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El caso

Jorge Gómez Jiménez
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCagua, Venezuela
Prison in Sandjak of Novibazar [i.e., Novi Pazar]  (LOC)

—Es absolutamente incomprensible que en tres entrevistas no hayas logrado sacarle al asesino la razón de su crimen —dijo Guzmán de una manera golpeante mientras acariciaba su cigarrillo con los labios.

—No sé; desde la primera sesión el hombre se niega a responder preguntas. Sólo habla sin parar, excepto para encender o aspirar su cigarrillo; ni siquiera parece percibir mi presencia.

—Detesto la poesía; simplemente descubre por qué ese hombre decidió convertirse en un asesino. Recuerda las técnicas académicas, a veces nos olvidamos de ciertas herramientas que nos da la universidad.

—Cierto, Guzmán —replicó el periodista algo incómodo por la alusión de su jefe a su rendimiento académico—; el caso es que este hombre no se amolda a las reglas que nos dieron en la Escuela de Periodismo.

El Gallo, quien entraba en ese instante con su trabajo del día, lanzó hiriente: «Para algunas cosas la universidad no soluciona nada.»

Los presos, cantando himnos gloriosos en el patio de la cárcel por la fiesta nacional, miraban extrañados al periodista, quien por primera vez se percataba de la presencia de otras personas en la prisión. El guardia —como siempre— se mantuvo inmutable durante el trayecto que llevaba hasta la celda del asesino. El periodista preparó con la suficiente antelación la libreta —que llevaba en la mano izquierda— y la cinta dentro de la grabadora —que mantenía en uno de los bolsillos del saco—, adelantándose a la verborrea del asesino.

—Estuve varios años lejos de ella, lejos del pueblo, lejos de esa época de vaivenes —empezó a hablar el asesino—. Al principio pensé que no duraría mucho tiempo fuera de casa, pero cada día que pasaba me acostumbraba más a estar solo. De alguna manera experimenté una inmensa sensación de libertad, separado para siempre de mi pasado, tacaño del alma, definitivamente solo y conforme con mi soledad. Sin embargo, por las noches me arrebataba el recuerdo de la pequeña Josefina. Contaba los días e imaginaba los cambios que estaban ocurriendo en la vida de mi hija, cuyos cumpleaños celebraba secretamente, con ron, en algún bar. Sin embargo, me resistía a la idea de volver, que siempre estuvo tras de mí, asaltándome en los recodos de los callejones. Volver implicaba un retroceso; la vuelta física al pueblo, a Romina y a la pequeña Josefina, era exactamente como volver al pasado, regresar a un punto muerto de mi existencia que ya debía haber olvidado.

«Deben de ser ideas mías, una especie de preconcepción de lo que debería estar ocurriendo», pensó el periodista cuando creyó notar que la voz del asesino se quebraba al narrar esta parte de la historia.

—Con el paso de los años comprendí que mi libertad estaba condicionada a la nostalgia. Aceptar ese hecho fue durante algún tiempo la única manera de imaginar que era realmente libre. Me habitué entonces a una vida que definí tranquila y luego, muy a mi pesar, admití aburrida. Mis mayores diversiones consistían en una visita breve, alguna que otra noche, a un bar cercano a la pieza que renté. Mi contacto con las mujeres se convirtió en algo fisiológico y año tras año más esporádico. Mi cuerpo parecía resistirse al mundo. Cuando pensaba esto, mi mundo conocido era una compleja red de relaciones tirantes entre sí, siempre tendientes hacia el más intolerable tedio. La soledad y la compañía, la libertad y el ancla en que se convierte el matrimonio, todo en definitiva tenía que ver con la extraña dualidad que pensaba haber descubierto. Ahora que estoy en esta celda, encerrado para siempre pues el siempre consiste en la muerte, aun aquí esa dualidad me acompaña y me abrasa. El inconveniente de pensar es que inventamos fantasmas incomprensibles.

El asesino se detuvo unos instantes. Parecía tomar aliento para continuar su historia. «¿Será que está a punto de terminar?», se preguntaba el periodista. Cuando ya se hurgaba el bolsillo del saco en busca de los fósforos, pensando que quizás el asesino querría fumar, reanudó la historia.

—Once años —dijo—, once años transcurrieron y la situación se me hizo insoportable. Sentí entonces la necesidad de iniciar una búsqueda que me liberara; que, de nuevo, me hiciera saborear la ilusión de la libertad. Cuando pude definir que era exactamente una búsqueda lo que yo quería emprender, me encontré con un obstáculo difícil: el objetivo de la búsqueda. Así que la primera cosa que empecé a buscar en mi mente fue algo que buscar —«qué bien, un asesino que construye charadas», pensó sardónico el periodista— y esa primera búsqueda transcurrió frenética. Ante todo me interesaba conseguir una excusa para cortar de tajo la rutina en que había convertido mi vida, pues me percaté de haberme estacionado cuando creía que en realidad seguía huyendo de Romina y mi hija. Comparaba el presente y el pasado y percibía cierto cansancio, antes insospechado; fue sólo entonces cuando reparé en que el tiempo transcurre indeclinable y que pronto habría traspasado la línea imaginaria que los hombres asignamos a la edad de cuarenta años. Esta percepción me alcanzó una noche mientras tomaba un trago en el bar. Impelido por la premura, llegué finalmente al objetivo de mi búsqueda: el pasado.

Entonces sí vino el ritual del cigarro. El hombre se detuvo, hurgó, sacó el cigarro y esperó los fósforos que suponía le daría el periodista. Encendió su cigarro y clavó sus ojos hacia la puerta, como si temiera el regreso del guardia.

—Deshice mis lazos con el trabajo, la pieza, el bar. Nuevamente me encontré huyendo de mí mismo, aunque esta vez iba en pos de la vida de la que anteriormente había huido. Iba hacia Romina, hacia el pueblo, hacia la pequeña Josefina que ya debía de ser una damita y que obviamente no debía de recordar a su padre. Deliberadamente evité hacer el viaje por las vías normales, no compré pasajes ni hice itinerarios. Simplemente empecé a caminar y algunos trechos los completé ayudado por conductores solitarios que deseaban charlar para no dormirse en la carretera. Entré en el pueblo una noche de abril. Todo estaba en silencio y tuve la impresión de que nada o poca cosa había cambiado desde que salí de allí. Me fue fácil doblar las esquinas convenientes para llegar hasta la que fue mi casa en el pasado. Como si hubiera salido de allí esa mañana, caminé directo a la puerta y hasta me permití asombrarme del aplomo con que levanté mi puño y di los dos primeros toques. Nadie respondió. Toqué de nuevo, y entonces escuché una voz masculina: «Un momento.» Esto me sorprendió aun más. Cuando la puerta se abrió y quien apareció ante mí no fue Romina, ni tan siquiera Josefina, sino un hombre de estatura un poco menor que la mía, pensé que ya ellas no vivían allí. Vacilé un instante antes de empezar a hablar: evitaba pensar que ese hombre tuviera algo que ver con mi mujer y con mi hija. Entonces le dije: «Disculpe. Buscaba a otra persona que ya no debe vivir aquí» y me dispuse a darme la vuelta e irme, cuando noté un extraño brillo en los ojos del hombre. Estremecido, el hombre terminó de abrir la puerta y, como si me hubiera reconocido, pronunció mi nombre.

El guardia apareció agitando las llaves para hacer notar su presencia. El periodista se levantó mientras apagaba la grabadora y no pudo evitar, con una gran rabia, con un inmenso sentimiento de haber sido engañado: «Lo sabía. Una historia simple de celos.»

—Cómo está —dijo secamente el alcaide—. Cómo va la entrevista.

—Bien —respondió el periodista sin creerse mucho.

Las últimas declaraciones obtenidas del asesino, el viernes anterior, eran simplemente frustrantes. El periodista estuvo a punto de dejar todo hasta allí, volver a la oficina, soltarle a Guzmán trozos claves de las cintas para que se convenciera de la banal tarea que le había sido confiada. No había ya para él estímulo alguno en la idea de visitar al asesino; sin embargo, el fin de semana le dio el descanso que tanto necesitaba para volver. Ahora, mientras caminaba por los horrendos pasillos —pero qué terriblemente horrendos parecen ahora— hurgó sin interés en los bolsillos del saco, para darse cuenta de que había olvidado los fósforos.

Ese día el asesino estaba extrañamente comunicativo.

—¿Ha leído usted la Biblia? —le preguntó apenas entró.

—No demasiado —respondió el periodista—. Algo del Génesis, algo quizás del nacimiento de Jesús.

—¿Y cree usted en eso?

El periodista fue transportado involuntariamente a su época adolescente, cuando el tema de Dios era la sobremesa en la escuela secundaria.

—La verdad es que hubo una época en que creí y una época en que no creí. Ahora no sé.

El asesino le miró de arriba abajo.

—Eso no es bueno —le dijo—. Por años descreí de aquello que dicen algunos: «hay que creer en algo.» Pues es cierto, la creencia en algo no es más que una muleta, pero una muleta que puede a uno salvarle la vida.

(«Pero a qué diablos viene esto, éste es un asesino demente...»)

—Ese hombre me llevó dentro de la casa. Sin que yo le dijera nada, puso a calentar una olla en la que, lo descubrí minutos más tarde, había café negro, como el que me gusta. Me dio una taza de café que tomé de un sorbo, sin detenerme al quemarme la lengua y la garganta. Estaba pensando (y esto lo recuerdo bien, cómo olvidar los pensamientos que pasaron por mi mente en ese instante, cómo olvidar... si tan sólo supiera cómo olvidar), estaba pensando que ese hombre era muy extraño y que más extraña aun era su presencia en esa casa. Entonces reparé en la casa: ningún objeto había cambiado de lugar desde mi partida, en aquella pared estaba el mismo espejo donde siempre di una última ojeada a mi cabello antes de salir al trabajo, en aquella otra se mantenía recostada una guitarra que nadie usó jamás, en aquella puerta se mantenía la misma placa de aluminio vacía. Los muebles eran los mismos, los árboles del patio interior habían crecido pero eran indudablemente los mismos, y hasta reconocí las tejas mal colocadas que siempre pensé debía reparar pero que nunca toqué. El hombre me indicó que le siguiera y me llevó hasta una habitación. Experimenté cierta aprehensión cuando me pidió que entrara. ¿Qué había en ese cuarto? Me detuve unos instantes entre la puerta y el hombre, y finalmente eché una ojeada al interior. Había olvidado (sí, el olvido existe) que ese cuarto era el que habíamos dispuesto Romina y yo para que Josefina durmiera en él cuando creciera y pudiéramos confiarla a la soledad de su propia habitación. También el cuarto parecía estar igual. Finalmente entré y no pude evitar mirar hacia la cama ubicada en el centro. Alguien, una niña de unos once años, dormía profundamente sobre la cama. Miré al hombre y éste me pidió que me acercara. Cuando distinguí claramente el rostro de la niña, un escalofrío recorrió mi espalda: era tan idéntica a Romina y a mí, que no podía ser otra que la pequeña Josefina, con once años más que cuando la vi por última vez. Casi perdí el equilibrio cuando llegué a esta revelación.

El asesino empezó a dilatar las palabras, como si estuviera vacilando en la forma de decirlas.

—Salí de la habitación y, enérgico, pero sin subir la voz, le pregunté al hombre si aquella era mi hija. «Claro que es tu hija», me dijo. «Pero hay algo que debes saber.» Intentó llevarme a la sala, pero me escabullí hasta el cuarto donde antes habíamos dormido Romina y yo. Esperaba encontrar allí a Romina, esperaba increparla y pedirle explicaciones por la presencia de aquel hombre. Sin embargo, cuando llegué al cuarto me sentí muy confuso al comprobar que Romina no estaba allí. Entonces sí dejé que el hombre me llevara hacia la sala, y allí lo interpelé de nuevo.

»«Qué ha hecho con mi hija», le dije, «por qué está usted aquí con ella, dónde está Romina.» «Me temo que las respuestas que buscas te perturbarán demasiado. No vayas a desaparecer cuando te diga lo ocurrido.» Volví a estremecerme. El hombre se levantó para buscar más café y esta vez trajo dos tazas. Entonces me dijo, pronunciando las palabras con una pausa terrible: «Romina soy yo.»

El periodista apagó la grabadora y se levantó intempestivamente.

—Ya basta, —gritó—. ¡Guardia! ¡Guardia!

El guardia había desaparecido, como venía haciéndolo últimamente, y al parecer no tenía intenciones de volver en ese momento. Por lo que el periodista pudo ver, el guardia no le escuchaba o simplemente ni siquiera le importaba lo que pudiera pasarle a él, encerrado con un asesino que además estaba loco.

—Espere —dijo el asesino, levantándose. El periodista retrocedió hasta que la pared no le permitió caminar más.

—Le dije que mi historia era increíble. Si ha soportado hasta aquí, por favor encienda esa grabadora; le dejo a su criterio creerme o no, pero por favor siga escuchando.

¿Que siguiera escuchando? Ese hombre estaba indudablemente loco, la historia simplemente no existía y el periódico había cometido un error al anunciar el evento de esa entrevista absurda. Guzmán se llevaría una desagradable sorpresa cuando escuchara específicamente esta última cinta. Tan implacable como era en la dirección del periódico, de seguro le pondría a inventar una historia que justificara el esfuerzo de los últimos días.

—Nunca le prometí una historia siquiera aceptable —insistió el asesino—. Al principio le pedí no me culpara si decidía que la historia era una completa mentira. Ahora no intente escapar, siéntese, encienda la grabadora y escuche.

El periodista no dijo nada. Se quedó parado contra la pared, soltó de repente dos nuevos gritos llamando al guardia para corroborar finalmente que el hombre estaba muy lejos para atenderle. Debían quedar aún demasiados minutos de sesión, quizás diez, quizás quince, aunque dos o tres ya habrían sido más de lo que el periodista estaba dispuesto a aguantar. A regañadientes, volvió a sentarse y encendió la grabadora.

—De antemano le digo que esta historia no será publicada. Nadie creerá este absurdo. Usted mató a ese hombre porque sentía celos, porque sospechaba que él y Romina se habían unido después de su desaparición.

—Piense lo que desee —continuó el asesino—. Mi conciencia está limpia respecto a la veracidad de los hechos que le estoy contando. Por supuesto que yo tuve una reacción similar a la suya cuando aquel hombre me dijo lo que me dijo. Todavía después de lo ocurrido, tengo serias dudas respecto a si todo es cierto o no. Inclusive después de que el hombre aportó lo que él consideraba sus pruebas, el hecho era desmesurado ante mi disposición a creerle.

—Diga de una vez lo que ese hombre le contó. No supondrá que volveré a visitarle después de esto —dijo el periodista.

—Este hombre quiso primero que nada demostrar que lo que decía era cierto. Habló de hechos, personas, comentarios entre Romina y yo, en el pasado. Cosas tan íntimas que aún con mi desaparición Romina nunca le habría dicho a nadie. Relatos pormenorizados de noches placenteras y de noches de tormento. «Romina le ha contado todo esto», le dije. El hombre me preguntó si era posible que Romina y él tuvieran la misma textura del cabello, los mismos ojos, la misma forma de los labios, similares marcas en la piel, idénticos lunares situados en el mismo sitio. Todo era idéntico a Romina. Era como una versión masculina de la que había sido mi mujer. No sin asco revisé la espalda desnuda que aquel hombre me ofrecía, revisé sus uñas, sus pies, sus orejas. Todo, a excepción de aquel cortísimo cabello, aquella voz grave y un incipiente bigote, era de Romina. Pero cómo creer, cómo soportar una mentira tan flagrante. Claro que una persona puede ordenar cierta intervención quirúrgica en una clínica privada y echar al traste su sexo nativo para convertirse al opuesto. Pero, ¿por qué Romina? ¿Qué motivos podría tener para complicarse en una intervención tan arriesgada? ¿Con qué recursos, además? No, ese hombre no podía ser mi Romina, era imposible que mi Romina estuviera encerrada en aquel hombre.

El asesino alcanzó hasta las manos del periodista dos fotografías.

—Las pasé de contrabando. Le pagué a un policía para que las buscara en la casa y las trajera. Es todo lo que tengo para intentar que usted crea lo que yo mismo aún no termino de entender.

La primera fotografía mostraba al asesino, unos años más joven, con una hermosa mujer de ojos negros, negrísimos, tal como Romina había sido descrita.

—¿Romina? —le preguntó el periodista, y el asesino respondió afirmativamente.

La segunda fotografía era la de un hombre de bigote corto y más o menos de la edad del asesino. Este alargó un dedo hasta la oreja de Romina.

—Acerque la foto a su cara y mire detenidamente la única oreja que puede verse de Romina. En la base hallará usted un pequeño lunar rojo. Siempre en las fotografías se destacaba, así que Romina intentaba ocultarlo tras el cabello.

Sin duda Romina no había logrado su cometido en esta fotografía. Efectivamente, minúsculo pero visible, podía notarse el lunar cerca de la base de la oreja. Sin creer demasiado en lo que el asesino quería decirle, el periodista vio entonces el mismo lunar en la otra fotografía, cerca de la oreja del hombre de bigote.

—No prueba nada —dijo despreocupado.

—Cualquiera puede pintarse un punto rojo. De acuerdo —dijo el asesino—. Pero usted es periodista, usted tiene acceso a las fuentes de información. Trate de descubrir entonces dónde está Romina, dónde está la partida de nacimiento de este hombre. Converse con la pequeña Josefina y ella le dirá que nunca hubo para ella nadie más que este hombre. Quizás descubra usted a tiempo una verdad distinta a la que yo conozco; así me sacará de mi diario tormento.

Entonces se apareció el guardia.

—Despídase —dijo secamente.

Antes de que el periodista terminara de recoger la grabadora, el asesino le detuvo con la mano:

—¿Vendrá mañana?

—No sé —dijo el periodista apartándose.

Cuando se retiraba, el asesino buscó rápidamente un cigarro bajo las sábanas y le pidió los fósforos al periodista.

—Lo siento. No traje.

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Copyright ©Jorge Gómez Jiménez, 1996
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Fecha de publicaciónEnero 1997
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