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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo VI

Tú quieres dormir y yo quiero andar

V. Pisabarro
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Dos años atrás, Jimmy llegó a la República moreno y canoso. Con un amplio mostacho que tampoco se libraba de algunos pelos blancos ni de los mordiscos que tenía costumbre de darse en él. Rondaría los cuarenta años. De corta estatura y nalgas caídas, paticorto, cacú, o sea, cabezón. Andaba de manera extraña, con una mezcla entre las maneras del inigualable cómico inglés Charlot y un pingüino, casi no doblaba las rodillas para hacerlo, como si encogiera los dedos de los pies al caminar. Un carácter enérgico, afanoso. Trabajador incansable debido a un aburrimiento soporoso y a la amenaza de una pobreza severa. Un solitario, aunque por su profesión conocía a muchísima gente. Era el captador de una empresa dedicada a vender vacaciones en hoteles por todo el mundo. Además, por las tardes se dedicaba a recomendar por las esquinas el restaurante Hernán Cortés. Dominando tres idiomas a la perfección y defendiéndose con otros tres, ganaba bastante dinero en esos trabajos, sobre todo por las horas que les dedicaba.

Se inició en el mercado laboral mameiano faenando en el restaurante de un holandés sin honra. A cambio de su labor, que era la misma que hacía ahora, ganaba una comisión por cada cliente que introdujera su persuasión en el local. Pero el holandés era más ladrón que Caco, y si Jimmy mandaba a cenar a veinte, él decía que la mitad entraron por voluntad propia sin que participara su arte en ello, así la comisión era por diez. Al acabar la jornada también le daba cena, que eran sobras. Allí estuvo atado hasta que encontró otro empleo del mismo tipo en el restaurante Hernán Cortes. Aquí un patrón más honesto y unos alimentos más decentes para un ser humano recuperaron su estima. Reunía una buena cantidad de dinero, con una tacañería indiferente a la reputación. Gastaba poco y no tenía a nadie que mantener. Compró una moto pequeña, luego otra un poco mayor y después un Volkswagen. Renovó parte de su atuendo y ahora, gracias a las indicaciones de Damián, lucía mucho más elegante, pues es cierto que antes espantaba a algunos de sus potenciales clientes con camisetas de colorido exagerado y de inscripciones obscenas, pantalones vaqueros ceñidos, zapatos y botines terminados en punta, etcétera.

Éste fue el hombre que también llamó esa tarde mientras yo esperaba el regreso de mi ociosa secretaria.

—Fran, colega, ¿qué pasa?

—¿Qué tal, Jimmy? —dije yo extrañado porque la llamada no fuera a cobro revertido.

—¿Te han robado la moto?

—Pues sí. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Pues ya ves, colega. Esta mañana me buscó uno que sabe que tú y yo no conocemos. Ha dicho que le han dicho que decían que si pagas diez mil pesos te la devuelven.

—¿Y quién te lo ha dicho a ti?

—Eso no te lo puedo decir, tío —Jimmy a pesar de hablar tantos idiomas seguía utilizando el argot para expresarse con los paisanos—, porque si te digo quién es no hay negocio. Es lo que me han dicho que dicen. Este país ya sabes..., no hay más que ladronazos, son más chorizos que su puta madre, pero hay que negociar para que te jodan menos y peor.

—Bueno Jimmy, si me haces el favor, diles que les ofrezco mil pesos. Y que prometo retirar la denuncia que hice en el cuartel de policía, donde me aseguraron que los buscarían aunque se metieran bajo tierra. Cuenta que soy amigo personal del coronel, que apadriné a su hijo menor, por lo que soy también compadre suyo, y que él personalmente me aseguró que iba a dedicar a sus mejores hombres en la búsqueda. Además diles que una moto de ésas es muy difícil venderla.

—Y de qué conoces tú al coronel, mentiroso.

—No, si no le conozco, ni siquiera he puesto la denuncia, pero es mejor preocuparles un poco para que rebajen el rescate.

—Ji, Ji, ji. ¡Pero qué cabrón que eres! O.K., así lo haré en cuanto le vea y a ver qué pasa. Bueno, ¿cómo lo llevas, coleguita? ¿Debes, o te deben? ¿Cómo te encuentras?

—Como un pez.

—¿Cómo un pez?

—Sí. Como un pez en una pecera con el agua sucia.

—Vale, Fran. Muy bonito. Nos vemos —se despidió.

Me contentó mucho la llamada, pues imaginaba que mi motocicleta estaría ya a esas horas desbaratada y vendida por piezas. Ahora tenía alguna esperanza de recuperarla si negociaba bien.

Llegó la hora de cerrar. El académico enamorado faltó a su palabra y no trajo a su tierna «Lolita», ni ella tampoco procuró venir a cumplir uno de los pocos encargos que yo le hacía, aun sabiendo, como sabía, que era mucho lo que yo permitía.

Sin duda, después de algunos regateos y compras apresuradas en el mercado central, ambos perderían conciencia del tiempo recreándose en los goces del amor dentro de la confortable furgoneta aparcada en algún sitio discreto, entre papayas y plátanos, pasando el rato indolentes ante cualquier deber. Me entretuve imaginando escenas en las que Bienve, animosamente y en un esfuerzo agotador, lograría mantener una semierección con la que se abriría camino hasta llegar y franquear gozoso la gloriosa puerta del placer más grande y antiguo, encontrándose justificado una vez más su deplorable comportamiento. Aunque, inmediatamente después, tras el minúsculo reguerillo de su esperma, probablemente amarillo, sentiría el peso repugnante de una vergüenza triste y de un desprecio desmedido hacia sí mismo. Pero todo esto era fruto de mi depravada imaginación. Bienve se quería tanto que le sería imposible encontrar mancilla en su blindada conciencia. También podía ser que no estuvieran haciendo guarrerías. Acaso recibiera inspiración y aún seguiría hablando sobre lo que le motivara. En ese caso la pobre Altagracia, en vez de gozar, padecería las horas. Yo los disculpé mientras cerraba la oficina. No tenía otro remedio que comprender, que perdonar a todos.

No me extenderé en el viaje de regreso a casa, aunque podría hacerlo y mucho. Sólo diré que, como es obvio por lo que continúa, llegué vivo, con las piernas entumecidas, sudoroso y con unas manchas de grasa en la camisa que hizo así su último viaje.

Blas el pusilánime, glotón y travieso perro guardián, asomando su jeta por la puerta del jardín moviendo su corto rabo, con la lengua fuera, esperaba jadeante a que yo llegara y la abriera. Recordé las muestras de cariño alegre con que me recibiera el día anterior; agachándome con ostentación, cogí una piedra en la mano para evitarlas en ése. Al verlo, el can tomó precauciones alejándose unos metros de mi camino. Miraba de soslayo y seguía moviendo la cola. De buena gana le habría dado un cantazo al pasar pues descubrí dos macetas, de las más grandes y caras, hechas añicos en el suelo, la tierra esparcida y las delicadas flores muertas, desmembradas por la furia canina. Por si esto fuera poco, a unos metros de tan lamentable destrozo, mi camisa favorita de seda natural, la única que me hicieron a medida en mi vida, un primor de la costura, rebozada en barro había dejado de ser camisa para pasar a trapos, jironada también por el perro endemoniado. Con un gran esfuerzo me contuve. Y como el prodigio humano es la reflexión, comprendí que no era la culpa del animal, sino que la grave falta era achacable a quien la tendiera tan bajo que permitió que él llegara a alcanzarla en su irracionalidad.

Entré a la casa excitado pero contenido y me encontré con el Chino que sentado ante la mesa del comedor leía el prospecto de una medicina arrascándose la riñonada.

—Me alegro de verte levantado, hombre. Eso es señal de que ya estás mejor y de que no tendré que realizar trámites consulares para repatriar tu cadáver —en gesto amigable golpeé su espalda.

—No, no es eso. Es que me han dicho que me levante para asear la habitación. La verdad es que yo me siento fatal. Me ha bajado algo la fiebre, pero todavía la tengo alta —se rió a carcajadas y dio un golpetazo en la mesa con la palma de la mano que me hizo dar un respingo—. No sé qué me habrá recetado el maricón del medicucho, me encuentro raro. Unas veces me da por reír y otras por llorar. Antes no sé si soñando o despierto, creía que estaba en Navacerrada y te juro que vi nevar por la ventana. Sí, ya sé que no puede ser. También escuché unas gaitas que nadie oía. Me tuvieron que acostar y atarme a la cama porque dicen que no paraba de bailar dándome sopapos en la cara. Y ahora que me encuentro más normal, más yo, cuando recupero la cordura, es cuando me están empezando a doler las heridas otra vez.

—Seguramente todo esto es el efecto de algún calmante fuerte, para evitarte el dolor precisamente —deduje.

En ese instante salía su mujer de la habitación cargando un amasijo de sábanas sucias.

—Ya está, cariño. Ya tienes la cama limpita —dijo tiernamente a su marido mientras me decía secretamente al oído: ¡es que sa meao!

Ayudé a acostarlo. Todos los movimientos que realizábamos eran muy lentos y comedidos para evitar, en lo posible, dolores al pobre Chino.

—¡Ah!, qué bien se siente uno entre sábanas limpias. ¡Bendito sea Dios! ¡Gora Euskadi askatuta! —exclamó con satisfacción.

Salimos cerrando la puerta con mucho cuidado. Fuí en busca de mi mujer encontrándome a mi suegro en el jardín acomodado en mi amplio y predilecto sillón de mimbre. Enfrente, los dos niños escuchaban fascinados sus palabras. Sentí en ese instante la comezón de la sarna que me transmitiera Blas, por el vientre y las piernas, sobre todo por la parte interior de los muslos. Luché contra la tentación de arrascarme porque sabía que si empezaba, ya no podría detenerme, y acabaría desollándome el cuerpo y mal de los nervios. Ellos me descubrieron y saludaron, yo hice lo mismo. En esta coyuntura, sin darme cuenta, mis uñas habían comenzado a rascar arrebatadamente por mi panza. Por discreción entré al cuarto de baño para allí arrancarme la piel a mi gusto; oculto de miradas inquisitivas que pedirían una explicación. Y es que no es de mucha finura ni señorío decir que uno padece de sarna. Quitándome la camisa y los pantalones contemplé el salpullido que picaba a rabiar. Quizá infectara el pertinaz parásito a alguno de los numerosos compañeros de viaje de concho y voladoras que por esos días tanto utilicé. A mi dulce Sonia, lamentablemente ya la contagié. Con resignación no me lo echó en cara. Ella aceptó la situación como quien soporta un catarro. No por necedad, sino por puro amor, por convivencia sin reproches y pacífica. ¡Admirable mujer! Llamaron a la puerta. Era mi inmerecida.

—Fran. ¿Estás ahí?

—Sí, ya salgo —contesté sin dejar de arrascarme furiosamente, en un estado de nervios que provocaba mi incontenida autolesión a arañazos.

Creí que sería una buena idea ducharse con agua fría para ver si con el frescor disminuían algo los picores y llegaba al fin el alivio; pero al no haber electricidad en ese instante no funcionaba la bomba del agua. Entonces pedí a mi mujer que trajera unos cubitos de hielo en la cubitera. Ella comprendió el encargo cuando le dije que eran para los picores. Cuando los trajo, me desnudé completamente y mis ropas quedaron tal como cayeron por el suelo debido a la premura.

Me senté sobre el canto de la bañera y mientras deslizaba el primer cubito sobre las erupciones de la entrepierna, observé de pronto que, al igual que en la oficina, la llave se quedó sin echar. Dos veces en el mismo día, tan bochornoso suceso sería una fatal coincidencia capaz de escarmentar a cualquiera obsesionándole de por vida con cerrojos y cerraduras. En ese mismo momento se abrió lentamente la puerta. Apareció mi suegra. Turbado por la sorpresa, aunque ella no demostró ninguna, intenté hablar para explicar un comportamiento tan extraño, y digo que intenté porque azarado, no salía palabra de mi boca, sólo algún que otro monosílabo incoherente. Juani levantó la mano para tranquilizarme, alzando las cejas como cuando se calcula algo. Dijo que ella era muy liberal en cuanto a prácticas sexuales, a fuerza de años de convivencia con su marido y que a todo se acostumbra una. Pero que lo sentía por su hija, porque quien goza en solitario es un insolidario egoísta; y que Dios hizo a Eva para evitarlo. En un brusco giro temático y como coletilla, dijo que estaba decidido que en esa noche iríamos todos a cenar al Hernán Cortés.

A mí, por la impresión y con la vergüenza, me desaparecieron los picores sin necesidad del hielo. Dejé para ocasión más propicia y decorosa la explicación del porqué me sorprendiera ella en esa actitud.

Aliviada la comezón y leso mi honor, me dirigí al jardín donde continuaba mi suegro deslumbrando a los niños, que muy quietos le prestaban gran atención. Procurando hacer poco ruido, me acerqué por detrás para escuchar lo que les decía.

Hablaba sobre la fratricida y cruenta Guerra Civil española, de su participación en ella como capitán de caballería y de su defensa del Alcázar de Toledo al lado de un puñado de valientes contra la canalla roja.

Tete mediaba en edad la quinta decena. Cualquier persona que lea esto, y sepa de las fechas en que vivimos y de las matemáticas más elementales, comprenderá que mentía sin moderación ni extremo a las criaturitas, que por serlo (a esta edad todos somos necios) daban por muy cierto y verdad todo lo que este tripón embustero les narraba. En un momento en que detuvo su palabrería para beber de la cerveza que agarraba en su mano, me acerqué y, con discreción para que no lo oyeran mis herederos, le dije que cronológicamente no podía ser capitán de los nacionales, ni de los rojos tampoco, por la edad que él tenía en los tiempos de la contienda; que en aquellos años aún mamaba él del pecho de su madre. Respondió a su vez con igual discreción, que así era, pero que para cuando descubrieran que su abuelo no se ceñía exactamente a los hechos, ya no tendrían héroes; que le permitiera serlo al menos con sus nietos hasta entonces.

Me agradó mucho que buscara la admiración de sus nietos, siendo como era bastante descastado. Dejé que continuara con sus fantásticas historias bélicas. Entretanto recordé cómo él mismo me contara de aquellos años de la posguerra, del hambre y calamidades que soportó. Pensé que quizá el hecho de criarse en un país destrozado ayudara a forjar en su infancia todos esos vicios morales de los que adolecía.

Pasado un rato no muy largo, puesto que no debería ser de su agrado que alguien con más edad y criterio escuchara las sandeces que decía, remató de forma concluyentemente disparatada:

—Yo, Franco y unos cuarenta moros de los buenos, tomamos entonces el Palacio Real. Allí se encontraba Lenin que era el jefe de los rojos y después de darle una pila hostias hicimos que se rindiera. Su gran ejército, al verse con el jefe preso, se sometió y ganamos la guerra. Entonces yo y Franco echamos a suertes quién reinaría en España y le tocó a él. Otro día os contaré la Segunda Guerra Mundial, en la que también participé al lado de los partisanos franceses con el grado de comandante.

Los niños insistieron para que comenzara con ésta, pero él, impasible, no dijo palabra. Ofreciendo un premio por la más grande, les convenció para que fueran a cazar lagartijas. A eso se dedicaron no muy contentos al tiempo que uno le decía al otro:

—Yo soy Franco.

—¡Y una mierda! Tú eres Lenin.

La dulce noche tropical no tardaría mucho en inundar este vergel. El aroma de los jazmines parecía impregnarlo todo. Unos rayos de sol oblicuos conseguían pasar entre el follaje y se estrellaban contra el suelo verde y fresco. En ellos se veía una danza de partículas doradas. Mi suegro después de eructar preguntó:

—¿Y qué?, ¿cómo van las cosas? ¿Qué tal lo tenéis por aquí?

Fatídica pregunta por lo que luego se verá, dado mi propensión a la charlatanería y al alarde retórico.

—Pues ya ves —dije mirándole a los ojos, adoptando la actitud delicada, la afectada excelencia bondadosa de los que son tratados con excesivo regalo por la vida—. Muy bien, gozando de esta tranquilidad que serena el espíritu y permite disfrutar de las abundantes maravillas naturales del lugar. Los problemas que apesadumbran, esos problemas que todos tenemos y engrandecemos, se resuelven al paso. Así dicen aquí. No se les da tanta entidad a cosas vanas como en España. A mis hijos los noto más felices. Bajo este clima se crían sin tanto rigor, medio salvajes en plena naturaleza. Se han adaptado perfectamente, sin ningún problema, al igual que tu hija. Ella era mi mayor preocupación. Tú sabes que juró no volver a poner los pies otra vez sobre esta tierra ningún día de los que viviera. Pero ya la ves: ¡tan alegre, tan contenta! Tan satisfecha, que ahora a lo que se niega es a regresar a España, prendada como está de este mundo y de sus cosas. Los negocios, a decir verdad, están un poquito parados. Ahora, en stand-by, tengo algún proyecto. En fin, si hiciera balance, hasta la fecha, diría que es positivo en placidez, en felicidad, en fraternidad, en amor... Con esto no niego el que haya dificultades o inconvenientes, pero todo se va solucionando.

Él, mientras yo decía, se arrascaba la barriga escuchando con atención y un gesto de escepticismo que fue incapaz de disimular.

—Pues a mí me da... que ni tú ni Sonia estáis tan plácidos ni tan fraternos como dices. No me desniegues, ésta es la verdad, yo conozco a mi hija muy bien. Aunque he de reconocer que lo que decías de los niños es verdad. Me gusta ver así a estos cabroncetes, tan sueltos. Se pueden criar más felices que allí. Con este clima y en una tierra tan bonita, el niño que no se divierte es porque es rarito. Me cuentan que montan a caballo, que van a la playa muchos días, los baños en las piscinas de los amiguitos, que dicen que tienen muchos y de muchas partes del mundo. En nuestro país es distinto, en el invierno los chavales de la casa al colegio y después de hacer la tarea, a mirar la televisión o a jugar con las maquinitas. Eso no forma. Yo creo que más bien disuelve. Se está formando una generación psicopática. Las criaturas acabarán siendo introvertidos, violentos, desorientados, capaces de matar para escapar del aburrimiento. Y mientras no terminan la niñez son egoístas, antojadizos. Unos auténticos hijos de puta, exigentes por el derecho que les da ser hijos. Aunque también deberás reconocer que el sistema educativo español tiene un adelanto de años luz con el de países de este tipo, como en el que ahora estamos. Esto producirá un retraso a tus niños con los de su edad. Pero cada uno es cada uno, y cada cual hace lo que le parece mejor. Vosotros optáis por esto y a mí me parece muy bien. ¡Cojonudo! Decía antes que a ti es al que no veo conforme. Espero que sepas lo que estás haciendo. Recuerda... que ya fracasaste una vez aquí. Bueno, allí también fracasaste más veces. Lo que tienes es lo último que te queda. Hay que dejar de ir dando tumbos de un sitio para otro. Debes radicarte en algún sitio, anclarte, empezar a construir sensatamente desde los cimientos. Piensa bien que eres el padre de dos criaturas que tienen que comer tres veces al día. Sé que ahora estás en el buen camino, que todavía os queda gran parte del dinero y que lo que hayáis invertido lo recuperaréis pronto. No me gustan las bromas que se hacen con estas cosas, como cuando me dijiste esta mañana que ya no os quedaban cuartos.

—No fue una broma, Tete.

—¿Que no? ¿Entonces es verdad que no tienes dinero? —arrugó los morros cabeceando durante unos instantes. Después, exclamó con iracundo silabeo— ¡Pero si te tra-jis-te to-do! Si decías que te iba tan bien con el pescado y con lo de la lo-te-rí-a.

—Precisamente en la lotería se gastó lo último que me quedaba. Salieron unos números muy malos y perdimos un dineral.

—Pero qué ingenuo eres. Seguro que te están chuleando y no te enteras. O sea que ya has quemado todo. Muy bien, hombre. ¡Claro!, como tienes que vivir fuera de tus posibilidades. ¿Quién te manda alquilar esta casa? ¡Chico pájaro para tan gran jaula! Tan... de lujo..., con servicio... con jardinero... ¡Jardinero! Pero si eso no me lo permito ni yo.

—No es ésta la causa de mi ruina. Si viviéramos en una chabola estaríamos igual. Es la tremenda desigualdad en medios y oportunidades para afrontar la competencia del mercado. Es la mala suerte de los honrados. Es la...

—Vamos a ver una cosa, hijito. ¿En qué has gastado el dineral que trajiste?

Encendí un cigarrillo tratando de atemperar mi mal humor para dar una explicación clara y extensa sin perder la compostura.

—Como sabes, tras un largo periodo de reflexión incubatoria, era mi intención desarrollar el ambicioso proyecto de...

—Mira, Fran, deja de hablar ya con tantos alardes del verbo y tanta logomaquia; que si me pongo, yo también me sé unas frases en latín y nos va a quedar muy bonito, pero no nos vamos a entender ni a nosotros mismos ni a la madre que nos parió. Así que déjate de florituras y de incubar proyectos ni leches.

No me gusta tratar temas serios con maneras vulgares. Además, el comentario hizo que me sintiera ridículamente pretencioso. Pensé que era mejor hablar de la forma que él quería, en sus términos, al grano.

—Está bien, Tete. Vine aquí con la intención de montar una empresa de limpiezas. No fue un impulso o una decisión precipitada, llevaba ya dos años dando vueltas a lo mismo. Tú lo sabes porque te pedí tu opinión sobre el asunto. Me dijiste: muy bien, pues si quieres tira p’alante. Nada más. Bueno, pues... al llegar aquí empecé a moverme; realicé un estudio de mercado, creí que podía sacarlo adelante y me lancé. Alquilé locales, contraté personal, monté oficinas, lancé propaganda y publicidad, radio, periódicos, cartas. La respuesta fue buena. Clientes presumibles de firmas importantes interesados en contratos a largo plazo, envíos de presupuestos, relaciones públicas, entrevistas personales, contactos con empresas dedicadas a lo mismo, establecimiento de tarifas económicas. Todo esto se llevó mucho tiempo y, por supuesto, también mucho, mucho dinero. El negocio comienza a funcionar muy lentamente, un goteo. Los pocos clientes que tenemos se encuentran satisfechos, el personal está motivado con el proyecto, necesitamos tiempo hasta formar una clientela fiel, gente que confíe en nosotros. ¡Se acabó el dinero! Cojo un avión y me voy a verte a España. Te expongo la situación. Solicito tu ayuda. Te hago una oferta de compra de acciones para dedicar esos recursos a capitalizar la empresa y aguantar con paciencia y trabajo tiempos mejores. Me escuchas. Me dices que lo pensarás. Todavía espero tu respuesta. Así gasté la mayor parte de mi dinero. Ahora, sólo tengo una oficina. Gracias a Dios encontré un respiro con lo de los envíos de remesas. Pero es muy dificultoso, muy complicado y para hacerlo rentable hace falta, igual que para todo, el maldito capital.

Mi suegro sujetaba su enfado, yo lo sabía; no porque hiciera gesto alguno que transmitiera tensión, no; era por el brillo que aparecía en sus ojos entornados cuando se le contradecía o algo no era de su agrado.

—Mira —dijo con voz ronca y muy bajito— lo primero: a mí no me hagas responsable de cómo estéis. No me eches la culpa por no comprar la mierda de tus acciones. Tomaste la decisión de trasladarte aquí tu solito, nadie te obligó. ¿No te parece que ya eres mayorcito para saber lo que haces con tu vida y con la de tu familia? Si decides venir con las intenciones de montar un negocio, yo creo que lo primero que tienes que hacer es evaluar tus capacidades y tus posibilidades. ¿Me explico? No sólo las económicas, también deberías considerarte a ti mismo. Tu propia capacidad para llevarlo a cabo. No trates de hacerme partícipe del desastre diciendo que me pediste opinión. A nadie le hacen caso. Cada uno tiene bastante con lo suyo, que a todos nos parece mucho, y con salir adelante como para comprometerse sinceramente en historias ajenas. Tú ya eres mayor, no puedes sentirte frustrado porque no te sigan dando el pecho. La realidad es así, jodida a veces para todos, siempre para los débiles. Además no se puede venir en plan marqués a una casa como ésta, con sirvientes y jardinero. ¿Y si hubieras ahorrado?, ¿y si en vez de dilapidar tanto en el perifollo lo hubieras metido en el negocio? ¿No crees que habrías aguantado un poco más? Puede que el tiempo suficiente para salir a flote sin ayuditas de los papás.

A esas alturas ya no nos importaba el gritarnos.

—Perdona que te interrumpa, la casa no es la cuestión. Es un gasto más al mes pero tampoco es tanto. Lo importante es que la empresa funcionaba y que se abortó por la falta de un poco de dinero más que no encontré por ningún sitio. Es cierto, quizá sea error mío no calcular bien; ¡que sembré en arena! Pensé que yo solo podría sacarla adelante; que con mis recursos y mis capacidades sería suficiente...

—¡Perdona que te interrumpa ahora yo, bonito! Es que no puede haber errores ni disculpas cuando se habla de millones y de bocas que alimentar.

Guardamos silencio durante unos instantes. Estábamos tan terriblemente enojados que nos daba miedo seguir. Todo lo que se pensaba, lamentablemente, brotó en ese momento. Pero no. Todo no, porque recuerdo que yo seguí diciendo:

—¿Hubieras preferido que nos quedáramos en Madrid? ¿Vivir en un pisito en el extrarradio? ¿Hacer magia para llegar a fin de mes? ¿Querrías ver así a tu hija..., a tus nietos? Además, encontrar un trabajo para alguien como yo es muy difícil. Soy contestón, indócil, anárquico, con demasiada soberbia para un subalterno que pretenda dominar el disimulo. Sin experiencia, sin títulos. No sé idiomas. No sé hacer nada. No tengo padre alcalde. Sólo soy dueño de mis decisiones. Las que me ayudaron a abandonar el afán mezquino por lo miserable. Ya sé que es poco, que no es suficiente. Pero, aun así, ¿no crees que merece la pena intentarlo? Huir del consecuente destino, de mi fatal porvenir. ¿No piensas que es de buen padre procurar a sus hijos unas experiencias más ambiciosas, más ricas que les inciten a la virtud, al respeto, a un mayor y mejor conocimiento? Trato de dar una educación muy diferente de la indigna que me dieron a mí. Tampoco busco riquezas ni prestigio social... ni hacer grandes cosas. Lo que deseo desde que tengo uso de razón, es decidir por mí mismo, encontrar mi sitio, hacer con mi vida lo que yo quiera, sentirme uno... diferente. Puede ser que me equivoque mil veces. Como tú has dicho antes, he fracasado, pero hasta ahora me lo he podido regalar y te aseguro que me seguiré dando este lujo mientras pueda. Ojalá caigas en la cuenta de que no soy un majadero, sé muy bien lo que quiero. Lo único que me falta es un poco de suerte, encontrar apoyo..., que alguien apueste a lo mismo que apuesto yo. Pero, somos pocos locos y casi nunca nos encontramos. ¿Es demasiado lo que pido? Ya sé, ya sé que esta forma de vida tiene su precio: la soledad, la incomprensión, el escarmiento del fracaso. Si yo fuera médico, ingeniero, arquitecto, ¿tú crees que habría llegado hasta aquí, hasta este punto, que haría lo que hago? No. Aquí sólo venimos algunos desesperados inconformes, los raros decididos..., los alborotados. Todos huyendo de algo. Es muy fácil ser juicioso cuando se tiene el sitio acomodado y el futuro resuelto. Yo también sería buen aconsejador. Está decidido, aún con el riesgo de ser un fracasado sé que me quedarán muchos recuerdos, seguiré siendo un botarate, viviré sin miedo y diré como dijo el poeta: ¡confieso que he vivido!

—No he entendido nada entre tantas memeces que has dicho. Estás loco, das pena. ¿Pero cuándo te va a salir la muela del juicio? ¡Confiesas que has vivido! Será que has sobrevivido malamente, ¡gilipollas! ¿No sabes que donde hay escasez, no hay oportunidades? ¡Cuánta ignorancia, Dios mío, cuánta ignorancia! Las oportunidades que has perdido. Algunas yo mismo te las ofrecí, podrías haberte ganado la vida tranquilamente, honradamente. ¡Haragán!

—Tú nunca entenderás a un hombre bueno porque no sabes diferenciar el oro del lodo.

Se levantó de la silla y tras lanzar la botella de cerveza contra la valla del jardín dijo:

—¡Hasta aquí llegó mi santa paciencia! Haz lo que quieras con tu vida. Es la tuya, no la mía. Tú notarás la amargura. Afronta las consecuencias de tus decisiones y que tengas suerte. Lo siento por la pánfila de mi hija y por los niños, no por ti. Porque tú haces lo que quieres, «tú serás libre y con muchos recuerdos», pero ellos no; ellos hacen lo que mandas tú. Y lo que tú quieres es para volver loco al más cabal. No he venido aquí a discutir. He venido a arrascarme las pelotas a la sombra de una palmera. Así que te den por culo. ¡Vago baboso!

Con nuestra, inicialmente, cordial charla que derivó a un rosario de reproches y acusaciones, atrajimos la atención de los aburridos turistas alojados en la pensión Lilí. Desde los balcones algunos miraban hacia nuestro jardín disfrutando con la escena.

Aunque sé que no se debe hacer, por ser una muestra muy clara de la mala educación que yo recibí, grité:

—¿Qué miráis, gilipollas?

Entonces, sonrientes, comenzaron a aplaudir, a lanzar bravos y a decir «¡Viva España!»

Agarrándome mis partes impúdicamente con la mano derecha, volví a gritar:

—¡Chupármela, alemanos!

Aplaudieron aún con más fuerza. Uno de ellos, con espíritu no tan festivo y con muy mala intención, lanzó un pesado cenicero de cristal que silbó en mi oreja derecha.

—Mira listo —voceé mostrándole el objeto que recogí del suelo—, ahora te vas a quedar sin él.

Mi mujer y mis hijos también miraban desde la casa. Sus ojos fijos hacían daño en mi conciencia por la carga de miedo y seriedad que transmitían. Me sentí el hombre más cruel y despiadadamente egoísta del mundo.

Por ser tan hiriente su presencia en esos momentos, apresurado, me introduje en la casa por la puerta del salón buscando soledad para reafirmar los principios cuestionados.

Sonó el teléfono en el preciso instante en que yo pasaba al lado, no era mi deseo hablar con nadie, pero la circunstancia me obligó a descolgar.

—¿Fran? ¿Eres tú?

—Sí. Soy yo.

—Hemos decidido hablal contigo sin intelmediarios. Dos mil y es tuyo otra vez.

—Que es mío otra vez, ¿el qué?

—El motol, ¡pendejo!

—Ni modo. Te doy quinientos y lo olvido todo.

—¿Pero cómo va a sel? Si dabas mil.

—Sí, pero eso era antes de que mi compadre, el coronel, me informara de que se está estrechando el cerco en torno a vosotros, y que...

—¿Estrechando el qué?

—Que la cosa está caliente y están a punto de agarraros, pendejos. Así que dejar el motor en la esquina del Ayuntamiento y yo le llevo el dinero a Jimmy ahora mismo para que os lo dé a vosotros.

—O.K. Pero que sean mil quinientos.

—No. Te doy seiscientos para terminar.

—Súbelo a mil.

—No. Subo a setecientos y paro; y cuelgo si no estás conforme.

—O.K. Vete a lleval el dinero a Jimmy. El motol se lo entregamos a él cuando nos dé los cualtos.

Así se hizo. Transcurrido un tiempo no muy largo el mediador llamó a mi domicilio para decir dónde estaba la motocicleta y fui a recogerla inmediatamente.

Cuando llegaba, desde lejos, observé flameando una hoja de papel sujeta en el manillar. Supuse que sería un mensaje. No me equivoqué. Escribieron: «Pendejo mamagüevos te entregamos el motol le faltan unos cables las bujías los bombillos y meamos en el depoxitos jodete ladronaso y no te olvides nuca que yo te conosco pero no tu a nosotros TACAÑO

Además de los daños descritos, rallaron la pintura y le pincharon las dos ruedas, pero volví a recuperarla cuando ya pensaba que la había perdido.

En esa misma noche, cuando llegué a casa después de empujar la moto hasta el lejano taller del único mecánico, y a pesar de la agria disputa y del estado del Chino; la familia estaba preparada para ir a cenar al Hernán Cortés según estaba previsto.

Los rijosos ánimos alterados se hacían evidentes en las actitudes ariscas que adoptamos Tete y yo, también en el fundado temor de los pequeños y las mujeres. Ya en el restaurante, un frío y tenso silencio imperaba en la reunión. Consumidas varias cervezas por parte de mi suegro y algunas menos por el resto de los comensales, todo pareció distenderse un poco. Oscarín mordió a un camarero la mano, aparecieron las primeras sonrisas, las primeras chanzas, más tarde las conversaciones triviales. Todo esto junto al alcohol, borró el recuerdo del pasado inmediato y no se agrió la cena. Tragaron los postres con ansia apresurada los niños y mi suegra, para después, todos con las copas en alto hicimos un brindis de despedida pues era la última cena. Se marchaban al día siguiente los parientes. Mi suegro, algo dulcificado, pidió disculpas por sus injerencias en las respetables vidas ajenas. Después del choque de las copas repletas con un vino espumoso mameiano de baja calidad y de muy mal sabor, Tete, más animado, siguió ostentando el protagonismo y la palabra de la reunión, improvisando un discurso. Por allí andaba Bienve y se unió a nosotros con la confianza que le daba la buena amistad que hizo con el padre de mi mujer en los ominosos viajes que juntos realizaron por la costa. Mi suegro deleitó con su elocuencia, causó gran emoción su testimonio en todos los acompañantes y también en los camareros que trajinaban por la extensa mesa. Su difuso y emotivo discurso versó sobre su dura, triste y desvalida infancia. Las cacerías de gatos. Sus años de emigrante en Bélgica, ejerciendo los oficios más bajos que la sociedad destina a los iletrados, la dificultad de un idioma que nunca se preocupó en aprender. Otras mil anécdotas de a pie de obra. La operación de apendicitis, que hizo que se replanteara las «verdaderas verdades» de la vida, y otros sucesos más de su apasionante historia.

Tanta fuerza tuvo y tan buena fue la expresión, que cautivó a todos con su relato. Bienve, emocionado, impresionado, con lágrimas en los ojos, dijo de manera conmovedora levantando su copa para un nuevo brindis con el espumoso:

—He aquí a un hombre victorioso en la lucha con su duro destino.

Brindamos otra vez todos. Un camarero comenzó a aplaudir y sonó el aplauso de toda la concurrencia, Bienve abrazó largo rato y con fuerza a Tete. Éste, agradecido y haciendo pucheros, nos dio las gracias y con animosa y entrecortada voz pidió otra ronda de lo mismo.

Al ver húmedos los ojos del Chino pregunté si a él también le alcanzó la emoción. Confesó:

—Qué va, tío. Es por el dolor y la vergüenza.

—¿Vergüenza? —pregunté extrañado.

—Es que me he meao en los pantalones. No sé qué me pasa, pero no me siento nada bien.

Todas las reconciliaciones son buenas. Ésta también. Volvieron las cosas a su cauce. Los dos perdonamos y nos volvimos a tolerar mutuamente.

Ya de regreso, por las solitarias calles de Morúa, invité a mi mujer a dar un paseo hasta el acantilado. Me sentía bueno, en paz, sin sueño. Mi intención era adentrarme por caminos que comunican con lo más profundo en las personas. Eramos una pareja, y estas conversaciones vienen muy bien para serenar los ímpetus y quemar las frustraciones que genera la rutina. Al menos a mí me hacía mucha falta hablar. Comunicarme así con ella. Deseaba tratar cuestiones distintas a las cotidianas y vulgares. Quería hablar de corazón a corazón. Al menos el mío estaba dispuesto. Desde que llegó su familia ocuparon todo su tiempo y no tuvimos ocasión para atender a nuestras cosas. Yo echaba esos momentos de menos. La abracé con mucha ternura. Mientras caminábamos besé su mejilla. En ese beso procuré depositar todo el amor que sentía. El aroma de su pelo, la tersa frescura de su piel, me recompensaron de tanta calamidad. Entonces sentí que a pesar de todo era un hombre afortunado por gozar de la compañía de tan tremenda mujer. Casi no dijimos nada hasta que nos sentamos en mi sitio preferido: en el acantilado, frente al mar.

—Me encuentro bien. Me alegro mucho de que las cosas volvieran a su cauce. No me agradaría que tu padre se marchara y que todo quedara tan mal entre nosotros. ¿Qué te parece?

—Muy bien, yo también me alegro mucho.

La luna clara translucía el extenso e irregular contorno de las nubes. Contra el fondo del cielo se recortaban las oscuras siluetas de esbeltas palmas reales. Era una noche cálida, húmeda, dulce.

—Nos tenemos que ayudar uno al otro, van a venir tiempos duros —hice una pausa mientras miraba las lejanas luces de La Isabela—. Estamos muy mal de dinero y no podremos seguir soportando los gastos que mantenemos. Deberemos renunciar a algunos lujos. Pero no te preocupes que todo se arreglará con el tiempo. Algo se nos ocurrirá.

—Yo ya estoy un poco cansada, Fran. Siempre andamos dando tumbos, en la cuerda floja. Necesitamos establecernos y dar seguridad a nuestros hijos. En eso tenía mucha razón mi padre.

—Sí, en eso sí tenía mucha razón. Tú no te preocupes que saldremos adelante.

Callamos durante unos momentos. A lo lejos se oía el rumor de una música sensual mezclado con las risas grotescas de una mujer. También escuchábamos el ruido del agua rompiendo cadenciosamente contra la porosidad de las rocas. El silencio que guardaba Sonia me atemorizaba porque no barruntaba nada bueno. La advertía melancólica, ausente. A ella que fue de carácter risueño y palabra fácil.

—¿Qué te pasa? Te siento lejana..., triste. ¿Es porque mañana se van tus padres?

—No es eso, Fran. Es más bien que noto como... un cansancio, una hartura, un vacío... No sé.

—¿Es por mi culpa? —pregunté mientras contemplaba su apetecible hermosura bañada de luz de luna.

—Es igual, Fran, olvídalo. Anda, vamos a acostarnos que mañana tenemos que madrugar y es muy tarde.

Se puso en pie con un cansancio inverosímil. No dijo más. Permanecí sentado, silencioso, decepcionado por la inmunidad de su alma a la más desesperada solicitud. Al fin, yo también me incorporé como si algo se me hubiera tronchado y, sujetando sus manos frías entre las mías, dije a pesar de todo con voz meliflua:

—«Tú quieres dormir y yo quiero andar. La noche es para un largo viaje y hay que llegar». Esto es la letra de una bachata; pero quiero decirte, y esto no es una canción, que sin ti me pierdo, que te amo como desde el primer día; más aún...

—Ya lo sé. Anda, vámonos —dijo.

De regreso, supe que los reproches enmudecidos por no herir, hacían más grande y vacía la distancia que nos iba separando con el transcurso de los días. No deseábamos remover las ilusiones frustradas que tanto nos escocían y avergonzaban. No porque hiciéramos daño al otro con nuestros reproches, callábamos por no herirnos a nosotros mismos. En ese hueco, en ese desencanto, se perdía nuestro compromiso, volviéndonos más introvertidos, más solitarios.

En el dormir desasosegado de esa noche, por la persistencia de una pesadilla en la que mis hijos rebuscaban llorando en el pecho de su madre sin encontrarle el corazón, desperté y luché por no volver a dormirme. Al clarear del día, la miré abandonada. Su oscura cabellera desparramada en la blancura de la almohada, el pecho subiendo y bajando, la boca entreabierta. Dormía como siempre, pero ya no era ella, era otra. Cuando cantaron los primeros gallos rompí a llorar por la impotencia.

El azar a veces nos golpea con crueldad, sin consideración. La familia de Sonia se marchó con gran alegría para todos, especialmente para mi cuñado que besó entusiasmado a una azafata y al fuselaje del avión que había de llevarles de regreso a España. Pero todo lo demás empeoró.

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Fecha de publicaciónSeptiembre 1997
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