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Del agua nacieron los sedientos

Capítulo IV

Vidas mediocres, problemas vulgares

V. Pisabarro
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Calor húmedo. La copiosa lluvia no conseguía refrescar el bochornoso ambiente. El furioso batir de las gotas contra el lustroso follaje de la plantación, el ruido sordo, continuado, que mis pasos provocaban removiendo y enturbiando el agua de los charcos, eran los únicos sonidos audibles en la extensión grande y plana del cañaveral. Regresaba. No tardé en llegar a la carretera. Al sentir la dureza del asfalto bajo mis pies, me sentí recuperado de la soledad profunda que hacía insoportable mi insignificancia y desamparo de individuo aislado en la inmensidad y en el orden natural. No había tránsito de vehículos en ningún sentido. A lo lejos vi a un grupo de personas caminando una tras otra por el borde de la pista. Fijándome mejor observé que eran cuatro mujeres negras vestidas con prendas de vivo colorido y cargando grandes fardos sobre sus cabezas. Una diminuta culebra de colores en la lejanía que aliviaba del agobiante verde vegetal y del monótono gris de los nubarrones.

La desaparición de la motocicleta no me cogió desprevenido. Tenía un presagio fundado desde que la disimulé allí echándole unas cañas por encima. En un lugar donde se producían asesinatos, violaciones, atropellos, atracos y demás vagamunderías, lo raro hubiera sido encontrarla donde la dejé. Me sentía extrañamente relajado, supongo que por no soportar el golpe de la sorpresa. La lluvia seguía empapándome pertinazmente. Sentado en una gran roca oteaba la carretera en busca de algún concho. Después de unos largos minutos me quité la camisa y pensé que lo mejor sería caminar los dos kilómetros que me distanciaban de Monte Plata. Allí me sería más fácil encontrar transporte hasta Morúa.

Después de varios sucesos y avatares, que no voy a relatar para no hacerme reiterativo con el transporte, llegué a mi casa mojado de la misma manera que en el día anterior, con la diferencia de que en éste llegaba también enlodado hasta las rodillas y con salpicaduras de barro en la espalda.

Abrí la chirriante puerta del jardín justo en el momento en que el sol dominante y luminoso aparecía con todo su esplendor alejando la tormenta.

Blas, mi inútil perro de guarda y defensa, se alegró tanto al verme aparecer que en su júbilo empujó enérgicamente con sus manos mi espinazo haciéndome caer de bruces. Ya dije que no soy hombre de mucho peso. Además el alterne con mi suegro y la caminata me habían mermado mucho las fuerzas. En el suelo, cerca de la puerta del hogar, me disponía a dar un machetazo a Blas con el machete del jardinero, que por dejadez aparecía abandonado cerca de mí; y así lo habría hecho, pues ya lo tenía en la mano y esperaba al can para que se aproximara un poco más hacía mí en uno de los saltos que seguía dando con alegría a mi alrededor, si en ese momento mi suegra no abre la puerta. Fingí entonces que jugueteaba con él, desistiendo de mis intenciones.

—Pasa hijo, que ya está la comida —dijo sin detectar yo sorpresa alguna en su afable rostro, a pesar de la postura, mi aspecto y la herramienta alzada en mi mano.

—Me robaron el motol, mami.

Supongo que no escuchó, o acaso me ignorara como casi siempre, porque entró inmutable a la casa después de avisarme.

Pasé yo también saludando a los presentes. Nadie respondió. Los niños jugaban con unas maquinitas electrónicas. Mi suegro en el jardín hojeaba una revista norteamericana para adultos sentado de nuevo al sol. La televisión emitía en esos instantes un programa-concurso. El volumen atronaba con los gritos del público. Nadie la miraba. Me acerqué y la desconecté. Sonia, con manchas de pintura en rostro, extremidades y vestido, preparaba la mesa. Mi cuñada cambiaba el pañal al niño en el sofá, Oscarín sonreía y se orinaba al mismo tiempo. Maricela movía en el perolo el sancocho, típico cocido mameiano. Como antes de irme escuché los débiles lamentos del Chino que seguía quejándose en la habitación. En ese instante fui consciente de lo agradablemente necesario que es tener a los que se quiere cerca de uno.

—¡Vaya pintas! ¿Qué te ha pasado cariño? —preguntó mi mujer no en exceso alarmada por mi desaseada y desaliñada apariencia, mientras seguía colocando platos y cubiertos.

Lanzando la chorreante camisa a mi cumplidora asistenta, quien la agarró de un manotazo haciendo gala de unos reflejos extraordinarios, dije como asqueado:

—Pues que nos han robado el motor, mi amor. Además me agarró el aguacero, y mira cómo me he puesto de andar por esos caminos embarrados —bebí agua mirándola de reojo.

—Pues por aquí no ha caído ni una gota. Ayúdame a traer unas sillas —me solicitó aplicada en la tarea.

¡Qué extraño! A nadie parecía importarle el robo. Le acerqué unas sillas e insistí.

—Te he dicho que nos han robado la moto. Que ayer la dejé en el cañaveral cuando se averió y ya no está —volví a mirarla de soslayo mientras colocaba un frutero para ver su reacción.

—¿Que tan robao la moto! ¡Desgraciao! —gritó tirando furiosamente contra la mesa los cubiertos que antes colocaba sobre ella con primor—. Pero... ¿a quién se le ocurre dejar una moto de ésas en medio de las cañas? Si en vez de haberte ido a emborrachar con mi papá hubieras ido a por ella, pues ahora no pasaba esto. ¡Pero no! El niño tenía ganas de juerga. Al niño le importa tres cojones lo que pase. Te lo digo de verdad... o sea... no sé.

Dominada por la ira, lanzaba sus quejas y reproches contra mí, extremadamente alterada, andando de un lado para el otro. Mientras me gritaba yo miraba las manchas de pintura en su carita, pensando que casi siempre mi mujercita tenía razón. Intenté aquietarla mimosamente, pero fueron inútiles mis tímidos intentos ante la magnitud de su irritación desbocada. Casi sin transición, del enojo pasó a la autocompasión. Con unos quejidos lastimeros que erizaban mi piel obligándome a hacer pucheros, se decía a sí misma que ya estaba harta de que todo saliera mal, de la desgraciada carga, del sin vivir que soportaba a causa de la mala vida que yo le estaba dando.

La madre se situó a su lado y mientras le pasaba una mano acariciadora por la espalda, me observaba descaradamente con una mirada hiriente llena de desprecio y reproche. Maricela paró en sus quehaceres para contemplar la escena ya sin disimulo. Mi suegro se inhibía y continuaba con sus interesantes lecturas. Los niños seguían jugando con las maquinitas porque ya estaban acostumbrados a estas escenas y mi cuñado cesó sus lamentaciones para escuchar mejor lo que ocurría.

En esa circunstancia, ante esos duros momentos, soportando una vez más los sucesos que nuestro impiedoso destino se obstinaba en deparar cada jornada, pretendí, igual que otras tantas veces, calmarla, darle aliento. Me senté en una silla que había cerca de ella y cuando se dejó, tomé su mano para acariciársela tiernamente; comencé a decirle que todo se arreglaría, que saldríamos adelante, que ya habíamos conseguido el dinero para los envíos y que ganaríamos una buena cantidad con ellos, que la moto aparecería tarde o temprano, que la adoraba, que era lo más importante, a lo que aferraba mi vida; que me mortificaba y me partía el corazón verla así.

Interrumpió Raulito mi amorosa declaración.

—Papá.

—Dime, hijito —contesté sin dejar de mirarla dulcemente ni de acariciar con ternura su cabeza, a pesar de mi suegra que seguía a nuestro lado.

—Se te ha salido un huevo de los calzoncillos —dijo señalando con su dedito a mi entrepierna.

Ciertamente, una de mis glándulas secretorias asomaba por un gran roto de mi ajado pantalón. Disimulando, procurando aparentar dignidad, me incorporé para mirar por una ventana mientras lo ponía en sitio conveniente. Mi suegra movía la cabeza de un lado a otro en un gesto de lástima. Los niños se mofaban de su padre, el suegro se carcajeaba en el jardín y, lo más importante, mi amor con la faz pálida y sus ojos arrasados aún por las lágrimas empezó también a sonreír proporcionándome gran alegría. A pesar de perder mucho honor, respeto y de la reverencia que me debían, no me molestó hacer el ridículo una vez más ante mi familia. Todo esto demostró a mi entendimiento que el sentido del humor, la risa, por encima de otros valores más prestigiosos, es lo que más une a las gentes, con lo que más se tolera y disculpa en nuestras vidas mediocres de problemas vulgares.

—¡Venga!, a comer que se enfría —ordenó mi suegra con un cambio positivo en el ánimo. Se acercaron y sentaron todos a la mesa a excepción mía, del Chino y de Maricela que comía en pie sobre el mostrador de la cocina, aunque esto no dificultaba la comunicación con ella por ser ésta de las cocinas americanas, así podíamos encargarle y pedirle todo lo que se nos antojara, que era mucho y caprichoso. Rápidamente subí al aseo de mi habitación para darme una ducha y reunirme con ellos inmediatamente. Estaba ya secándome cuando oí ladrar a Blas con saña y braveza desconocidas. Me asomé a la ventana. Observé al doctor en la puerta del jardín, inmóvil, sin atreverse a pasar. La mirada fija en el perro, como si pretendiera hipnotizarlo, sin hacer gesto ni decir palabra. Blas, en tanto, ladraba sin cesar, amenazante, girando a su alrededor, acercándose, alejándose del galeno, casi decidido a dar el primer mordisco. En un instante, de manera sorpresiva, el médico arrojó su pesado maletín profesional que sonó con ruidos metálicos cuando golpeó los cuartos traseros del animal. Mezcló el chucho entonces las muestras de dolor con los ladridos que daba antes y, por ser perro de talante cobarde, huyó por la entrada trasera, yendo directo al comedor en busca de cobijo bajo la mesa donde comía mi familia. Al meterse entre las piernas de los comensales, por su impericia y premura, provocó la caída y rotura de platos, vasos y una ensaladera de la que se sentía especialmente orgullosa mi mujer. Aunque, a decir verdad, el animal no tuvo la culpa de todo este desastre, también colaboraron ellos cuando torpemente intentaban patear al perro con ánimos de alejarle.

Acuciado por el escándalo bajé a medio vestir en el momento en que Maricela consiguió expulsar a Blas del salón alcanzándole con puntería con una lata de conservas en el costillar. Escapó el bicho aullando a ocultarse en sitio más conveniente, derribando y haciendo añicos una representación cerámica del acueducto de Segovia que milagrosamente llegó entera desde España.

En plena algarabía y ya dentro, hizo su presentación el médico.

—Ya veo que estaban ustedes almorzando. ¡A buena hora! Que les aproveche señoras y señores. Me notificaron en la oficina que precisaban de mis humildes servicios en la casa. Soy el doctor Melquiades García, para atenderles y sanarles. ¿Se encuentra Fran aquí?

—Buenas tardes, doctor Melquiades. Sí, aquí estoy. ¿Cómo va la cosa?

—Pues ahí, luchando. ¿De qué se trata, Fran?

—Pues verá usted, doctor... Ayer, en un desgraciado accidente, mi cuñado sufrió una lamentable caída cuando llevaba una funda llena de cervezas y se le rompieron causándole muchas heridas en las dos piernas al pobre. Pero mejor pase y vea usted mismo al herido —dije abriendo la puerta de la habitación del Chino después de tocar como Chespirito.

Entramos en el aposento el doctor, Paqui y yo. El doliente echado en la cama sin arropar ponía cara de moribundo, con las piernas estiradas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo. Mientras el médico con mueca de asco examinaba las heridas, me fijé bien en el atuendo del Chino que no desentonaba con el estilo del tipo de veraneantes que visitaban Morúa. El paciente vestía una camiseta no muy pulcra de color verde claro, en la que un zafio dibujo representaba a dos cerdos copulando; a su vez cada uno de los animales portaba camiseta con los colores y escudos de dos célebres equipos futbolísticos madrileños, en posición obscena y aberrante. También usaba unas bermudas de tela acartonada con flores amarillas y naranjas sobre un fondo azul oscuro. Una muñequera del Atlético de Madrid completaba el atavío. Con curiosidad escudriñé la habitación. En la mesilla de noche un cenicero repleto de colillas, un par de cajetillas de cigarrillos vacía y aplastada, una botella de ron Casteló añejo consumida y destapada, la grasienta revista pornográfica de mi suegro y un libro. Con extrañeza verifiqué el título: La Celestina.

—Muchísimas gracias por venir, doctor —dijo mi cuñado aferrándole la mano como si temiera la fuga—. Me duele mucho, ¿trae usted calmantes?

—Es mejor que salgan y nos dejen solos para una mejor prospección —recomendó el médico pero con la autoridad de una orden. Yo así lo hice pero Paqui insistió en quedarse.

Al salir me senté a la mesa. Inmediatamente Maricela me sirvió con su brusquedad cotidiana, derramando gran parte del plato de una sopa ya fría en el mantel.

—¡Trague y engolde! Que falta le hace patronsito —dijo cariñosamente.

Como los demás ya habían finalizado, comí tranquilamente en plácida soledad, aunque lo hice desganado. Al acabar se sentó a mi lado Raulito. Saboreaba yo entonces un café de recuelo también algo tibio y con posos.

—Quiero irme a España, papi —hablaba bajito mientras jugueteaba con un llavero metálico articulado con dos figuras humanas en actitud obscena que le regaló Tete.

—Te he dicho muchas veces que no quiero que juegues con eso. ¡Dámelo!

El niño se levantó precipitadamente intentando evitar la pérdida de la cosa. Yo, por eso de la comunicación entre padres e hijos y porque era raro que alguno de los míos se acercara a mí espontáneamente, di marcha atrás en la orden y el tono.

—Espera, espera. Está bien, quédatelo pero que no te lo vea nadie. ¿Vale? —el niño regresó—. Y ahora dime qué decías.

—Que me quiero ir a España porque allí no hay pipis —expresó su deseo mientras movía las figuritas poniéndome nervioso.

—Bueno, pero mamá te lava la cabecita con un champú antipiojos y ya está.

—Sí, pero luego los vuelvo a coger en el colegio. ¿Y qué? Me pican la cabeza y por la noche, cuando duermo me chupan las ideas y me voy a quedar tonto. ¿Y qué? Listo.

El instinto paternal hizo que abrazándolo besara sus manitas, al tiempo que sentía una pena dulce por él a causa de lo dura que es la vida y los malos tragos que sin duda le quedaban por pasar al pobrecito. Entonces comencé a dar una didáctica explicación que le instruyera sobre los referidos parásitos, haciéndole entender que era imposible que nos chuparan las ideas, que sólo querían absorbernos la sangre de la misma manera que hacen algunos de nuestros semejantes.

—¡Papi, te huele la boca! —me empujó y zafándose salió corriendo.

Era cierto. Padecía de halitosis a causa del deplorable estado de mi dentadura. Sufría de varias caries, pero sobre todo de una con un gran hueco que me laceraba dolorosamente de tiempo en tiempo. Pasado un buen rato se abrió la puerta y apareció el doctor Melquiades dando diagnóstico y prescripciones a Paqui.

—Descanso. Limpiar las heridas como ya le dije, todos los días. Compren en la farmacia los medicamentos recetados, anótense las dosis para no olvidarlas. Y me voy, porque me espera otro paciente. Son quinientos pesos de la visita, más trescientos de las vacunas. Lo que hace un total de ochocientos.

Paqui abonó la minuta, él lo recontó y después se despidió de todos con mucha ostentación y ceremonia.

Blas, al verle aparecer por el jardín, corrió espantado calle arriba. No hubo forma de hacer que regresara a nuestras llamadas hechas con fingido cariño. Continuó trotando y volviendo la cabeza de cuando en cuando vigilando al médico que con su mismo camino iba tras él. Ordené a Maricela que fuera en su busca.

—¡Perro del diablo! ¿Ya me va hasel paseal otra ves? —maldijo cuando de mala gana iba a cumplir el encargo.

—¿Vacunas? —pregunté intrigado a Paqui.

—Le ha puesto la del sarampión y la de la rubéola.

—Ladronazo —exclamé—; y no le ha puesto más porque no las llevaría.

—Sí, llevaba otra contra el tifus, dijo que también le haría falta, pero se rompió cuando le tiró la cartera a Blas. Me la quiso cobrar pero yo dije que quién tiró el maletín fue él, que hubiera tirado otra cosa al perro. ¡No te jode! De verdad te lo digo. Vaya un matasanos de los cojones. Además le ha recetado unos antibióticos y unos calmantes para el dolor. Tengo que ir a la farmacia a por ellos. Y también un antipirrótico o no sé qué coños, para que le baje la fiebre que la tiene muy alta desde ayer. Así que voy a por ello.

—¿Y del niño? —me interesé.

—Una pomada y unas gotas. O sea que menudo gasto.

Me expliqué, por la fiebre, los delirios del Chino en nuestra última charla.

—¿Qué ha dicho el médico del tío? —preguntó Robertito, mi hijo mayor.

—Ha dicho que tiene sífilis y que se va a morir esta tarde— respondió maliciosamente Raulito, el menor.

—¡Niño! ¿Dónde oyes tú esas cosas? —le amonesté.

—En la televisión. ¡No te jode!—dijo señalándola y riéndose.

Éste ha salido a la familia de su madre, pensé enfadado y con ganas de darle un coscorrón.

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Fecha de publicaciónJulio 1997
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