Vuelves a la casa extraña por calles desconocidas y te afanas por escribir tu coartada en la tabla rasa: los apuntes de tu sorpresa que fijen tu desmemoriado retrato. A ellos, sin embargo, no puedes verlos con ojos nuevos... Sí, es la damita de Ghirlandaio, y, echada sobre la camilla, los estertores la hacen botar, como si la acometiera el frío mortal de la malaria. El Largo aguanta la puerta del cajero automático y observa la maniobra de los camilleros sin comprender nada, mientras, a su lado, un colega se ha incorporado sobre sus cartones y asiste a la evacuación urgente con la desidia y el desinterés de a quien han arrancado del caliente sueño etílico que le estaba deparando el otro cartón, el de Don Simón.
La luz de la ambulancia gira sobre el techo del vehículo, os ilumina intermitentemente y convierte el suceso en una fantasmagoría. Hasta ahora mismo no habías percibido el frío atroz de esta noche inhóspita. En la cara de la damita hay una mueca de intensísimo dolor e intuyes que se está gestando una tragedia. Que la ambulancia arranque sin la sirena te tranquiliza. Oírla después, lejana y desvaneciéndose, te confirma los malos presagios. Más, infinitamente más te ha impresionado la desvalida mueca de ininteligibilidad del Largo, que el propio dolor mordido de la damita. No sabes quién le rompe a quién la vida, más de lo que ya las tienen, no poseyendo más que su extraña y desconcertada compañía mutua. Tú siempre la has visto falta de vida, muda, ausente, mística, y siempre has admirado su doliente belleza renacentista que tanto contrasta con el rostro de quijadas prominentes, ojos de halcón, nariz aguileña, pómulos puntiagudos y labios descarnados del Largo.
Van quizás hacia el Clínico, como no hace mucho fuiste tú. Y tratas de imaginar el desenlace del nudo corredizo que se le ciñe a la garganta y la obliga a cerrar su hermosa mirada lánguida, pero no puedes perforar la niebla espesa que abates sobre ti para protegerte. Ni siquiera les puedes desear que pierdan la memoria. ¿Acaso tendrán? La miseria está reñida con la memoria... La miseria es un presente continuo imperativo.
¡Ay, Fancho, qué terribles batallas nos salpican su desventura tortuosa! ¡Qué hiriente y escarnecedor juguetito burgués es, Darío divagante, tu amnesia de trampantojo frente al zarpazo inmisericorde que ha asestado el león cotidiano de la adversidad sobre el mugriento y delicado cuello de la damita! Incluso tu proyectada representación dramática, por más que aparezca al final, como Deus ex machina, la vieja guadaña democrática, ¿qué es, sino vergonzoso refinamiento de sibarita, frente a la ferocísima dentellada del hambre que desgarra y devora las entrañas ahítas de vacío y desesperación?
Duermes, Fancho, y descansan tus lápices y tus pinceles, pero los monstruos de tu sueño razonable siguen aquí y un poco más allá y más lejos, cada uno envuelto en su sudario de cartón... ¡También ahora! ¡Puerco verbalizador irrespetuoso! Sí, ese sudario, cambiado de acento, es otra baliza que te avisa de los bajos peligrosos, como éste de huir de lo que te rodea montadito en la escoba embrujada que te lleva... ¿adónde?, ¿a qué incierta epifanía?
No eres mejor, Darío, que quienes se los quitan de encima con un desabrido: «¡Aparta, piojoso!», o que quienes se ríen, con carcajadas de hiena, de su fatídica ausencia de gracia; no, noctámbulo desvelado, sin trampa ni cartón... Sí, cierra el círculo de tu vergüenza, ya que llevas las velas recogidas, y fondea en la ensenada tranquila de la perplejidad de quienes han dejado en suspenso sus odios hasta tener la certeza de que los reconozcas.
Helena te recibe con la educación y la amabilidad que se les debe a los huéspedes en una pensión familiar y acogedora. Te franquea el paso con servicialidad de gobernanta y la altivez paradigmática del oficio. ¿Cómo no te va a sorprender a ti, tramposo, que en ningún momento la hayas visto dudar, pensar, siquiera fugazmente, en un posible gato encerrado! El marco hospitalario de vuestro encuentro imprimió tal carácter de realidad, que hace imposible la suspicacia. Ya no repite «me parece imposible» ni «aún no me lo puedo creer», con tonos que han ido desde la incredulidad hasta la compunción, pasando por la desolación e incluso algún leve atisbo de sarcasmo; pero sus ojos la traicionan y tú oyes perfectamente en sus mirarte de hito en hito la aburrida y comprensible cantinela.
La coge desprevenida tu convicción de que debíais ser la familia más feliz del mundo, a juzgar por las instantáneas recogidas en los álbumes: diez de ellos hasta que los hijos llegaron a la adolescencia,y muy poquitos más después. Insiste, por falta de costumbre, en que tenéis que hablar. Asientes, claro, sigues haciéndolo, ¿y por qué no?
Has intuido, desde que entraste por la puerta, con esa inseguridad de quien no recuerda bien hacia dónde caen las dependencias del castillo, ni el servicio ni los dormitorios; has intuido —no te despistes, castellano...— que Helena lleva un discurso escrito en las manos nerviosas, en los agitados parpadeos y en la lengua balbuciente. Tú debes facilitarle la ocasión con generosidad y cortesía.
Por cómo se acomoda, por cómo se encastra en el sillón orejero, parece que la arenga, la exhortación, el discurso, la digresión, la conferencia, la homilía, la lección magistral, la disertación, la historia, la divagación, el excurso, la regañina, la confesión..., o lo que sea, vaya a durar legendarias horas cubanas...
Dispónte a oírla como quien sólo conoce el «érase una vez» del preámbulo e ignora el resto del relato, excepto que es el protagonista. Es su gran momento, no hay más que verlo. ¿No se consume nunca el cigarrillo encendido con que te recibió en la puerta? El hecho de que aún siga vestida de calle, que no se haya cambiado al llegar a casa, es prueba inequívoca de la solemnidad o la trascendencia que tiene para ella este momento, junto con el que se haya deshecho de los dos zánganos, expulsados a sus habitaciones como cuando eran pequeños.
¿Condiciona el vestuario el significado o el alcance de las palabras? ¿Estar «arreglado» equivale a «maquillar» el discurso? ¿Desde cuándo te haces tú tantas preguntas a propósito de Helena? Posees el don interrogativo y abusas de él. Como siempre. Has vivido de abuso en abuso sin tregua, con la necia pasión del ludópata. Te toca callar, y escuchar. ¿Saldrás ahora de dudas? ¡Calla ya! A través de la humareda, en este salón de la inopia, distinto émulo del parlamentario de los pasos perdidos, comienza a aparecer, te parece, el rostro de una historia...
—Darío, tú y yo tenemos que hablar. No sé por dónde empezar ni tampoco muy bien qué te quiero decir, pero yo no puedo seguir así, sin decirte, ya te digo que no sé muy bien el qué, pero un montón de cosas que se me pasan por la cabeza y que no me dejan vivir en paz... Ya ves que estoy muy nerviosa... En esta casa has sido tú quien ha tenido siempre la última palabra, ¡y la primera!, y todas las palabras, en realidad..., porque casi puede decirse que has vivido más para ellas que para nosotros... Me parece que me sale todo muy atropellado, disculpa..., pero tampoco creo que sepa hacerlo mucho mejor. Tendrás que perdonarme...
—Es un placer, adelante...
—Esta fatalidad, lo de tu amnesia, me tiene montada en un aguijón permanentemente, puedes creerme. Y lo de que me mires como a una extraña, lo que más. Ahora mismo, la verdad, tengo todita la sensación de estar hablándole a un muerto...
—¡Caramba!
—¡Y a qué si no! ¡Ya me dirás tú! Te estoy hablando a ti, Darío, y resulta que ese Darío, nuestro Darío, el Darío de nuestra vida ha desaparecido, se ha desvanecido, se ha perdido en ese cerebro tuyo en el que, a pesar de todo, ya se había perdido mucho tiempo antes. Porque esta perdición tuya tiene algo así como dos actos teatrales: en el primero, como mentira; en el segundo, como verdad. Y yo estoy, todos estamos, porque tus hijos también, desconcertados, y yo muy nerviosa. ¡No sabes lo duro que es tenerte en casa como un huésped que es tu doble exacto! Fíjate, toda la vida reprochándote esa dedicación sin futuro a las condenadas palabras y, ahora que tengo que usarlas para decirte tantas cosas, me doy cuenta de lo necesario e importante que es dominarlas, o simplemente tenerlas... Tengo la sensación de haberme vuelto muda de repente. Y además estoy convencida de que diga lo que diga seré injusta, o imprecisa, o falsa... Yo nunca había reflexionado sobre las palabras, siempre he dicho lo que quería decir y he callado lo que quería callar; pero ahora, que no sé muy bien qué te quiero decir, y, al mismo tiempo, decirte mil cosas, lo único que se me ocurre es lo difícil que debe ser no dejarse traicionar por ellas. ¡No me extraña que les hayas dedicado casi toda tu vida!, aunque no sé para qué, la verdad, porque lo que sea que hayas descubierto o hecho te lo has guardado para ti o te lo has dicho a ti mismo. Conmigo, por lo menos, nunca lo has compartido. No me preguntes qué es eso que tan en secreto has llevado, porque no lo sé. Supongo que habrás querido escribir, o has escrito, una novela, una obra de teatro, un libro de poesías o algo por el estilo, no sé. Tú siempre has escrito mucho, o al menos te has encerrado en tu despacho para hacerlo, aunque sólo tú sabes qué has hecho tanto tiempo de nuestra vida allí metido. Después, si quieres, entramos en él, en ese cuarto de tus misterios y tus soledades, que ha sido siempre como un refugio de alta montaña para ti, y le echamos un vistazo a lo que allí haya, porque yo siempre he respetado esa intimidad de tus cosas. Jamás, tú bien lo sabes, me he querido... meter en tus cosas... ¡Aunque tú tampoco me lo hubieras permitido! ¡Menuda escandalera armaste, hijo, una vez que se me ocurrió tirarte un papel tan lleno de tachaduras que yo creí que sólo servía para probar si la pluma iba bien o algo así! ¡Ni que hubiese tirado a la basura el mapa de un tesoro o una primitiva con el pleno de un bote milmillonario! Total, que yo llevaba en mente decirte algunas cosas y ya estoy hablando de lo que ni tenía pensado. Supongo que también tendré que acabar hablando de esto, porque es importante, ya lo ves. Al fin y al cabo, tus encierros han sido siempre como darme con la puerta en las narices, un «¡ahí te quedas, rica, y espabílate por tu cuenta!» que ha tenido que ver lo suyo, ya lo creo, con lo que nos ha pasado, Darío. ¡Qué dificilísimo se me hace entender que no entiendas nada de lo que te digo, que te suene todo a chino! ¡Qué extraña es tu mirada! Me miras y me da vergüenza. Me siento como desnuda ante un desconocido, no sé, tengo una sensación de frialdad, de rechazo, de indiferencia... Entiéndeme... Parece como si se te hubiera quedado sin brillo. Te miro y choco como contra una pared de hierro transparente, o como contra una cristalera de esas blindadas de los bancos... Una mirada que me dice: «¿y a mí qué coño me cuenta esta pesada?» Una mirada que no me deja entrar en ti como solía hacerlo, cuando, mal que bien, podía acceder hasta tu corazón y, a veces, bien pocas..., hasta tus pensamientos... Y me arrugo, y me cuesta horrores atreverme a hablarte. Pero tengo que hacerlo, Darío, porque es necesario que sepas la verdad, y porque llevo muchos años queriendo hacerlo. Ya sé que ahora no tiene mérito ni vale de casi nada lo que te diga, porque tú no puedes escucharme, pero yo lo necesito, y puede que para mí sea una liberación. A lo mejor me atrevo a hacerlo, seguro que sí, sin duda, porque te has vuelto de repente un extraño y no te dolerán las cosas que te diga, y también, quizás, con la esperanza de que estas confesiones, o lo que sean, te ayuden a conseguir que vuelvas en ti, que te reencuentres contigo mismo y, después, con nosotros.
—¿No dices que...?
—Estoy muy confundida, Darío. Lo de tu amnesia fue, al principio, por inesperado, un golpe terrible. Vale que, desde hace bastante tiempo nos hemos perdido el uno al otro, que nuestra vida de hoy no tiene nada que ver con la de ayer, que tu empecinamiento en alejarte de mí y de tus hijos me ha obligado a cambiar, y que si seguimos juntos no sé, te soy sincera, a qué se debe, si a que todavía albergo una pequeñísima esperanza de que las cosas cambien para bien, o a que nos hemos dejado llevar por una inercia que nos resulta cómoda, por decir algo, a los dos... Vale, vale... Seguro que «cómoda» no es la palabra más apropiada para describir esta especie de indiferencia mutua en que vivimos, pero bastante me está costando decirte todo esto como para atender, además, al modo como hacerlo...
—Yo no...
—No, por supuesto, y te lo agradezco. Debe haber sido un recuerdo del pasado, cuando una mirada tuya bastaba para avergonzarme por expresarme tan mal. He creído ver en tus ojos aquellas miradas de fastidio de antes, pero ha sido pura imaginación mía. Lo que te estaba diciendo es que lo de tu amnesia ha sido un golpe terrible. Sobre todo porque al entrar en la habitación del hospital lo único que me vino a la memoria fue otro día, hace ya veinticinco años, cuando entré en una habitación parecida y te vi por primera vez y me enamoré de ti nada más verte, tan radiante de vida y con la sonrisa más tierna y sincera que había visto nunca, y eso que no haría ni tres horas que habías despertado de la anestesia de tu operación de vesícula, que a ella se debe la cicatriz que te habrás visto en el torso. Se me mezclaron las dos imágenes: tú con veinticinco años y luego con cincuenta, ahora mismo, y, en ambos casos, el mismo desconocido, pero ¡tan diferentes el de ayer y el de hoy...!
—Entiendo
—Seguro que no, porque mi torpeza no me deja decir exactamente lo que sentí, ni lo que me pasó por dentro. Me quedé muda, rota y pasmada, además de llena de miedo, del que tuve, entonces, de perderte, y del que he tenido, ahora, por haberte perdido de verdad... Lo que la psicóloga o psiquiatra o lo que fuera me estaba diciendo, al otro lado de la puerta, era que te habías marchado, que nos habías abandonado y que lo único que podíamos hacer era ayudarte poco a poco a volver, con mucha paciencia, tratar de encender luces en la niebla para que te pudieras orientar en tu camino de vuelta, pero siempre sin deslumbrarte, sin querer acelerar un proceso que no depende de nosotros, decía ella, ni quizás tampoco de ti mismo... En fin, que tú y yo, y ése fue nuestro principio, nos conocimos en la habitación del hospital donde yo trabajaba como enfermera, recién acabados mis estudios de enfermería, y tú pagabas más de dos y tres excesos prematuros con la comida, que ha sido siempre tu punto flaco, aunque suene a broma, de esas que siempre te ha gustado hacer a ti un poco sin ton ni son, vinieran o no a cuento, y que con tanto entusiasmo celebrabas, hasta que nos dejaste a todos agotados y fuiste guardándotelas para ti... Lo más curioso del choque que me produjo verme desconocida por ti fue que se me hiciera tan presente, junto al recuerdo de lo atraída que me sentí nada más conocerte, el miedo que tuve a perderte, a que, tras recuperarte, salieras del hospital y la ciudad te tragara sin dejar ni rastro que yo pudiera seguir para dar contigo..., para quedarme contigo, porque aquel miedo fue, sólo en parte, parecido al de tener la seguridad de haberte perdido ahora. De hecho, si hubieras decidido salir a la calle con la intención de marcharte, quizás te hubiéramos perdido para siempre, o hubiéramos tardado dios sabe cuánto en encontrarte. No te das cuenta, claro, y a ti, en tu estado actual te da igual, pero, al perderte tú, también se han perdido veinticinco años de mi vida, como si no hubieran existido nunca.
—Tú sí que los recuerdas.
—Pero no los quisiera recordar.
—En ese caso...
—Ésa es mi confusión, Darío, y mi desconcierto: al principio fue un palo tremendo verte en este estado; pero después, a medida que pasaban los días, lo que comencé a sentir fue una envidia insana: ¡quién pudiera quitarse de encima, así, de un plumazo, veinticinco años!, hacerlos desaparecer como borran las olas las huellas de las pisadas sobre la arena de la playa.
—Tan dura ha sido nuestra vida en común?
—Cómo te envidio, cariño! ¡Estás limpio!, ¡inmaculado! Ni vergüenza ni odios ni rencores ni nostalgias ni resentimientos ni celos ni desprecios, ¡nada de nada! Has vuelto a los veinticinco años, pero la enfermera que ha entrado a verte ¡lo ha hecho con cuarenta y tres!, ¿te das cuenta?
—Muy joven no me veo, la verdad...
—No son los años, Darío, sino el tiempo... Me parece que no acabo de explicarme... Es difícil. Lo que quiero decirte es que el tiempo se extiende ante ti intacto, como cuando, veinticinco años antes, decidimos compartirlo y vivir juntos la aventura de la vida...
—... que, mucho me temo, ha resultado ser un fracaso...
—Fracaso me suena a vajilla hecha añicos contra el piso, me suena a bronca y estrépito, a vocerío y portazos... No sé si sería la palabra adecuada, ni tampoco si una vida en común tan larga puede resumirse en una sola palabra. ¡Ojalá! Y mejor aún que yo la conociera, ¡menuda posesión! Pero por muchas que haya y que tú conozcas, yo no creo que ninguna vida pueda contenerse en ellas, que pueda ser dicha o escrita mediante ellas... Ni sé cuántas debo de haber usado ya hasta este momento y tengo todita la impresión de que ni siquiera he comenzado a decirte nada de lo que estoy deseando contarte...
—Algo vas diciendo, desde luego, y muy poco halagüeño para ese Darío que se supone he sido; tan poco que daría lo que fuese por no haber sido así...
—Así, ¿cómo?
—Como tú lo describes: alguien que no ha sabido hacerte feliz.
—¡Que hables de él como si no tuviera nada que ver contigo aún me pone la carne de gallina...! ¡Me cuesta tanto ponerle tu cara a un extraño! Me es imposible hacerme a la idea de que sólo haga una semana que me conoces; de que nuestros hijos sean, ¿cómo dijiste...?, ah, sí, «dos jóvenes encantadores»; de que nuestra intimidad, mientras duró, no haya existido... Y ni siquiera me atrevo a hablarte de ella, porque sería como parar a un desconocido por la calle, sentarnos en la terraza de un bar y revelarle los pelos y señales de una vida afectiva y sexual que no ha sido, precisamente, desde hace cosa de diez años o más, un camino de rosas.
—¿Te has dado cuenta de que me va a parecer una maldición recuperar la memoria, caso de que pueda llegar a hacerlo algún día?
—Para ser franca, tampoco yo sé si quiero que la recuperes...A veces, contigo así, creo haberme liberado de una losa que me oprimía; pero, al mismo tiempo, siento un vacío enorme, como si me hubieran robado mi vida y me hubieran dejado sin blanca... No sé expresarme, tú lo sabes..., bueno, lo sabías, da igual... El gran engaño, me parece a mí, fue lo de la vida en común, porque de común nada de nada. Lo común era la cama, el sexo, los sueldos y para de contar. Para el resto, vidas separadas. A veces ni tenía la sensación de estar casada. ¡Casada! No sé si la boda, que suele ser siempre un inicio, se convirtió en el principio del fin... ¡Accediste tan resignado y forzado! Lo mismo que a tener hijos. Luego fuiste un padre ejemplar, dedicado y afectuoso, mientras fueron pequeños. Cuando se fueron haciendo mayores, sin embargo, te desentendiste de ellos poco a poco, hasta no querer saber nada de nada. ¿Qué esperabas de ellos, que tanto te decepcionaron? ¿Qué misteriosas expectativas tuyas defraudaron? ¡Si tú supieras lo que les has hecho sufrir, lo que me has hecho sufrir! Y luego está lo del silencio, que ha sido lo que peor he sabido llevar. Tantísimas palabras siempre, para dar y tomar, y cada vez que surgía un conflicto, una discrepancia, enmudecías, te alejabas y ahí se acababa todo.
—Ésta debe ser la parte del memorial de agravios, supongo...
—Pues parece que el uso de la palabra es lo único que te ha respetado la amnesia... ¡Qué experto fuiste siempre en bautizarlo todo! Parecías un mago: te sacabas una palabrita de la chistera y, de repente, ¡zas!, se acabó la discusión, el problema y hasta el silencio. La decías, solemne como un político mediocre, Aznar, por ejemplo, y ya estaba todo explicado, no había más que hablar. ¡Qué distinto, este silencio tuyo de ahora, tan respetuoso, del de entonces! Fue un arma y ahora es un puente por el que da gusto pasar y hasta pasear, porque es un puente larguísimo.
—De veinticinco años...
—Así es. De todos modos, no sé si voy a tener valor para recorrerlo todo...
—Si estás cansada, podemos dejarlo para mañana...
—No, no, no me refería a eso. Además, aunque sea a trompicones y de mala manera, he sido capaz de comenzar, que era lo más difícil, y no quiero dejarlo ahora. Y luego que estoy desveladísima... ¿O es que tú...?
—Por mí no te preocupes, yo también estoy tan desvelado como tú. Y todo esto es tan nuevo para mí que has conseguido intrigarme, y no me gustaría quedarme a medias, la verdad. Para serte sincero, eso sí, he de decirte que no me está gustando nada de nada lo que me cuentas, y me parece que ese Darío que tanto me cuesta relacionar conmigo, aunque no sepa muy bien quién soy yo, ha sido un perfecto imbécil que no ha sabido valorar nunca lo que tenía en su propia casa. De todos modos, siempre será, el tuyo, un retrato incompleto; pues lo justo sería, digo yo, oír a las dos partes, ¿no te parece?
—Por supuesto. ¡Ya me gustaría a mí oírte contar tu propia versión de nuestra vida!, y que me la contaras a mí con la misma sinceridad con que yo te cuento la mía... Ahora sí que le veo un sentido a ese fracaso que tú..., pero ¿quién eres tú ahora, Darío...?
—No lo sé.
—Ya.
—Lo siento.
—En fin, que si ese fracaso tiene un sentido, te decía, ése ha de ser, creo yo, el que nunca hayamos podido sentarnos frente a frente, como ahora mismo, y decirnos clara u obscuramente la verdad, sin tapujos ni temores ni adornos, con total libertad... Hoy, esta noche, cuando ya casi no sirve para nada, estoy viviendo por primera vez la experiencia de la libertad...
—Me alegro.
—..., lo que no significa necesariamente alegría, felicidad, euforia ni nada por el estilo. Yo diría que lo contrario: un dolor profundo e incisivo, pero, en cierto modo, consolador... Sigo sin explicarme... El caso es que hablar sin miedo a las represalias y sabiendo, por supuesto, que tus palabras no van a abrir ninguna herida, ni a enconar las ya abiertas, es algo excepcional, no lo corriente, aunque no deja de ser real, como no deja de ser verdad cuanto te estoy contando, a pesar de que me escuches desde lejos. Dondequiera que estés, Darío, quiero que sepas que convertiste mi vida en un infierno. Sin llamas ni gritos ni convulsiones, pero lleno de tormentos crueles y refinados. ¿Te acuerdas, por ejemplo, de tus celos enfermizos...? Si me había enamorado de ti, ¿quién te decía que no me podía volver a ocurrir lo mismo con cualquier otro paciente o enfermero o médico...? ¡Cómo disparatabas! Y mi tímida defensa, que más expuesto estabas tú a las jovencitas románticas, por más que todas sepan latín..., que se suelen enamorar locamente de los profesores de literatura, sólo sirvió para traspasarme velis nolis...
—Perdona...
—Quisiera o no... Fíjate si te encantaba meter latinajos y presumir de ellos que a mí me ha salido solo, sin tener yo control de lo que decía. ¡La de veces que habré oído yo el velis nolis, el sine qua non, el ergo...! ¡Ni sé cómo se me vienen ahora, así en hilera, a los labios, sin tener que hacer el más mínimo esfuerzo para recordarlos!, ¡es increíble! Todos menos el mea culpa, que ya es curioso... No te rías, que es cierto... Bueno, pues lo que hiciste fue convertirme a mí en una celosa histérica. Como lo oyes... Y así con todo. Te pasabas la vida volviendo los calcetines del revés, era tu estrategia. ¡Con palabritas a ti! ¡Al señor de las palabras! Parecía que tuvieras la patente del diccionario, qué quieres que te diga. Y no digamos lo que eso supuso en tu relación con los chicos: ¡estaban desesperados! Buscaban un padre y chocaban contra una gramática; buscaban tu cariño y les dabas correcciones de estilo; buscaban tu comprensión y tu complicidad, y les endilgabas sermones... ¡Si hubieran encontrado alguna vez, cuando tanto la necesitaban, esa risa que me acabas de regalar! Puede que no sepas quién eres, Darío, pero tu risa, qué curioso, es la de siempre..., un siempre muy cortito, desde luego, porque te duró bien poco..., antes de quedársete una expresión avinagrada y un humor de perros... Supongo que no dejarás de preguntarte, te lo digo por la cara de incomprensión que acabas de poner, por qué hemos seguido juntos, ¿no?
—Pues sí, eso es exactamente en lo que estaba pensando.
—No lo sé. No tengo respuesta. Ni para ti ni para mí. Por miedo habrá sido, supongo. Por cobardía. Por falta de coraje. Por comodidad, incluso..., o por pereza..., no lo sé. Siempre me gustó ser tu mujer, aunque nunca llegué a saber exactamente qué significaba esa expresión ni de qué modo te atañía, porque jamás he tenido la sensación de que para ti fuera un modo natural y vinculante de relacionarte conmigo. Las veces que la he oído en tus labios me han sonado siempre como a «¿cuánto le debo?», «parece que va a llover», «no sé si tengo suelto» o «¿qué hay hoy para cenar?» Por eso cuando comenzaste con aquellas proposiciones sexuales humillantes, ¡y precisamente cuando más enamorado parecía que estuvieses de mí, cuando más apasionada era nuestra relación!, se me vino el mundo a los pies: ¡compartirme con otro!; que el placer que otro me pudiera provocar te llevaría a ti, nos llevaría a los dos, a unos extremos de la excitación indescriptibles y extraordinarios; que contemplarme y acariciarme mientras otro me hacía disfrutar, y besarnos como si tú te hubieras desdoblado y estuvieras dentro y fuera de mí, sobre mí y a mi lado, o detrás de mí... ¡Qué vergüenza, Darío! No puedo seguir... ¡Fue tan doloroso, tan cruel...! Humillante, dije antes, y esa sí que me parece la palabra más adecuada. Me hiciste sentirme como una prostituta, por más que adornaras tus fantasías con teorías de esas llenas de palabras convincentes que usabas cuando algo te interesaba... No recuerdo qué te dije entonces, pero ahora me parece que aquello fue algo enfermizo, una depravación, una perversión en la que no sé cómo llegaste a caer... ¡He ignorado siempre tantas cosas de ti! Te refugiabas en tu castillo y salías de allí como bajaba Moisés del Sinaí, con las tablas de tus leyes, siempre cambiantes, siempre nuevas y cada vez más incomprensibles para mí... No sé si te acordarás... Pero yo te recordé en aquel momento lo que ya te había dicho cuando tú descubriste mis limitaciones y la disparidad de nuestros gustos y nuestra formación intelectual: que yo era simplemente una enfermera, y que no podía seguirte a esos viajes por territorios en los que, a pesar de tu compañía, de tu guía, no sólo me sentía desplazada, sino acomplejada, fuera de lugar... Me enamoré de ti, o nos enamoramos los dos, sí, pero ¿cuánto tardé en hacerte considerar si, a pesar de lo que sentíamos, no éramos acaso los dos demasiado distintos y que, a lo mejor, de seguir adelante con nuestra relación, cometíamos un error que podríamos pagar después, como yo lo estoy pagando ahora...? Yo me dejé persuadir, ¡encantada de la vida!, por la seguridad con que despreciabas mis «temores sin fundamento», que decías tú. ¡Y cómo no iba a hacerlo, con lo enamorada que estaba de ti! ¡Era tan joven, además! Ni podía ni quería imaginar el futuro, ni para bien ni para mal; me bastaba el presente, y tu pasión. En todo caso, hubieras debido ser tú, que te conocías mejor, quien hubiera debido valorar si ibas a ser capaz de mantener tu amor más allá de las muchas diferencias que nos separaban, ¿no te parece? No eres mucho mayor que yo, pero sí que lo eres. Las personas que se dedican al estudio y que andan todos los días entre libros son siempre más viejas que los demás, y no me refiero a la edad, por supuesto. En cualquier caso, ¿qué bien escondiste, como bajo siete llaves, a esos otros Daríos que fueron saliendo después, de uno en uno, como invitados molestos a los que no hay manera de sacar de casa! Ahora que caigo en ello, parece como si tú mismo, en tu estado actual, fueras otro de esos invitados, el del no va más, el que se presenta diciendo que no conoce a ninguno de los que le han precedido, como si se hubiera deshecho de ellos antes de aparecer ante mí con el disfraz más inverosímil del mundo y en la circunstancia más increíble..., porque ¿qué demonios hacías tú, Darío, disfrazado de atleta, corriendo por el Parc de l’Escorxador? Ya, ya, perdona, entiéndeme... Te debes sentir como acorralado, ¿no?
—Me hago cargo no te preocupes...
—Te lo agradezco... Estoy tan desacostumbrada a esta cortesía tuya, que me haces sentir culpable por decirte lo que te estoy diciendo...Te veo tan ajeno a ti, sin dejar de ser tú mismo, que tengo la sensación de que no te mereces oír cuanto te digo... Mi esperanza, si te soy sincera, es que cuando recobres la memoria pierdas, al mismo tiempo, la poca que hayas adquirido desde que la perdiste, o sea, que al volver a ser quien eras se borre de tu memoria, como por arte de magia, todo lo que te estoy diciendo...
—¿No me lo volverías a decir entonces...?
—No creo que fuera capaz. ¡Si estoy destrozada! No te puedes ni imaginar por lo que estoy pasando... Y no son sólo los nervios, créeme... Es la primera vez que remuevo el pasado tan a fondo, aunque aún, como quien dice, no haya hecho sino comenzar a mostrar una mínima parte de todo lo que se me ha ido pudriendo aquí dentro...
—¿Hasta ese extremo?
—Hasta ése. No te imaginas lo que he llegado a soportar. Si aquella proposición pervertida fue una humillación indignante, la lenta destrucción de la convivencia y la aparición del desamor no le fueron a la zaga, desde luego... Frente a aquella proposición disparatada y cruel, nada hay más terrible ni desolador que la comprobación diaria de cómo va desapareciendo el amor de nuestras vidas. En la mayoría de las parejas suele quedar, al menos, una convivencia respetuosa e incluso un recuerdo hermoso de los tiempos mejores; pero entre tú y yo, Darío, no ha quedado absolutamente nada. Rencor, si acaso. Mucha desconsideración. Una incomunicación absoluta y, en los momentos más difíciles de soportar, reconozco, y perdóname, que incluso he llegado a sentir asco hacia ti...
—¡Asco!
—¡Perdóname, Darío!
—Por favor, Helena...
—No, si ya sabía yo que iba a acabar llorando como una tonta...
—Llorar desahoga, dicen...
—Y tú lo dices como si no hubieras llorado nunca...
—No recuerdo haberlo hecho, la verdad...
—Perdona, no acaba de entrarme en la cabeza el estado en que estás... Te miro y unas veces te veo como a un extraño que me impone mucho respeto, y otras como al Darío de siempre, por eso te pido unas respuestas que, desgraciadamente, no puedes darme... Pero hacerme a la idea de que eres tú, de que, por inverosímil que parezca, estamos los dos hablando serenamente..., bueno, dentro de lo que cabe..., pues me tranquiliza. No lloro porque haya perdido los nervios, sino por haber sido capaz de llegar a aborrecerte de ese modo atroz que te acabo de decir... ¡Estoy tan avergonzada! ¡Cómo ha sido posible, Darío, que hayamos podido dejar que todo se fuese deteriorando hasta extremos semejantes! ¿Cómo es posible que no hayamos sido capaces de atajarlo, de ponerle remedio? Me niego a creer que fuera mi negativa a colaborar en aquella infame fantasía erótica tuya lo que nos partió la vida por la mitad, lo que nos la destrozó... Si tan importante hubiera sido para ti, bien que hubieras intentado realizarla con quien se prestara; pero, que yo sepa, no han sido nunca tu fuerte las aventuras sexuales..., ¿o forman parte de esa vida secreta en la que también se incluye tu insólita afición al atletismo? ¡Menuda sorpresa! Tú nunca has sido especialmente misterioso. Distante, sí, y también frío, pero jamás me has dado a entender, o me has llevado a sospechar, que fuera una doble vida lo que te permitía seguir aguantando una situación que había llegado a extremos intolerables, por ambas partes, eso lo tienes que reconocer..., porque fue tu actitud mezquina y altiva la que me acabó llevando al psiquiatra y arrojándome, después, en los brazos de un amante...
—¡Un amante!
—¡Por dios, Darío, ¿has vuelto en ti?, ¿sabes ya quién eres, quién soy?! ¡Contesta!
—¿Cómo...? Ah, no, no, seño..., digo Helena... Es sencillamente que no me esperaba una revelación así... Debe de ser que, oyéndola, digo oyéndote, disculpa..., me había ido forjando la imagen de la esposa resignada, paciente y enamorada, siempre con la esperanza de que su vida vuelva a ser tan maravillosa como lo fue en un principio..., y escuchar, de pronto, que de resignación nada de nada...
—A lo mejor amante es una palabra excesiva y un poco novelesca... Igual debería haber dicho que me busqué un consuelo, alguien con quien, como contigo ahora, pudiera desahogarme, huir de la atmósfera asfixiante e irrespirable que se había apoderado de esta casa... ¿Sabes que, por un momento, me ha parecido que volvías a ser tú? Debe de ser que has reaccionado como lo haría cualquier marido que se entera de la infidelidad de su mujer...Como hubieras reaccionado tú hace veinticinco años, que no ahora, por supuesto. Ahora, si lo supieras, y yo creo que lo sabías, te habrías revestido de tu capa especial de cinismo y hubieras pensado algo así como «Pues que te aproveche, rica» A toro pasado, la verdad es que casi me hace reír... Sabiendo que no eres tú, y que entre tú, quien seas ahora, y yo no hay nada... ¡Menudo lío me estoy haciendo...! Lo que quiero decir es que te ha salido como de vodevil, uno de esos «¡Cielos, mi marido!» al que le siguen mil carreras y entradas y salidas de armarios, baños, terrazas...
—Ahora sí que entiendo que no me quieras volver a contar, cuando recobre la personalidad de ese tal Darío, si ello es posible, cuanto me estás contando...
—Eso es lo menos importante. Ya te he dicho que estoy segura de que tú..., de que él lo sabía. No se lo he dicho, pero tampoco se lo he ocultado...
—No lo entiendo.
—No me resulta fácil explicar según qué cosas... Lo que quiero decir es que si me lo hubiera preguntado, aunque fuera a bocajarro, e incluso de forma descortés o acusadora, no me hubiera importado decírselo...
—Pero no se lo dijiste, ¿no?
—No se presentó la ocasión, seguramente. Piensa que tú y yo..., que él y yo, mejor dicho, casi puede decirse que, más allá de lo estrictamente indispensable, no nos cruzábamos palabra: ni a mí me interesaba su vida anodina, triste y aburrida, ni, por supuesto, a él le interesaba la mía... Y cuando se metía en ella, como cuando se burló de que yo necesitara ir al psiquiatra, lo hacía para herirme... Por otro lado, nuestra vida sexual era un fiel reflejo de nuestro desastre sentimental y familiar: los encuentros —¡qué bien entendí entonces lo del famoso débito conyugal, que tan sin sentido me había parecido siempre!— se fueron espaciando hasta desaparecer, como si él hubiera decidido que los dos debíamos jubilarnos del placer de la carne. Y yo no estaba dispuesta... Yo soy joven, y no quiero que una persona amargada y prematuramente envejecida me arrastre al pozo de las lamentaciones... ¡Qué clarito me hizo ver que con él no contara! Se giraba en la cama hacia su mesita de noche y levantaba una espalda frente a mí tan desdeñosa y altiva como un acantilado al que ni rozaba siquiera... ¡Qué distinto ese Darío aletargado, pesado y dormilón de aquel otro para el que el sexo era su «dios favorito», el «motor de la vida», la «sangre de la Historia», «la razón de ser de la existencia» y tantas cosas más con que justificaba un deseo casi agobiante! ¿Y cuánto tiempo puede una mujer vivir así, sintiéndose despreciada, marginada, insultada? Ya sé que lo propio hubiera debido ser armarse de valor, renunciar a muchas cosas e iniciar una nueva vida, por difícil que fuera..., lo propio y lo honesto, todo sea dicho. Yo opté por quedarme, ya te lo dije antes. ¿Cobarde? Pues sí, para qué te voy a mentir... Pero eso fue el final, como quien dice... Hasta llegar a él hubo un montón de miserias y mezquindades... Incluso hubo momentos en que, cuando me mirabas, intuía que tu mayor alegría sería que me esfumara, que desapareciese, que me desintegrase, junto con nuestros hijos, como si no hubiéramos existido nunca... Parecías un imberbe que quisiera quitarse de encima una conquista que sólo le ha servido para perder la virginidad, y está dispuesto ya, tras la torpe iniciación, para empresas mayores, para piezas más codiciables... Esa estupidez de las carreras, ¿qué será, en el fondo, sino algún patético intento de recuperar una juventud y, sobre todo, un cuerpo que tú solito te encargaste de arruinar? Pues mira, atando esos dos cabos, se me ocurre ahora que igual tenías una aventura con otra y pretendías recuperar, ¡en un día!, veinticinco años de culo sentado, soberanos atracones y mucha pipa de la paz... contigo mismo, desde luego, porque con los demás no parabas de estar en guerra: tu madre, tu hermana, tus colegas, tus alumnos, tus hijos, yo... y quizás también contigo mismo... Serías capaz... ¡Es todo tan confuso! ¡Y tan agotador! Ahora mismo me siento vacía, y como si me hubiera pasado una apisonadora por encima.
—A él sí que le has dado un buen repaso...
—Pues apenas he entrado en detalles, pero ya no puedo seguir, estoy exhausta... Y la garganta me arde, la noto como si fuera papel de lija. Parece como si en vez de palabras me hubieran salido higos chumbos sin pelar por la boca; y si le añadimos la sequedad que causa el tabaco, pues ya puedes imaginarte qué llaga abierta y sangrante te está hablando...
—Suena a metáfora...
—¡Sólo faltaba, que se me hubieran pegado esas malditas dedicaciones tuyas! Suyas, quiero decir... Por cierto, habíamos quedado en que visitaríamos su refugio, para ver si descubrimos en él algo que pueda ayudarte a recordar quién eras.
—No creas que estoy muy interesado...
—Yo sigo confusa, no sé; pero que en tu cuerpo no estés tú, y que le esté hablando a no sé quién, o peor, a quien ni siquiera sabe quién es, es un palo tremendo... Tal y como están las cosas entre nosotros, que han llegado a un deterioro irreversible, casi prefiero, al menos, que todo vuelva a ser como antes...
—¿Y eso?
—Supongo que para tener la certeza de que las cosas son como son y que nosotros somos como somos, o como hemos querido ser, o como nos han hecho las circunstancias; también por la comodidad de no verme alterada por una situación tan impensable como ésta tuya, y que me supera; y también porque, mal que bien, había conseguido un cierto equilibrio personal que ahora, con tu ¿enfermedad?, se me ha ido al traste, como habrás podido comprobar hace un rato... En fin, dejémoslo ya, no le demos más vueltas, y ven, veamos qué misterios gloriosos se esconden en esta cueva del tesoro y del infierno, porque durante el curso, (cuantísimas veces no te he visto salir de aquí hecho un basilisco, desesperado y renegando como a quien se le ha llevado la grúa el coche! Mira, esto que hay aquí sobre la mesa debe ser lo último que estarías leyendo, antes de tu aventura atlética, ¡de tu proeza pifiada! ¡Qué sensación de estar violando la intimidad de alguien! Me siento como una ladrona, como una mirona. Y hacerlo en tu compañía me produce un desasosiego mayor. Tengo la impresión de que, de un momento a otro vas a recobrar la memoria y me vas a dar un bufido que poco me faltará para que me dé, también a mí, un infarto.. ¿Quieres que te lo lea...? Será la primera vez que...
—Adelante.
Copyright © | Dimas Mas, 2005 |
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Fecha de publicación | Diciembre 2010 |
Colección ![]() | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n340-11 |
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