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El caso

Jorge Gómez Jiménez
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCagua, Venezuela
Prison in Sandjak of Novibazar [i.e., Novi Pazar]  (LOC)

Guzmán se tapó la cara con la mano izquierda mientras la derecha apagaba el cigarro.

—No puede ser. Es imposible que ese asesino nos haya hecho esto.

—Te lo dije desde el principio —se apresuró a acotar el periodista.

—Hubiera sido preferible que mandaras a El Gallo; o mejor, le hubiéramos dejado el trabajo a los torturadores oficiales. De seguro habría sido más provechoso. No pienso ir hoy —agregó el periodista.

Guzmán abrió los ojos con sorpresa y desaprobación.

—¿Qué? ¿Que no vas?

—No voy. No pienso seguir escuchando esto.

Ya en la prisión, el periodista —si una virtud podía esgrimir Guzmán como carta de presentación era su poder persuasivo— se sentó ante el asesino e hizo una señal con la mano para que esperara callado un momento antes de seguir con la historia.

—Por favor —dijo el periodista— cuente hoy la historia verdadera. Eso de Romina convertida en un hombre no lo va a creer nadie, no lo creo yo, no lo ha creído Guzmán y de seguro usted mismo ni siquiera lo cree.

—Lamentablemente todo es cierto y no tengo otra manera de contarlo, ahora que estoy a punto de morir —repitiendo el gesto de Guzmán, el periodista se tapó el rostro con una mano—. Disculpe, pero no puedo recordar en qué quedamos ayer.

El periodista puso a rodar la cinta del día anterior. El asesino hizo una señal; entonces el periodista adelantó la cinta hasta el punto en que estaba en blanco y empezó de nuevo a grabar.

—Pues bien, aquel hombre me contó una historia aún más extraña que lo contado por mí hasta ahora. Según él, que aseguraba haber sido antes ella, había llorado mucho mi partida; tanto, que los ojos se le enrojecieron por varias semanas. Josefina, con todo lo pequeña que era entonces, sintió inmediatamente mi ausencia. Acostumbrada como estaba a escuchar mi voz antes de dormirse, la primera noche fue la más agotadora. Romina hacía lo imposible por dormirla, pero Josefina extrañaba a su padre. El llanto de la niña alentaba el de la madre, hasta que, extenuadas, ambas se dormían cuando empezaba a amanecer. Por esos días, las provisiones se terminaron y Romina tuvo que ingeniárselas para conseguir el sustento. Aunque al principio pensó en contar lo ocurrido a su familia, a las amistades, a cualquiera que ella pensara que podría ayudarle, finalmente la vergüenza podía más que ella y la disuadía de hacerlo. Una escuela acudió, de una manera muy oportuna, a socorrerla, contratando sus servicios para la elaboración de desayunos para los niños.

El periodista no parecía atender al asesino. Mientras éste desarrollaba su historia, aquél escribía algunas notas en la libreta. Estaba buscando, ayudado del bolígrafo, la manera de construir una historia que pudiera ser publicada sin que el periódico cayera en el ridículo. De cualquier modo, al terminar esta penosa entrevista, Guzmán terminaría por pedírselo. Una vez fusilado el asesino, poco importaría que la historia publicada coincidiera con lo que él estaba contando. En medio de sus cavilaciones, la estampa de cierto profesor de la universidad se le aparecía repetidamente, impartiendo su lección de ética: «El principal mandamiento del periodista: no mentir». Hasta los supuestos mandamientos de ética periodística tenían sus grietas, a través de las cuales podía escabullirse el profesional si llegaba a encontrarse en medio de una emergencia.

—Pero ese trabajo —el asesino sabía que el periodista no le atendía— requería de una persona descansada. Romina distaba mucho de saber, por esos días, lo que significaba la expresión «sueño reparador.» Josefina lloraba y lloraba, y con el tiempo empezó a llorar incluso durante el día. Ni los juegos, ni las muecas de Romina, ni la música, ni la comida hacían nada por callar a Josefina. Romina se desesperaba y, una noche, al borde de la locura, empezó a decirle a la pequeña las frases con que yo solía dormirla. Al cabo de unos minutos, agravó un poco la voz y continuó. Para su sorpresa, el llanto de Josefina fue amainando como una llovizna; finalmente, y al arrullo de una voz ficticia que intentaba imitar la mía, Josefina acabó durmiéndose poco después de las nueve de la noche. Romina durmió entonces profundamente, tanto como si hubiera estado despierta toda su vida, y no despertó hasta el mediodía siguiente, cuando alguien pasó por nuestra calle con un carro armado con altoparlantes, vociferando mensajes comerciales.

El asesino se detuvo, hurgó bajo las sábanas y sacó un cigarro y un encendedor nuevo. El periodista ni siquiera se volvió para observarle. —Romina había descubierto —continuó— la forma de acabar con el tormento de la pequeña. Todas las noches, antes de las ocho, apagaba las luces y empezaba a arrullar a la pequeña con una falsa voz grave. Cuando el trabajo en la escuela empezó a rendir sus frutos, fue a una tienda cercana y compró un frasco pequeño de la colonia que yo solía usar, y desde esa noche la voz fingida era acompañada por un olor viril que ocultaba de una manera efectiva el olor de la hembra Romina. Poco a poco, perfeccionó la extraña imitación que se había condenado a sí misma a hacer.

Le dio una profunda bocanada al cigarrillo. —Una mañana, Romina se dio cuenta de que ahora hablaba con voz grave aun cuando estaba lejos de Josefina. La mañana siguiente descubrió sus manos ásperas, y la siguiente, un lento pero decidido ensanchamiento de la cintura. Se esforzaba por lucir femenina: se maquillaba, en ocasiones de manera exagerada; ocupaba las mañanas jugando a las muñecas con Josefina, y las tardes tejiendo ropas infantiles, pero al caer la noche, sobrevenía el ritual de la imitación. Si una noche intentaba dormir a Josefina sin cantarle, la niña lloraba a gritos, así que Romina no tuvo ninguna alternativa. Llegó el vergonzoso día en que descubrió unos vellos oscuros y firmes por encima de sus labios. Sus piernas engordaron y se cubrieron, al igual que la cara, de otros vellos. Sin darse cuenta, hacía muchos meses que había dejado de menstruar y una extraña protuberancia se forjaba dificultosamente entre sus piernas, haciéndola retorcerse de dolor y humillación. Cuando Josefina cumplió los cuatro años, Romina era su padre.

El caso permanecería insoluto. Guzmán lo sabía y así se lo dijo.

—Termina de hacer la entrevista, muchacho. Quién sabe, algún día podrás necesitar esas cintas para escribir un libro y hacerte famoso. Pero por ahora, el caso ha muerto. Dime si quieres ir de nuevo a la prisión; en lo que a mí respecta, ya no me interesa, pero en caso de que decidas no ir, deberás tener escrita para el fin de semana una historia creíble.

—Iré.

—Considero una suerte que haya venido. Después del rumbo que ha descubierto en mi historia, pensé que nunca más lo haría.

—Yo también —dijo el periodista, disponiendo la grabadora y la libreta—. Su historia sería interesante para un escritor, pero a mí, sólo la posibilidad de descubrirlo en la verdad me impide terminar de admitir que estoy perdiendo mi tiempo.

El asesino miró hacia la puerta. El guardia se alejaba hacia la salida. Entonces empezó a hablar.

—El hombre que insistía en ser Romina terminó de contar todo esto y esperaba, al parecer, una reacción de mi parte. Después de superar el asco, y aún sin creerle, acepté dormir en el sofá mientras tomaba aliento para seguir mi camino. El hombre se mostró muy receptivo respecto a mi posición, pero en la madrugada, cuando me disponía a salir de la casa para, pensaba, no volver nunca más y olvidar definitivamente a Romina y a la pequeña Josefina, el hombre se levantó y se interpuso entre la puerta y yo. Me pidió que no me fuera todavía, que le diera algunos días para probar lo que él llamaba su verdad. La escena fue asqueante, pues me llamaba por mi nombre e intentaba arrodillarse para convencerme. Su desesperación terminó cuando acepté quedarme un par de días. Hizo café y desayuno, y cuando Josefina se levantó y fue a la cocina, lo primero que hizo fue mirarme de arriba abajo y preguntarle al hombre quién era el extraño visitante. «Un amigo de tu madre», respondió. Josefina se vistió de uniforme y salió, rumbo a la escuela. Entonces el hombre me dijo que cuando la pequeña adquirió uso de razón, le hizo creer que su madre había muerto en un accidente marítimo años atrás. «¿Cuánto tiempo te quedarás?», me preguntó. Yo le había prometido un par de días y así se lo reiteré, pero él empezó a insistir de nuevo. «Quédate un tiempo, al menos para que conozcas más a tu hija. Quizás algún día le contemos lo que ocurrió.» «Jamás», le dije. «Espero que nunca le cuentes ninguna de estas cosas a Josefina. Aunque todo fuera cierto, Josefina se perturbaría mucho. No quiero eso para mi hija.» Cuando finalmente llegó mi tercer día en la casa, el hombre me hizo prometerle unos días más; luego más, y más. No entiendo cómo soporté eso, cómo no salí inmediatamente de aquella casa, lejos de aquel hombre que contaba cosas tan extrañas.

El periodista seguía tomando notas en su libreta. El asesino leyó con dificultad, entre los garabatos, la palabra celos.

—Lo cierto —prosiguió— es que mientras más tiempo transcurría, más me sorprendía el hecho de que la gesticulación de aquel hombre era idéntica a la de Romina. La forma de peinarse, la forma de levantar la taza. Sus ojos eran indudablemente iguales a los de Romina, el cabello, aunque corto, tenía la misma textura, como me hizo comprobarlo aun después de que me negara a tocarle la cabeza. Cada vez que descubría en aquel hombre alguna similitud con Romina, me convencía de que estaba dejándome influir por la historia que me había contado, y rápidamente trataba de negarme a mí mismo lo que estaba viendo. Casi vomité de asco una noche en que me descubrí escabulléndome en la habitación de aquel hombre para creer haber comprobado que dormía en la posición en que solía hacerlo Romina. El hombre despertó sobresaltado y, cuando me disculpé para salir, me pidió que me quedara. «Usted está loco», le dije. «Completa y asquerosamente loco. Usted no es más que un pervertido.» Le dije eso y salí. Minutos después, mientras daba vueltas sobre el sofá, el hombre se paró junto a mí. «No perderás nada con entrar al cuarto. Lo intentaremos.»

El periodista alzó los ojos y observó al asesino. Ahora sí le estaba prestando atención.

—Le repetí las palabras anteriores. Era absurdo. Yo en ese cuarto, con aquel hombre. Le dije que si volvía a hacerme una proposición como esa, le mataría. Los días siguientes transcurrieron en ese tira y afloja. Ya para entonces, justificaba mi permanencia en la casa con la pequeña Josefina. Me había esforzado por hacerme su amigo, y casi enloquecía cuando ella llamaba papá al hombre. En la calle me veían como a un extraño, inclusive las personas a quienes yo había conocido antes. En algún momento me atreví a preguntar en el bar qué había sido de la bella Romina, mi mujer hasta hacía once años. Nadie podía responderme, cierto como era que había mucha gente nueva en el pueblo. Sólo una persona «supo» la respuesta: «Después de que usted se fue del pueblo, ella murió en un viaje por mar, durante su luna de miel con el hombre que ahora vive allí, el cocinero de la escuela.»

El ritual del cigarrillo. Como el día anterior, el asesino estaba equipado con un encendedor.

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Copyright ©Jorge Gómez Jiménez, 1996
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Fecha de publicaciónEnero 1997
Colección RSSNarrativas globales
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