Has estado atenta toda la mañana al fax, inventando excusas pueriles para levantarte y acercarte hasta el aparato, inventando conversaciones de pie junto al aparato, acariciando con fingida despreocupación su negra bocina, mirando de reojo la pantalla de cristal líquido, alargando sin razón los minutos, alargando la transcripción para evitar distraer la atención sobre el fax, mirándolo nerviosamente a cada nueva llamada, descubriendo tu mirada nerviosa que tiene nervioso al licenciado, mirando nerviosamente los mensajes que entran y que entregas arrugándolos de desgano al licenciado, arrugando el liso papel con desánimo, desanimada a cada nueva factura o memo o planilla o requisición que entra, desanimada cuando compruebas nuevamente que el fax no trae nada para ti, que el fax se calla cuando de ti se trata, que no llega aún el tibio mensaje con letritas de molde, que no llega aún tu poema diario, que no ha escrito aún tu hombre, porque aunque hace unos meses desdeñabas la poesía como expresión de tipos cursis y quizás hasta amanerados ahora que tienes tu propio poeta le llamas así, tu hombre, y te pones nerviosa cuando el fax no vomita el tibio mensaje con letritas de molde, siempre las mismas letritas, el palo algo inclinado en la t, la o más bien delgada y como con la frente caída, la m confusa con sus picos que no pocas veces son tres en lugar de dos, la bolita minúscula suspendida sobre esa coma larga que resulta ser la i, y te imaginas al hombre nervioso, mirando de reojo el reloj con esa mirada nerviosa que quizás tenga nervioso a su jefe, mirando el reloj y esperando que pasen las nueve de la mañana porque de seguro es seguro que tú a esas horas no tendrás ocupado el fax y estarás atenta, y tú mientras miras el fax te dices que de seguro ese hombre también se pone nervioso y piensas eso pero después piensas que no, que las cosas que dice ese hombre en sus poemas no pueden haber sido escritas por un hombrecillo nervioso, aunque nerviosos somos todos en ciertas circunstancias si nos ponemos a ver, lo imaginas entrando nervioso a la oficina con su poema entre las facturas y los memos y las planillas y las requisiciones, lo imaginas despistando nervioso al jefe con un largo informe que de seguro habrá preparado con extremo cuidado la noche anterior para despistar al jefe, para poder usar el fax sin ser visto, sin que sea visto el mensaje que está mandando, el poema que te manda todos los días entre las nueve y las diez de la mañana desde hace dos semanas y dos días, doce poemas uno detrás de otro con fecha y hora de creación como si se tratara de un largo informe para despistar al jefe, como si hubiera que justificar la lenta y rápida evolución del cortejo, como si hubiera realmente un cortejo, porque después de dos semanas y dos días de poemas no se sabe si es un cortejo o un juego o qué, no se sabe si lo que viene es la aparición repentina del hombre, no se sabe siquiera qué viene, no se sabe si viene algo, porque desde que empezó a enviarte los poemas no ha ocurrido realmente algo, no se ha presentado, los poemas no están firmados, sólo aparecen y ya, y ni siquiera te atreves a llamar al número de la cabecera que indica la probable procedencia de los poemas y enfrentarte a una voz que quizás será la del hombre o quizás la de un hombrecillo nervioso pero quizás la de otra secretaria o quizás la de un licenciado adusto, molesto, indignado porque te quedas callada al otro lado del auricular, nerviosa y callada y no debí llamar, y te limitas a recibir los poemas que te describen o te piensan sonriendo, riendo, durmiendo, amando, vestida de uniforme y vestida de noche, desnuda, jadeante, estupefacta ante el amor, traviesa sin tristeza, y piensas por las noches qué desperdicio de tiempo, qué ganas de torturarte, qué tontería pasar los días enviando poemas en lugar de presentarse para tener algo que hacer en las noches, qué tontería no hacer uso de la gran ventaja que le ha dado haberte creado expectativa, tanteando con demasiada confianza tu paciencia sin saber siquiera si te complace recibir los poemas, si están resultando ser un arma efectiva, y tú de este lado sabiendo que lo son, y tú de este lado esperando cada día al lado del fax mirándolo con tu mirada nerviosa que ya tiene nervioso a tu jefe el licenciado, y el licenciado que cata tus nervios y te pide café, señorita hágame el favor un cafecito para mí y otro para el señor, y tú entras a la oficina del licenciado y ves al señor y lo catas pensando cada vez quizás él, quizás sea éste mi poeta de entre las nueve y las diez de la mañana, mi hombrecillo nervioso con sus informes y sus hurtadillas, pero no, siempre pasa que es demasiado viejo o demasiado formal o demasiado alto o demasiado imbécil, no, éste no puede ser, y te imaginas a tu poeta como un tipo ni muy viejo ni muy formal ni muy alto y por supuesto no es un imbécil porque esos poemas, un tipo poético como quien dice, sirves café y llenas planillas y haces llamadas pero estás siempre atenta al fax, y mientras el fax se calla no haces otra cosa que mirarlo de reojo, hasta que por fin llega el mensaje, brota del fax el mensaje, brotan las letritas de molde y la m confusa y la i que es una coma y tu hombre nervioso diciéndote cosas que nadie te ha dicho, cosas que nunca sospechaste que un hombre de verdad le diría a una mujer, cosas que te hacen hervir y ves que al fin algo más, unas líneas en prosa que te invitan y te asustas y te pones nerviosa, mañana no habrá poema porque quiero verla, y piensas que en veintiséis horas y media verás si es un hombrecillo nervioso, si es muy alto o muy formal o no mucho pero al menos más de lo que te imaginabas, se te cae el vasito con té que tomas siempre con el poema para calmar los nervios, te salpicas los pies con la infusión caliente, sientes tus ojos hervir dentro de sus órbitas y mañana no habrá poema, ardo en deseos de conocerla, búsqueme mañana al mediodía en la plazoleta interior del edificio, yo estaré sentado vestido formalmente, con una flor en el ojal y usted vaya con la flor de su nombre, y piensas que ya se descubre que es un hombre muy formal o no mucho pero al menos más de lo que te imaginabas porque irá de traje formal, y la flor en el ojal será una señal, y la flor de tu nombre es la rosa porque a tu madre le pareció bonito que te llamaras Rosángela, o quizás fue tu tía la de la idea porque ésa se mete en todo, y piensas que esta tarde, o mejor al mediodía, o mejor mañana al mediodía para que no se marchite irás y comprarás una rosa en la floristería, en cuál floristería, te das cuenta entonces de que nunca has advertido más comercios que la tienda donde compras la copia económica de Givenchi y el quiosco donde compras el periódico que después no lees pero que el licenciado agradece, y entonces decides que hoy al mediodía saldrás a buscar una floristería pero que comprarás mañana la rosa, o mejor para asegurarte de que no pase nada que te retrase vas a mediodía y averiguas dónde comprar la rosa, pero no la comprarás porque irás esta tarde, pedirás unos minutos de permiso al licenciado e irás esta tarde a comprar la rosa, la dejarás en la oficina en un vaso con agua para que no se marchite, mañana a mediodía no se habrá marchitado y podrás ir directo a la plazoleta y conocerás al fin al hombre y verás si es alto, aunque sea feo le buscarás detalles agradables porque un hombre que escribe poemas como ésos no es de dejar pasar así como así, aunque sea feo o tenga mal aliento o sea un gordo con los pequeños trechos abiertos entre los botones de la camisa, aunque tenga caspa y tenga los zapatos sucios pensarás que algo debe de tener, querrás tenerlo aunque sea como admirador no correspondido para que siga escribiéndote poemas, aunque sea sólo para que las muchachas de la oficina y las del gimnasio y las de la cuadra y hasta tus primas deliren de la envidia, pero chica este hombre debe de ser muy apasionado, y todo muy bien pero ahora quieres un vaso de agua, de pronto ese calor y ese sofoco, mañana al mediodía, todo muy bien pero qué pensará de mí, cómo pensará que voy a reaccionar cuando estemos frente a frente, cara a cara, él y tú en la plazoleta interior del edificio y el licenciado almorzando con un señor muy viejo o muy formal o muy alto o muy imbécil mientras tú conoces la vida, vives tu capítulo de telenovela, y el agua que tomas todo el día no te refresca porque la garganta es una sola brasa de desespero, y te desesperas todo el día y en la noche te bañas desesperada, derrites el jabón con la mirada y el agua se evapora en tus brasas, y pasas la noche evaporándote y casi no duermes, y el calor te agobia y estás desesperada y cuando te levantas en la mañana quieres salir corriendo, no lo haces porque ajarías el uniforme que estás planchando minuciosamente, preparándolo para el encuentro del mediodía, y te vas a la oficina sin ropa interior por el calor y por ser coqueta y atrevida, y te vas pensando en la rosa y en una melodía y en una nube chiquita y en el mediodía, y tu cerebro tararea una canción de amor y el licenciado galantea, señorita hoy está rozagante, hágame el favor y me trae un cafecito para mí y otro para el señor pero le juro que está rozagante, y te sonrojas pero no te sonrojas por la muestra de galantería vacía del licenciado sino porque estás hirviendo, sirves el café hirviendo y te vas al baño, con papel higiénico te refrescas un poco las mejillas hirviendo, ensayas frente al espejo tu mejor postura al caminar y pones tus manos cerca del pecho como si sostuvieran la rosa, el dedo índice un poco alzado acariciando los pétalos de la rosa, intentas una sonrisa pero no te sale porque estás hirviendo y vuelves a refrescarte las mejillas, te tocas la garganta levemente y te acaricias y sumerges los dedos bajo la blusa hasta que alcanzas esa pequeña prominencia hirviente, erguida como el minutero del reloj que no avanza como quisieras hasta el mediodía, alargas los minutos para alcanzar el mediodía, alargas la transcripción para evitar distraer la atención sobre el reloj y tus dos minuteros pequeños y erguidos siguen hirviendo y se te dificulta la respiración y no coordinas el habla y sigues mirando el reloj, y el licenciado no sospecha nada y señorita llámeme al doctor, señorita para cuándo ese memo, señorita bájele un poco al aire acondicionado y al licenciado se le olvida que estás rozagante, no sospecha por qué estás rozagante, ya ha olvidado la última vez que disfrutó a una mujer rozagante, acaricias la rosa y lees los poemas, que ocultas en una gaveta debajo de las facturas y los memos y las planillas y las requisiciones, son las diez y veintitrés y sientes la sangre hirviendo transitando agolpadamente a través de las venas que surcan tus sienes, sientes que eres toda tú una arteria hirviente, miras hacia los lados y sin que nadie lo advierta oprimes las manos contra tus muslos, que están bajo la falda hirvientes, te levantas y tomas agua y tomas té y tomas algo de aire frente a la ventana y no te atreves a mirar abajo por temor a ver a un hombre vestido formalmente, con una flor en el ojal y quizás algo nervioso, quizás un hombrecillo nervioso vestido formalmente que te espera, que te desespera con sus letritas de molde, y no aguantas y son las once y cincuentinueve y hasta luego licenciado, pero qué hora es señorita vaya cómo se ha ido la mañana, no le parece, y a ti no te parece porque la mañana ha sido un calvario, una alfombra de brasas que te ha dejado hirviendo, y tratas de no parecer desesperada cuando entras al ascensor y le dices planta al muchacho, y te tambaleas un poco cuando llegas a planta y sales del ascensor y te das cuenta de que has olvidado la rosa, que con tanto calor has dejado la rosa y te devuelves y el muchacho se sonríe benévolo cuando le dices pisodoce, y subes y tomas la rosa y el licenciado encerrado habla por teléfono y no te ve entrar, y bajas corriendo las escaleras y alcanzas el ascensor en el piso diez, el muchacho vuelve a sonreír y es él entonces quien te dice planta y tú le sonríes condescendiente pero sonrojada, hirviente, y temes por un momento que el pequeño retraso te cueste el encuentro y sufres, sufres un poquito pero sufres porque ya es mediodía y estás hirviendo y temes que esa tardanza, llegas a planta y sales del ascensor como una tromba, perdón señor un permisito mi amor que estoy apurada, y sonríes nerviosamente y buscas a tu hombrecillo nervioso, y no ves a ningún hombre vestido formalmente sentado en un banco de la plazoleta, y diriges la mirada rápidamente hacia los cuatro bancos y no hay nadie, y te molestas y piensas qué impuntuales son los hombres y yo tan hirviente, y te molesta un llanto de mujer que escuchas a unos metros y sigues buscando a tu hombrecillo nervioso y no lo hallas, y una mujer llora y te das cuenta de que es Violeta la del consultorio del piso seis y que sostiene una violeta entre sus manos, y una mujer pasa a tu lado y te empuja y casi se te cae la rosa y entonces te das cuenta de que es Jazmín la del escritorio jurídico del piso catorce que sostiene un jazmín entre sus manos, y tú sostienes una rosa entre tus manos y ves entonces que en la plazoleta hay mujeres con rosas y mujeres con violetas y mujeres con jazmines y mujeres con lilas y mujeres con gardenias, ya has comprendido pero cierras los ojos y vuelves a abrirlos como si dudaras, y cuando los abres ves flores regadas por toda la plazoleta y mujeres chamuscadas de tanto hervir, y poemas regados por el suelo con letritas de molde, con los picos de la m y la frente gacha de la o regadas por el suelo, y te sonrojas pero ya no estás hirviendo, y tiras la rosa al piso y te vas al restaurante vegetariano y pides cualquier cosa, como todos los días.
Copyright © | Jorge Gómez Jiménez, 1999 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Septiembre 2002 |
Colección | Las excepciones cotidianas |
Permalink | https://badosa.com/n149 |
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