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El caso

Jorge Gómez Jiménez
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaCagua, Venezuela
Prison in Sandjak of Novibazar [i.e., Novi Pazar]  (LOC)

Disponiendo sólo de treinta minutos y la premura de Guzmán, el periodista entró en la celda del asesino. Todo en la prisión le oprimía los nervios, desde la horrenda entrada —con sus puertas herrumbrosas, de moradas bisagras; con sus paredes cubiertas, hasta más allá de un metro, por un musgo espeso y pustulento—, pasando por el alcaide —qué grandes ojeras, qué anillo de graduación, qué diente de oro, qué hombre tan detestable— hasta la celda del asesino —oscuras la celda y el asesino, oscuro el guardia que nunca se apartaba de la puerta—, todo aparentaba tener la expresa intención de torturarle.

El periodista se extrañó, la tarde anterior, cuando Guzmán decidió finalmente darle a él la cobertura de la entrevista con el asesino. El Gallo, muy preparado en estas lides por llevar ya más de una década en sucesos, fue descartado por Guzmán de manera sorpresiva. Así se lo hizo saber cuando se enteró de que él sería el designado.

—Es completamente explicable —resolló Guzmán, a la mitad de un cigarrillo—. El asesino ha dicho que nadie creería su historia y, como ya ha sido condenado al fusilamiento, prefiere contarla a un periodista que a un juez. El asesino ha solicitado expresamente a un periodista que no esté familiarizado con la última página.

Durante todo el trayecto desde la puerta de la prisión hasta la celda del asesino, el periodista caminó al lado del guardia —pero por qué al lado, por qué no detrás, por qué este guardia se empeña en que debemos estar a la par el uno del otro— a través de unos oscuros pasajes de grises paredes. La atmósfera era densa, a causa de los rancios hedores que ascendían desde los rincones. Pasaron a través de varias rejas hasta llegar, finalmente, a la celda del asesino. Este era un hombre de unos cuarenta años. El periodista se percató, al verlo frente a frente, que su encarcelamiento le había envejecido de manera repentina, pues descubrió sistemas de arrugas en su rostro que no había visto semanas atrás, cuando fue capturado por la policía del estado y puesto a disposición de la jauría de fotógrafos.

Mientras preparaba la grabadora y la libreta —¿qué extraña obsesión de seguridad me hace pensar que la libreta guardará, más fielmente que la grabadora, el relato del asesino?—, el asesino, sentado en su camastro, dijo con una voz forzada, como si quisiera hacer una prueba de sus tonos antes de empezar a contar su historia: «No vaya a pensar que lo que le voy a contar es algo sencillo.»

—¿Cómo dijo? —el periodista, apremiado por las repentinas palabras del asesino, encendió la grabadora sin verificar si la cinta estaba dispuesta.

—Mi historia es demasiado increíble. No es fácil de contar ni fácil de creer, no me culpe si al final decide que todo es mentira.

El periodista trataba de sobreponerse a sus nervios.

—Mire, tenemos sólo treinta minutos.

—Veintiocho —dijo el guardia desde la puerta.

—Preferiría que fuéramos al grano para no desperdiciar el tiempo.

—En 1972 —empezó el asesino, haciéndose el desentendido— conocí a Romina en una calle del pueblo que había sido cerrada por los vecinos para una fiesta. Bailamos y bebimos, y cuando me iba a casa la invité a salir algunas noches más tarde. Ella aceptó.

—¿Quiere decir que su crimen fue motivado por celos? —interrumpió el periodista.

El asesino no se dio por enterado.

—Fue la segunda vez que salimos cuando me enamoré de Romina. Nunca he entendido por qué mientras estábamos en aquella fiesta, a plena luz del sol, no me había fijado en su hermosa cara, en su cuerpo tallado como si fuera una figurita de madera; por qué luego, de noche, su imagen se me hizo tan completa, tan atractiva. Pasaron pocos días cuando me vi proponiéndole a Romina que viniera a vivir conmigo, y luego pocos días más cuando gozábamos de la felicidad que brinda siempre el inicio de una relación de pareja.

»Romina tenía unos hermosos ojos negros. Todo el mundo tiene ojos negros, pero los ojos negros de Romina tenían algo de vidrio, algo demasiado brillante que la separaba del resto de las personas. Han pasado varios años de esto y me he dado cuenta de que si bien siempre estuve enamorado de ella, podría haberme enamorado sólo de sus ojos; quizás, si le hubieran quitado sus ojos, dejándole los demás atributos físicos, habría carecido completamente de atractivo para mí.

El asesino hizo un alto y hurgó un instante bajo una sábana sucia en la que escondía una caja de cigarrillos. Del otro lado escondía un encendedor. El proceso se estaba volviendo largo y accidentado, pues el encendedor ya casi no tenía gas. El periodista —«no puedo ayudarle, no fumo, nunca he fumado»— oprimió el botón de pausa mientras el otro repetía, necio, el movimiento del pulgar sobre el cilindro del encendedor, haciendo gestos con la boca cada vez que aspiraba en sus fallidos intentos por conseguir la llama.

—Es una historia aburrida —le dijo a Guzmán—, pero el hombre se niega a responder preguntas. El asesino parece tener interés únicamente en contarla, sin interrupciones.

—Sí, pero qué te dijo.

—Nada en especial. Simplemente el inicio de una historia de amor, pues la media hora que nos dio el alcaide no dio para más. Pero todavía no ha llegado a la parte donde se convierte en asesino. Me ha tenido toda la media hora contando cómo conoció a la que era su mujer, Romina...

—¿Su mujer? —le interrumpió Guzmán, encendiendo un cigarrillo—, ¿qué mujer? Ningún reporte habla de esposa o concubina. Ya. Se trata de una historia de celos.

—No lo sé. Se lo pregunté y no pareció escucharme.

En eso entró El Gallo con los reportes del día, tres accidentes de tránsito, un secuestro y la cifra semanal de atracos y muertes en enfrentamientos con el hampa. Colocó una docena de cuartillas en el escritorio de Guzmán, le murmuró unas palabras, y salió de la oficina sin mirar al periodista.

—Tienes que conseguir que me den algunas entrevistas más o que me den más tiempo por entrevista —dijo finalmente el periodista, sin terminar de contar la historia del asesino.

—¿Y para cuándo estará listo el reportaje?

—Yo qué sé, este hombre habla y habla y no atiende ninguna pregunta.

—Que imposible conseguir más de media hora por sesión, y quieren que termines el trabajo en no más de tres o cuatro entrevistas en lo sucesivo —todo para Guzmán tenía que ver con los extremos, todo era «imposible», «rotundo», «nada» o «absoluto»; se vestía de negro en la oficina y de blanco para la fiesta aniversaria del diario; no podía ni mirar un plato de chuletas de cerdo por temor al colesterol, pero fumaba todo el tiempo.

La segunda vez que fue a la prisión, dos días después, no le afectó tanto como la primera. Los pasajes eran menos tenebrosos y el guardia permitió cinco minutos más de conversación. El alcaide había dejado encargado al guardia; probablemente le incomodaba la visita de entes externos.

El asesino, al parecer sin reparar en la necesidad de poner a punto la libreta y la grabadora, reinició su historia con los primeros conflictos de la pareja.

—Llegó el día en que empezaba a molestarme por cualquier cosa. Creo que esto es normal en todos los hombres; un día nos sentimos muy bien con una mujer, hacemos lo imposible por conseguir unirnos a ella y luego nos sentimos desorientados.

»Fue simple, tan simple como la forma como nos conocimos, así fue la forma como empecé a desear algún tiempo extra de soledad. Empecé por molestarme levemente sin demostrarlo; pero con el tiempo los enojos se hicieron mayores y más frecuentes. Romina me alertó, al fin, un día en que amenacé con salir a la calle a tomar aire fresco. «No me abandones», me dijo. «No pienso abandonarte. ¿Es que acaso quieres que te abandone?», le pregunté. «No. Pero siempre empiezan así, se molestan por cualquier cosa, al final termina una sola y enamorada.»

—¿Qué tiene que ver esto con el asesinato?

El asesino no respondió, como ya presentía el periodista.

—Con el paso de los meses la situación se fue agriando. Yo no comprendía qué me estaba ocurriendo. Con los años, he reflexionado al respecto y pienso que los hombres no tenemos ningún sentido de la responsabilidad. No hablo del sentido de la responsabilidad que nos obliga a ir todos los días al trabajo, que nos impide malgastar el dinero o que nos impulsa a soportar el maltrato del entorno con la compañía de la pareja. Hablo de algo más profundo, una dimensión muy específica de la conciencia que nos diferencia de la mujer y que consiste en la aceptación incondicional del estado de unión con otra persona.

El asesino se detuvo repentinamente y una vez más inició el rito de buscar bajo la sábana los cigarrillos y el desgastado encendedor. Esta vez el periodista iba equipado con una caja de fósforos que compró antes de salir de la ciudad. El asesino se dignó apenas a lanzarle una rápida mirada a los ojos, lo que el periodista entendió como una tímida forma de agradecimiento.

—La situación es extraña —continuó— porque uno sabe que aún la ama, uno todavía no se imagina sin su compañía, pero todo lo que ella hace o dice es causa de incomodidad.

«Al contrario», pensó el periodista. «Es la sensación más común cuando un hombre y una mujer tienen algún tiempo viviendo juntos.»

«No comprendo. De no ser porque me pagan por esto no seguiría visitando al asesino. En lugar de escuchar esta historia absurdamente opuesta a lo que esperaba —un grotesco fenómeno de la conciencia, una completa transgresión de las leyes humanas y divinas—, quisiera irme de viaje, leer un libro, entrevistar a la junta directiva de la Fundación por el Bienestar de la Humanidad. No sé, cualquier cosa que me aleje de esa prisión en la que sólo debí entrar unos treinta minutos —ya llevo algo más de una hora, una hora y algo más que nunca recobraré, que siempre tendré en la memoria como tiempo perdido—, cualquier cosa que no sea entrevistar a un asesino que supone el asesinato una historia demasiado increíble, pero que realmente tiene todos los visos de ser una vulgar y simplona historia de celos. Y lo peor es que mañana de nuevo, mañana como hoy y anteayer estaré allí escuchando esta historia y pensando en todo lo que me estoy perdiendo, en un viaje, en un libro, en las juntas directivas, en todo lo que pueda ser más interesante que escuchar a un asesino sonámbulo y esperar la llegada del oscuro guardia con su reloj.»

—Un día, Romina me anunció que estaba embarazada. Por un momento volví a ser consciente de que había adquirido un papel en la sociedad, volví a ser complaciente con el requerimiento humano de formar una familia. Un hijo termina por envolverte, dejas de ser individuo y te transformas en un extraño ente social de tres cabezas; te da una ilusión de circularidad en tu vida, haciéndote pensar que no importa ninguna concepción previa, pues ahora debes dedicarte por completo a moldear al crío.

Aburrido, el guardia cerró la celda y fue a dar una vuelta. El periodista no tuvo tiempo siquiera de expresar su desazón al quedarse encerrado con un hombre al que fusilarían en pocos días, quizás horas, en castigo a un asesinato aparentemente injustificado. El asesino, por su parte, continuó contando su historia sin atender —ni estimular, justo es decirlo— los temores del periodista.

—Así que la inminente llegada de un hijo nos unió durante algunos meses. El tiempo del embarazo me dio alguna tranquilidad y en algún momento hasta llegué a pensar en la felicidad como algo factible. La avanzada ciencia médica nos dio, meses antes de la fecha prevista para el parto, la certeza de que Romina llevaba en su vientre a una niña —los hombres siempre esperamos un niño—, y por varias semanas nada más tuvo importancia, sino conseguirle nombre y aperos a la pequeña.

—¿Cómo la llamaron? —preguntó el periodista, fingiendo interés.

—Después de que amigos y parientes debatieron el asunto con todos los puntos de vista posibles, confrontando almanaques, santorales, combinaciones, palabras nuevas y experiencias personales, Romina y yo tomamos la decisión final de llamarla Josefina —esta breve incursión en un tema propuesto por la pregunta del periodista poco podía parecer lo que comúnmente se denominaría una respuesta—. Por supuesto hubo quienes lo consideraron una decisión muy acertada y quienes nos crucificaron por haberle quitado a la niña el derecho de tener un mejor nombre. Particularmente con este último tipo de personas, disfruté muchísimo contrariándoles, enfrentándoles con la potestad absoluta que sobre la pequeña Josefina me daba el hecho de ser su padre.

Como las dos veces anteriores, el asesino hurgó bajo las sábanas y extrajo la predecible caja de cigarrillos. Hizo en sus movimientos un alto que duró tan poco tiempo, un tiempo imperceptible en el que el periodista interpretó que debía sacar los fósforos. Pero era más que una petición, el asesino estaba estableciendo un puente casi imperceptible usando sólo sus ojos, dando con la mirada una minúscula concesión a través de la cual sólo podrían caminar él y el periodista, con el filo de los zapatos, cada uno con el secreto temor de caer.

El asesino sonrió —o casi sonrió; en realidad hubo sólo un pequeño temblor en las comisuras de los labios.

—Entienda que cuando le describo estas situaciones —continuó el asesino— siento que me traslado a aquella época. Cuando le hablo de mi potestad sobre la pequeña Josefina estoy intentando traducirle lo que en aquel tiempo me unía a mi hija: la sensación de un derecho. Al transcurrir los meses, esa sensación fue transformándose en una complicidad, y cuando llegué al término de esa etapa de mi vida ya no era una complicidad, sino una infinita tristeza ligada profundamente con la certidumbre de que no duraría.

»Hubo entre Romina y yo una pequeña tregua. Fueron pocos meses, no recuerdo exactamente cuánto tiempo, pero me permití cierta condescendencia que favoreció a Romina. Me convertí en el esposo perfecto, calando ajustadamente en mi nicho en la sociedad: daba a mi mujer las muestras inequívocas de un amor imperecedero, a mi hija la presencia de un padre que la consentía y a mi entorno la verificación de un ente productivo.

—¿En qué trabajaba?

El asesino continuó su narración sin contestar la pregunta del periodista, pero le miró a los ojos un par de segundos mientras hablaba.

—Volví a disfrutar las visiones con que Romina obsequió mi naciente cariño cuando iniciamos nuestra relación. Verla peinarse, frente al espejo, el movimiento coordinado de las manos, los codos, el cabello. Verla comiendo, la boca graciosamente cerrada arropando el alimento. Verla caminando, riendo, durmiendo a Josefina... Por su parte, para Romina fue una época sencillamente fastuosa. Perdió los kilos que le había dejado el embarazo, recuperando el esbelto cuerpo de sirena con el que la conocí y empezó a gustar de nuevo a los hombres, quienes le dirigían miradas furtivas en la calle, y alguna de las frases de costumbre. Nuestra relación mejoró en todos los aspectos, con un denominador común: Josefina, que asumió sin saberlo el papel de unificadora entre Romina y yo. Y a la vez asumí yo sin saberlo un nuevo rol: el de un pobre hombre que cree reconocer la felicidad perdida. Recobré el placer por las noches de confidencia con Romina, y desarrollé por mi hija una conducta paternal que rayaba en lo posesivo. Josefina era muy pequeña, ni siquiera podía mantener mucho tiempo en alto su cabecita, y de su boca sólo salían incipientes balbuceos, pero yo pasaba horas enteras admirando sus movimientos y experimentando con estímulos y reacciones. Fue así como comprobé que las sonrisas de un hijo, y el contacto con su tierna piel, bastan para calmar el cansancio de una jornada de trabajo, bastan para rehuir el mundo y encerrarse en la secreta admiración de la capacidad de nuestros sueños, bastan para comprender.

La brasa del cigarrillo se avivó un instante. El asesino observaba hacia el techo mientras el periodista daba vuelta a la cinta en la grabadora. La aparición del guardia les recordó que quedaba poco tiempo.

—Sin embargo —prosiguió luego de la brevísima pausa— como le dije antes, permanecimos pocos meses sumergidos en esta abulia feliz. Por el tiempo en que la pequeña Josefina empezaba a hacer sus primeros esfuerzos por gatear, experimenté de nuevo mis crisis. Como la primera vez, hubo al principio una indefinible sensación de incomodidad tras algún comentario intrascendente de Romina. Esta sensación fue creciendo progresivamente, desde la incomodidad hasta una completa molestia y de allí al cenit de la inconformidad. Entrecortadas, las palabras que Romina me dirigía en estos tiempos aludían casi siempre a la tristeza de haber abandonado la tregua.

»Finalmente —continuó el asesino, ajeno, encerrado en el humo—, un mal día de septiembre, la dejé.

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Copyright ©Jorge Gómez Jiménez, 1996
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Fecha de publicaciónEnero 1997
Colección RSSNarrativas globales
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