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La derrota del persa

IV. Estimación objetiva singular

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—¿Dónde me había que­da­do? Ya. Es­ta­ban sen­ta­dos en el sofá, fren­te a fren­te, y Marga se había que­da­do de una pieza al oír el exa­brup­to de Faus­tino: ¡Fa­mi­lia! ¡Qué te­rri­ble de­sen­ga­ño había en su voz, en su des­pe­cho! Mi her­ma­na, que no ago­ta­ba su ca­pa­ci­dad de sor­pre­sa res­pec­to a Faus­tino, pasó de la es­tu­pe­fac­ción a un sen­ti­mien­to in­des­crip­ti­ble, in­ca­ta­lo­ga­ble, así que él le ex­pli­có el sen­ti­do de su espu­to. Al pa­re­cer, había acep­ta­do con cier­ta re­sig­na­ción su papel de sir­vien­te, o poco menos, y le contó a Marga el celo di­li­gen­te con el que aten­día a sus res­pon­sa­bi­li­da­des. Le des­cri­bió, y eso se le quedó gra­ba­do a mi her­ma­na, el ca­ri­ño con que plan­cha­ba sus ca­mi­sas, los puños, el cue­llo, la pe­che­ra, y el cui­da­do con que las col­ga­ba en las per­chas del ar­ma­rio para que no se arru­ga­sen; le habló del orden ex­qui­si­to que man­te­nía en la ha­bi­ta­ción y el ar­ma­rio de ambos, y la preo­cu­pa­ción per­ma­nen­te que tuvo por que sus za­pa­tos, sobre todo los de Ela­dio, es­tu­vie­ran siem­pre bri­llan­tes. Vivía, en re­su­men, vol­ca­do en su her­mano, ha­bien­do hecho suya, qui­zás por con­ta­gio, la pa­sión que por él sen­tían sus pa­dres, quie­nes es­ta­ban or­gu­llo­sos de la ar­mo­nía que reina­ba entre ambos her­ma­nos, aun­que ig­no­ra­ban lo pron­to que se que­bra­ría aque­lla paz in­jus­ta. Cuan­do Ela­dio entró en la ado­les­cen­cia y fue cons­cien­te del in­men­so poder que le otor­ga­ba su be­lle­za, se operó en él un drás­ti­co cam­bio de per­so­na­li­dad. Re­sul­ta muy pue­ril, pero a la pobre Marga no se le ocu­rrió otra cosa que com­pa­rar a Faus­tino con Ce­ni­cien­ta. «¡Mi suer­te fue que no se me ocu­rrió de­cír­se­lo a él!», me dijo. Ela­dio se con­vir­tió en un dés­po­ta, un fatuo y un va­ni­do­so que casi siem­pre ele­gía a Faus­tino como chivo ex­pia­to­rio de sus fre­cuen­tes mal­hu­mo­res, pues, a pesar de cier­to éxito so­cial que iba te­nien­do, se le agrió el ca­rác­ter y se vol­vió una per­so­na in­su­fri­ble. Todo lo que se hi­cie­ra por él era poco, nada bas­ta­ba. Y nunca agra­de­cía nada de lo que los demás le ofre­cían. «Y, sin em­bar­go, ¡cómo lo que­ría!», se desaho­gó Faus­tino, ha­cién­do­se­le un nudo en la gar­gan­ta al con­fe­sar­se tan abier­ta­men­te con mi her­ma­na. «Creo que no he que­ri­do nunca a nadie tanto como lo he que­ri­do a él, in­clu­so a pesar de sus desai­res, sus bur­las y su in­di­fe­ren­cia, ¡tan crue­les! Me des­vi­vía por él, y digo bien: me des­vi­vía. Por­que yo no tenía más vida que la suya. Me tenía a mí mismo ol­vi­da­do. Se­guía su vida paso a paso, de­cep­ción a de­cep­ción y ale­gría a ale­gría. Sus eu­fo­rias eran las mías; sus de­sen­ga­ños los su­fría hasta las lá­gri­mas. Cuan­do llegó el tiem­po de los pri­me­ros amo­res tam­bién yo me enamo­ra­ba con él, y a tra­vés de él apren­dí a amar a las mu­je­res, a sen­tir, por lo menos, lo her­mo­so que sería amar­las de ver­dad. Y nunca me im­por­tó ser esa som­bra dis­cre­ta que siem­pre pa­sa­ba desa­per­ci­bi­da, como con el sol en su cénit. Su des­dén era tan gran­de, tan de­vas­ta­dor su egoís­mo, que jamás re­pa­ró en mi fi­de­li­dad. Tam­po­co apre­ció nunca mis des­ve­los, mis cons­tan­tes ser­vi­cios, ni mi to­le­ran­cia hacia lo que acabó con­vir­tién­do­se en al­ta­ne­ría, ne­ce­dad y hasta cruel­dad por su parte. En­car­na­ción de la in­gra­ti­tud, llegó un mo­men­to en que, no pu­dien­do so­por­tar por más tiem­po sus ve­ja­cio­nes, cada vez más gra­tui­tas, hube de ale­jar­me, he­ri­do como un cer­va­ti­llo que jamás lle­ga­rá a aso­ciar, en su dra­má­ti­ca huida, el es­tam­pi­do de la es­co­pe­ta con su in­so­por­ta­ble calor hu­me­de­ci­do por la san­gre. Lo más do­lo­ro­so fue que no le im­por­tó en ab­so­lu­to nues­tra se­pa­ra­ción. No es que hi­cie­ra como que yo no exis­tía, sino que real­men­te no exis­tía para él, jamás había exis­ti­do. Tam­po­co hubo des­pe­di­da, y menos aún un beso que se­lla­ra la trai­ción de­fi­ni­ti­va, por­que tam­po­co había ha­bi­do nin­gu­na trai­ción que mi re­sen­ti­mien­to pu­die­ra mas­ti­car una y otra vez, como si lo tri­tu­ra­se en una ven­gan­za tan pri­mi­ti­va como mi dolor...» Ahí, sus­pen­di­do del dolor, se ve, doc­tor, que Faus­tino ya no aguan­tó más y se echó a llo­rar con un sen­ti­mien­to que por fuer­za hubo de con­ta­giar a mi her­ma­na. Marga siem­pre fue muy sen­si­ble, muy de lá­gri­ma fácil; y le en­can­ta­ban, por ejem­plo, las pe­lí­cu­las en las que podía sacar los pa­ñue­los del bolso, pre­vi­sión im­pres­cin­di­ble para esas oca­sio­nes, y en­ju­gar­se el llan­to. Lo que no siem­pre sabía, sin em­bar­go, era por qué llo­ra­ba, y esto ella misma me lo con­fe­só: si por sí misma o por lo que ocu­rría en la pan­ta­lla. Tenía, como de­ci­mos en re­li­gión, el don de las lá­gri­mas. Su fa­ci­li­dad, no obs­tan­te, la con­ver­tía en una ex­per­ta para de­tec­tar la ca­li­dad de las lá­gri­mas y la pu­re­za de su ve­ne­ro, si se tra­ta­ban de las fa­mi­lia­res lá­gri­mas de co­co­dri­lo o del llan­to des­ga­rra­dor de un co­ra­zón he­ri­do. Abs­traí­da en su llo­rar con­ta­gia­do, no supo ex­pli­car­me, des­pués, cómo se había su­pri­mi­do la dis­tan­cia que los se­pa­ra­ba, en el sofá, para verse con la fren­te de él apo­ya­da en su cue­llo mien­tras con su brazo ma­ter­nal ella lo abra­za­ba, tí­mi­da­men­te al prin­ci­pio, y atra­yén­do­lo hacia ella, des­pués, para acu­nar su dolor, para me­cer­lo y ador­me­cer­lo, como si el sueño tu­vie­se la vir­tud de bo­rrar­le el re­sen­ti­mien­to, de se­pul­tar sus re­cuer­dos. Cuan­do Faus­tino con­tu­vo las que­bra­das con­vul­sio­nes ini­cia­les de su llan­to, Marga, sin darse cuen­ta cons­cien­te de lo que hacía, mo­vi­da por la pie­dad, lle­va­ba ya un rato aca­ri­cián­do­le dul­ce­men­te el ros­tro, con la misma ter­nu­ra con que él elevó la ca­be­za y, sin mi­rar­la a los ojos, la besó en el cue­llo. ¡En­ton­ces supo mi her­ma­na que es­ta­ba per­di­da! Pero no era el per­di­mien­to que tanto nos ate­mo­ri­za­ba en nues­tra ju­ven­tud, sino algo así como que le había lle­ga­do la hora de la ver­dad, el mo­men­to de­ci­si­vo para el que jamás había que­ri­do for­jar­se nin­gu­na ima­gi­na­ción, aun­que yo tengo mis dudas de que hu­bie­ra sido así, con lo fan­ta­sio­sa que ella era. Mejor, con todo, si fue así, por­que cual­quier com­pa­ra­ción entre su pe­lí­cu­la ro­mán­ti­ca y la reali­dad pro­sai­ca hu­bie­ra bas­ta­do para arrui­nar­le el mo­men­to, aun­que no fue tan rá­pi­do como eso. Sen­tir los la­bios de Faus­tino, hu­me­de­ci­dos por las lá­gri­mas, en su cue­llo le pro­vo­có un es­ca­lo­frío de sor­pre­sa, un pla­cer e in­quie­tud que la pa­ra­li­zó. Cuan­do in­cli­nó le­ve­men­te el ros­tro hacia él y le ofre­ció su boca tem­blo­ro­sa, Marga des­a­pa­re­ció de sí misma y su cuer­po se con­vir­tió en un pa­ra­rra­yos del pla­cer. Mien­tras de­ja­ba que Faus­tino ya suc­cio­na­ra su len­gua, ya le ofre­cie­ra la suya para re­ci­bir idén­ti­co ho­me­na­je, si­guió con los ojos ce­rra­dos de su deseo des­pier­to el viaje ac­ci­den­ta­do de la mano de su con­fi­den­te por el re­lie­ve pal­pi­tan­te de sus pe­chos, los sa­lien­tes de sus ca­de­ras y el to­bo­gán es­tre­me­ci­do de sus mus­los hasta que, sal­van­do el elás­ti­co de su braga, unos dedos sua­ves y fle­xi­bles, se en­re­da­ron en el vello de su sexo...

—¡Vir­gi­nia...!

—No, doc­tor, dé­je­me que expíe mi culpa, que se en­su­cien mis la­bios para lim­piar mi co­ra­zón; que su­fran mis oídos para li­be­rar mi alma. Cuan­do Marga me lo contó, con un bri­llo de po­se­sión dia­bó­li­ca en su mi­ra­da, yo en vano me ta­pa­ba los oídos y me es­ca­pa­ba hacia la otra ha­bi­ta­ción del apar­ta­men­to. ¡Cómo me mar­ti­ri­za­ron sus con­fi­den­cias!, aun­que más pa­re­cían pre­go­nes a los cua­tro vien­tos, pues hu­bie­ra sido capaz de con­tár­se­lo a cual­quie­ra con quien se cru­za­ra por la calle. Se de­mo­ra­ron, le decía, ri­zán­do­le el vello pú­bi­co y re­ti­rán­do­lo sua­ve­men­te a ambos lados del sexo hu­me­de­ci­do para des­cu­brir­le la fuen­te del pla­cer y es­ti­mu­lar­la con una de­li­ca­de­za que le arran­có mor­di­dos ge­mi­dos mien­tras un vér­ti­go como nunca antes había ex­pe­ri­men­ta­do pa­re­cía lle­var­la y traer­la en un vai­vén de pla­cer y cul­pa­bi­li­dad que re­sol­vió en­tre­gán­do­se sin las ini­cia­les re­ser­vas a las ex­per­tas ma­ni­pu­la­cio­nes de Faus­tino. Tam­bién ella había lle­va­do su mano, para de­te­ner la de él, a su sexo; pero al apo­yar­la sobre el dorso ve­llu­do acabó pre­sio­nán­do­la para acre­cen­tar su pla­cer.

—Vir­gi­nia, no tiene por qué...

—Tengo, doc­tor, tengo. Por­que, de algún modo, ac­ce­der a con­tar­le esto es re­co­no­cer, a la me­mo­ria de Marga, que mi ce­li­ba­to no era, en efec­to, nin­gún ta­lis­mán má­gi­co con el que re­cha­zar las ur­gen­cias del deseo y los na­tu­ra­les ape­ti­tos del cuer­po. Yo tam­bién, doc­tor, he sido, y soy, una pe­ca­do­ra. Por eso tengo por qué. Por­que po­ner­le voz a las tur­bias imá­ge­nes de la las­ci­via per­tur­ba­da de mi her­ma­na es el único modo de decir en voz alta lo mucho que la he amado siem­pre. Sí, sí, sé que va a de­cir­me que Faus­tino y yo somos, sin duda, au­tén­ti­cas almas ge­me­las. Lo sé. Y estoy in­clu­so dis­pues­ta a re­co­no­cer que más tur­bia que la de­gra­da­ción de mi her­ma­na es la suer­te de ex­tra­ña com­pla­cen­cia que en­cuen­tro en re­con­tar unos he­chos tan cru­dos como te­rri­bles, tan per­ver­sos y pe­ca­mi­no­sos como atrac­ti­vos y, hasta cier­to punto, desea­bles. En­tién­da­me. Jamás me hu­bie­ra cam­bia­do por ella. ¡Dios me li­bra­ra!, pero, a pesar del vo­lun­ta­rio afán es­can­da­li­za­dor con que Marga me con­ta­ba con pelos y se­ña­les su per­di­ción, no de­ja­ba de atraer­me la pro­fun­da inocen­cia de sus ex­pe­rien­cias, la in­fi­ni­ta pu­re­za con que Marga des­cu­brió el tor­be­llino de­vas­ta­dor del pla­cer de la carne, del ter­cer gran enemi­go, des­pués del mundo y del de­mo­nio. Por­que no tardó mucho Faus­tino en arro­di­llar­se ante ella y, des­pués de qui­tar­le las bra­gas con una in­só­li­ta ha­bi­li­dad, ata­rear­se en la­mer­le el sexo con unos lengüeta­zos que la hi­cie­ron gri­tar al tiem­po que sus manos, apo­sen­ta­das en las sie­nes de su aman­te, le apre­ta­ban la ca­be­za para inun­dar­se de aque­lla car­no­si­dad tra­vie­sa que pa­re­cía haber en­con­tra­do un im­pe­tuo­so ma­nan­tial... O así me lo contó ella, al menos. No des­car­to, como usted puede su­po­ner, que a mi her­ma­na le hu­bie­ra na­ci­do, a des­ho­ra, una vo­ca­ción fa­bu­la­do­ra que ex­pli­ca­ra aque­lla mo­ro­si­dad y de­lec­ta­ción con que me hacía par­tí­ci­pe de su gran aven­tu­ra, de su dicha no ine­na­rra­ble, por­que no es­ca­mo­teó el más mí­ni­mo de­ta­lle. Con todo, a pesar de tra­tar­se de la más an­ti­gua re­pre­sen­ta­ción que se haya rea­li­za­do sobre la faz de la Tie­rra, había al­gu­nos ex­tre­mos que ya ro­za­ban la in­ve­ro­si­mi­li­tud, ya caían des­len­gua­da­men­te del lado de la más ca­len­tu­rien­ta de las fan­ta­sías. Pon­ga­mos por caso lo que ocu­rrió des­pués de que él se de­lei­ta­se en el acre abre­va­de­ro... No, no, ella no lo dijo así. Lo digo yo, por sua­vi­zar la es­ce­na. El caso fue que él, a pesar del punto y se­gui­do al que ha­bían lle­ga­do las cosas, no la pe­ne­tró ni exi­gió una re­ci­pro­ci­dad que no sé si Marga ha­bría ac­ce­di­do, de grado, a con­ce­der­le, aun­que es­ta­ba bien claro que la exa­cer­ba­ción del pla­cer le había hecho per­der la ca­be­za y bien pu­die­ra ha­ber­se re­ba­ja­do en aquel mo­men­to tan in­ten­so a co­me­ter una prác­ti­ca tan abo­mi­na­ble. Qui­zás es­pe­ra­ra al desen­la­ce más ló­gi­co, que Faus­tino le arran­ca­ra allí mismo, tras sus len­gua­ra­ces mi­ra­mien­tos, una vir­gi­ni­dad, ¡ay, Dios mío, qué sa­crí­le­ga me sien­to!, que ya no era ni te­so­ro ni pro­me­sa ni ofren­da. Pero no, en vez de re­ci­bir en su en­tra­ña el miem­bro viril su­pues­ta­men­te enar­de­ci­do de quien la había de­ja­do sin de­fen­sas, en­tre­ga­da como la uva en el lagar, con lo que se en­con­tró fue con un brus­co apar­ta­mien­to, una re­nun­cia re­pen­ti­na que, ade­más, la exi­gía salir cuan­to antes de aque­lla casa. ¡Ima­gí­ne­se su chas­co, su sor­pre­sa, su in­cre­du­li­dad, su des­con­cier­to, su con­fu­sión! Mu­da­da de color y aver­gon­za­da, a fuer de sa­tis­fe­cha, Marga se puso las bra­gas, se ajus­tó la falda, se re­to­có el pei­na­do, re­co­gió su bolso y sin haber pro­nun­cia­do pa­la­bra ni haber pe­di­do la más mí­ni­ma ex­pli­ca­ción se vio en la calle, so­fo­ca­da como tras una jor­na­da de siega, e in­cré­du­la como un após­tol antes de pen­te­cos­tés. «¡No es po­si­ble! ¡No es po­si­ble!», me dijo que re­pi­tió una y cien veces sin mo­ver­se aún de de­lan­te del por­tal. «¡No es po­si­ble!», si­guió di­cien­do un largo rato, sin saber qué sig­ni­fi­ca­ban para ella aque­llas tres pa­la­bras, pues tan pron­to las decía hen­chi­da de in­dig­na­ción, como las re­pe­tía con un tono en­so­ña­dor, o em­bar­ga­da por una in­cre­du­li­dad neu­tra. «No es po­si­ble» ci­fra­ba para ella la po­si­bi­li­dad de que todo hu­bie­ra sido un sueño, ya que no una pe­sa­di­lla; de que todo lo hu­bie­ra pen­sa­do y se lo hu­bie­ra re­pre­sen­ta­do antes de de­ci­dir­se a subir a aque­lla casa en la que se la es­pe­ra­ba y de la que, sin em­bar­go, aca­ba­ba de ser ex­pul­sa­da como los pri­me­ros pa­dres lo fue­ron del Pa­raí­so, y por el mismo pe­ca­do, al menos no­mi­nal: el co­no­ci­mien­to. «Me des­cu­brí», me dijo Marga con un la­co­nis­mo que, para ella, era el colmo de la cla­ri­dad, pero que a mí me dejó tan a os­cu­ras como me pasó con otras sín­te­sis suyas, an­te­rio­res y pos­te­rio­res. La veía como trans­por­ta­da, lejos de ella misma; como si me ha­bla­se desde una cima le­ja­na en un su­su­rro que des­cen­día por la­de­ras ar­bo­la­das, per­dien­do sig­ni­fi­ca­do y so­no­ri­dad en el roce con las cor­te­zas de los ár­bo­les o con las ramas y flo­res de los ar­bus­tos del so­to­bos­que. Eso sí, per­dían lo que he dicho, pero ga­na­ban en olor, en fra­gan­cia. Y a tra­vés de esos aro­mas pro­fun­dos en­ten­día yo, o pre­ten­día en­ten­der, tan hecho mi ol­fa­to a los mil y un olo­res de un con­ven­to, desde el in­cien­so mís­ti­co de la ca­pi­lla hasta la sen­sua­li­dad de los jaz­mi­nes del claus­tro o las es­pe­cias de los fo­go­nes, cuál era su es­ta­do. ¡Qué gran actor, el tal Faus­tino! ¡Cómo sabía que aque­lla afec­ta­da ex­pul­sión la en­ca­de­na­ría in­de­fec­ti­ble­men­te a él! Se su­po­ne que no­so­tras somos, doc­tor, las gran­des sen­ti­men­ta­les, un ma­no­ji­to de ner­vios es­ti­mu­la­do a su an­to­jo por la pa­sión ca­pri­cho­sa; pero lo cier­to es que las mu­je­res nos pa­sa­mos la vida bus­can­do ra­zo­nes para todo. Ra­zo­nes para ex­pli­car por qué nos aman o nos desaman; ra­zo­nes para jus­ti­fi­car nues­tros arre­ba­tos o nues­tras in­di­fe­ren­cias... Y eso es lo que le pasó a Marga: co­men­zó a con­su­mir­la la fie­bre de la in­te­lec­ción. No le bas­ta­ba con los he­chos, ¡tan mudos a veces!, ahí no le fal­ta­ba razón, sino que que­ría, ¡an­sia­ba!, com­pren­der­los, y con cla­ri­dad. Bus­ca­ba la tran­qui­li­dad que, en reali­dad, solo la re­li­gión puede ofre­cer y ga­ran­ti­zar, pues solo el Señor es el único aman­te que no te aban­do­na nunca, ni aun caída en la ab­yec­ción más vil y en el más ho­rri­pi­lan­te de los pe­ca­dos, como es mi caso. Yo sien­to aquí den­tro, doc­tor, que es Él quien me anima a no ca­llar, quien me em­pu­ja a apu­rar mi cáliz, quien desea que me pu­ri­fi­que y me li­be­re de la culpa que, solo en parte, me cabe por no haber sa­bi­do di­sua­dir a mi her­ma­na de se­guir por el ca­mino de su per­di­ción, en reali­dad un atajo. No la vi mar­char por él desde el prin­ci­pio, pues la con­fu­sión ini­cial, el des­con­cier­to que si­guió a aque­lla ex­pe­rien­cia ca­pi­tal, lo vivió sola. ¡Cómo se quejó ante mí de aque­lla so­le­dad! «¡Si hu­bie­ras es­ta­do tú aquí!», me decía una y otra vez, con los ojos anega­dos de llan­to, con sus manos cris­pa­das ate­na­zan­do las mías. No pre­ten­día cul­pa­bi­li­zar­me por lo que le había pa­sa­do o por­que la hu­bie­ra de­ja­do vivir, per­ma­nen­te­men­te, en el en­ga­ño de tan­tas cosas, y de sí misma en es­pe­cial. «Ahora sí que soy lo más pa­re­ci­do a una bus­co­na, ¿ver­dad?», me decía con un his­te­ris­mo en la voz y en los ges­tos que, la pri­me­ra vez, me asus­tó: temí que se hu­bie­ra vuel­to loca sin re­mi­sión. Des­pués me tran­qui­li­zó el ver cuán­to había de reto y de im­pú­di­ca ex­hi­bi­ción en su ac­ti­tud. ¿Para qué me llamó a su lado? «No tenía a nadie más en el mundo». Ten­ta­da es­tu­ve de de­cir­le que lo im­por­tan­te era tener a al­guien en el cielo, pero la so­le­dad in­fi­ni­ta de aque­lla con­fe­sión me im­pe­día an­dar­me con alec­cio­na­mien­tos ex­tem­po­rá­neos. ¿Había ido o no había ido allí para arri­mar el hom­bro, y abier­ta como un pa­ñue­lo per­fu­ma­do de la­van­da? Pues eso. Si Marga lo ponía todo un poco o un mucho di­fí­cil era de­bi­do a que, en­tre­te­ji­dos con la his­to­ria de su pa­sión, me sa­ca­ba a co­la­ción, ¡tan aci­ba­ra­da, ay!, unos ren­co­res y unos re­sen­ti­mien­tos cuya ge­nea­lo­gía me pa­re­cía ab­sur­da. «¿Te acuer­das cuan­do tú...?» fue un exor­dio que me cansé de oír para una re­tahí­la de re­cuer­dos de mil y un agra­vios su­pues­ta­men­te co­me­ti­dos con­tra ella por ac­ción o por omi­sión, de obra o de pen­sa­mien­to, y siem­pre con la vo­lun­tad cons­cien­te de ha­cer­le daño. Mi man­se­dum­bre, ade­más, la irri­ta­ba hasta po­ner­la vio­len­ta. Se ve que no podía so­por­tar el que yo lle­va­ra aque­lla cruz con la re­sig­na­ción y la for­ta­le­za de mi fe. Qui­zás por ello fue acen­tuan­do la es­ca­bro­si­dad de sus re­ve­la­cio­nes. Pero todo esto, doc­tor, es muy pos­te­rior al mo­men­to en que ella, ex­pul­sa­da del pa­raí­so del pla­cer de la carne, se vio en la acera como una cria­da la­dro­na sor­pren­di­da in fra­gan­ti. Aún no­ta­ba el cim­breo vi­go­ro­so de la len­gua de Faus­tino en su sexo y los chu­rre­tes de flujo y sa­li­va en sus mus­los cuan­do echó a andar hacia el metro para vol­ver a casa y, des­pués de una ducha re­con­for­tan­te, sen­tar­se en el sofá y re­ca­pa­ci­tar sobre lo ocu­rri­do. Pero le costó mucho salir del trián­gu­lo isós­ce­les, «No es po­si­ble», en el que pa­re­cía haber bus­ca­do re­fu­gio pre­ci­sa­men­te para no bus­car unas ex­pli­ca­cio­nes que se le re­sis­tían. «Todo iba tan bien...», se decía, sin un asomo de re­pro­che. «¿Qué he hecho mal» o ¿qué he de­ja­do de hacer?» eran los dos in­te­rro­gan­tes a los que ciñó su des­or­de­na­da re­fle­xión, por­que de con­ti­nuo le asal­ta­ban las sen­sa­cio­nes pla­cen­te­ras que había vi­vi­do en casa de su ad­mi­ra­dor, ¿o ya podía lla­mar­lo «aman­te»? Nadie, sin duda, había te­ni­do nunca tal grado de in­ti­mi­dad con ella; pero se sen­tía ex­tra­ña, como si en vez de haber com­par­ti­do un lecho im­pro­vi­sa­do, hu­bie­ra es­ta­do ex­pues­ta en una ca­mi­lla de qui­ró­fano. De nuevo le asal­tó la ima­gen del vam­pi­ro de su ado­les­cen­cia, pero los se­dien­tos col­mi­llos no ha­bían sa­cia­do su sed en la tersa fon­ta­na del cue­llo, sino... Un es­tre­me­ci­mien­to le hizo jun­tar los mus­los, como para re­cha­zar la tur­ba­do­ra vi­sión, le­van­tar­se del sofá y sen­tar­se en una de las si­llas de la mesa del co­me­dor, adon­de tras­la­dó tam­bién el café bien car­ga­do con el que que­ría evi­tar ador­me­cer­se en el in­du­da­ble pla­cer de los re­cuer­dos in­me­dia­tos. Me con­fe­só que in­ten­tó en­fu­re­cer­se con­tra Faus­tino una y otra vez, hora tras hora, y que no pudo. Una suer­te de pro­fun­do agra­de­ci­mien­to, de in­sos­pe­cha­da y dulce sim­pa­tía le im­pi­dió ves­tir­lo con los ro­pa­jes ama­ña­dos y an­dra­jo­sos de la enemis­tad, del odio, del abo­rre­ci­mien­to. De sus in­con­sis­ten­tes ata­ques, y a pesar del inex­pli­ca­ble co­lo­fón de su aven­tu­ra, salía Faus­tino in­dem­ne, e in­clu­so nim­ba­do por una au­reo­la de de­li­ca­de­za y ter­nu­ra que ma­ra­vi­lla­ban a mi her­ma­na. «Qui­zás todo se debió a que no lo vi, a que cerré los ojos en la vi­sión ciega del pla­cer que me de­vo­ra­ba», me dijo, tor­pe­men­te, como toda razón para ex­pli­car­me cómo fue po­si­ble que su feal­dad re­pul­si­va no la hu­bie­ra hecho re­tro­ce­der, o tra­tar de im­pe­dir el asal­to a su pu­re­za...

—¿Sí...?

—No ha sido nada, doc­tor. Aún me re­co­rre el cuer­po un es­ca­lo­frío de ho­rror al re­cor­dar su car­ca­ja­da aguar­den­to­sa y des­pec­ti­va cuan­do oyó, en mis la­bios, la pa­la­bra «pu­re­za». «La ver­da­de­ra pu­re­za, her­ma­ni­ta, es la que Faus­tino me ha hecho co­no­cer, crée­me... Aun­que estoy con­ven­ci­da de que tú ya la co­no­ces...» Me fue im­po­si­ble con­te­ner­me, doc­tor, y le di un bo­fe­tón ven­ga­ti­vo, un bo­fe­tón que lle­va­ba una rú­bri­ca de mor­da­za. Ella rió aún más fuer­te: la de­bi­li­dad de la carne la había for­ta­le­ci­do y, por pri­me­ra vez, se veía por en­ci­ma de mí, do­mi­na­do­ra como una her­ma­na mayor ma­ri­man­do­na. Yo su­pli­qué e im­plo­ré su per­dón, y ella me lo con­ce­dió con la in­di­fe­ren­cia de una reina para con la más torpe de sus don­ce­llas. Claro que no tardó en arre­pen­tir­se, y la es­ce­na se re­pi­tió al revés. Al final, abra­za­das, llo­ra­mos jun­tas, pero con lá­gri­mas muy dis­tin­tas, como se des­pren­dió del re­la­to de cuan­to pasó des­pués. Poco fue lo que su in­quie­tud le per­mi­tió dor­mir aque­lla noche: ¡tanto la co­rroía la an­sie­dad del in­mi­nen­te en­cuen­tro! Pero Faus­tino no fue a tra­ba­jar al día si­guien­te. Y ella, como una boba, se pasó la ma­ña­na con­tem­plan­do su mesa vacía y ha­cien­do mil cá­ba­las tor­tu­ran­tes. Su au­sen­cia le pa­re­ció otro hueco más que se aña­día a los que, desde el sofá, al en­tre­abrir los ojos fu­gaz­men­te en el tor­be­llino de su pa­sión, había visto en las pa­re­des de su co­me­dor. Sin em­bar­go, esa yux­ta­po­si­ción del pla­cer y de la au­sen­cia la tran­qui­li­zó en parte. ¿Sería po­si­ble que se sin­tie­ra tan aver­gon­za­do como para temer en­fren­tar­se a ella, mi­rar­la cara a cara? ¿Te­me­ría, por el con­tra­rio, que Marga vol­vie­ra a pe­dir­le ex­pli­ca­cio­nes?

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2011
Colección RSSNarrativas globales
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