta novela, castiga al personaje principal es idéntica a la forma en que dos personajes de Roberto Gómez Bolaños: uno castiga al otro, el botija a el chompiras.
La obra es buena me parece que tiene mucho del autor pues ese encuentro con un escritor famoso y el hecho de que lo patee, bueno quiere decir algo, y las frases de Fran y sus citas de escritores famosos, bueno me parece genial que él mismo se ponga en los pantalones de sus personajes, con un sentido del humor muy inteligente y a la vez muy negro. Me gustó mucho y la recomiendo ampliamente. Lo que me gustó más fue el final pues es muy inesperado y a la vez conmovedor. Y me deja la idea de soledad y desprotección que todos tenemos que enfrentar en la vida.
Sólo leí el primer capítulo y realmente lo encontré algo gracioso. Lo que no me gustó es que este libro por lo visto se desarrolla en la Republica Dominicana, y me duele ver cómo alguien maltrata de esta manera la integridad de mis compueblanos... Aun cuando no dice exactamente que es en esta isla... cualquier dominicano sabría inmediatamente que se trata de nuestro pueblo, de nuestra gente, de nuestras costumbres... Disculpen si les molesto con mis letras, pero me he sentido indignada.
No pude prever, ni había manera de hacerlo, que, habiendo reído tanto y tanto en las primeras partes de la novela, con esa notable muestra de humor cervantino, iba a llorar tanto en las partes finales. Tampoco que iba a obtener tanta satisfacción de un autor cuya existencia no conocía hasta el momento. Aunque yo no puedo expresar un juicio de la calidad y profundidad que aquí he leído, a fuer de lector abundante, que no bueno, diría que es una novela de calidad.
Aconsejaría a la lectora precedente, que sólo leyó un capítulo, que siga leyendo pues su pueblo no queda mal en la novela, sino que queda reflejada la realidad social y también los infortunios que acarrea.
Muy interesante, me encanta leer historias así. Si pudieran publicar más sería fascinante... Chauuuu y gracias por lo que hacen.
Es muy interesante leer esta maravillosa obra. Felicito al autor. Me pareció fabuloso, felicidades, ya que me sirvió de apoyo para lograr unas metas.
Me parece fantástica la narrativa y el colorido que imprime el autor a lo largo de todo el relato, a ratos hilarante a ratos desgarrador, vale la pena leerlo, de todas maneras, felicitaciones y espero poder disfrutar más de su creación.
Me ha parecido una muy buena lectura. Sigan publicando así.
¡Sublime, magistral!
Me ha encantado de principio a fìn. Tanto la comedia, como el drama, lo une magistralmente. Sabe llevar al lector en su viaje. Espero leer más novelas suyas.
(Atención: esta opinión revela detalles del final de la novela.) Dominicana sí queda mal parada... la mejor prueba es que el autor no la nombró con todas sus letras... Muy buena novela con un final enigmático (¿quién muere?) y un poco triste.
Muy buena lectura.
He leído la obra Del agua nacieron los sedientos, que me pareció excelente de V. Pisabarro. Me gustaría leer más obras del magnífico autor. Gracias Badosa.
Es una obra muy buena.
Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:
Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)
Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).
Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.
Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías
Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.
Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.
Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.