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La derrota del persa

El montaje

Dimas Mas
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¡Qué lejanos te parecen los años y los días de la prisión que has soportado! Ahora te das cuenta, cuando has salido de ella y te parece probable que no hayas de volver, si tu destino se cumple conforme has decidido escribirlo tras la revelación sudorosa, sombría y comarcal. Has visto el ataúd de cuero a los pies de la mesa del estudio y has estado a punto de preguntarte qué era eso, e incluso de quién. Desde muy lejos, como desde otra vida, te ha llegado el eco de ese ingrato deber enjaulado: la cerrilidad de las criaturas, el infantilismo contagiado de sus profesores, la frialdad inhóspita del espacio ultrajado, la avejentada desidia de la rutina, y sobre todo ¡la condena sisifal de las tediosas correcciones! Con su caterva de feroces fantasmas amedrentadores, los mismos que, a fuerza de agitar sus cadenas para meter espanto y acabar, por el contrario, provocando risa, se pasean por delante de tus narices con la suficiencia de la norma futura de un posible catallano o castelán: ahún, llo, rachola, haora, rencunia, llibro, hai, són, prestage, canvio, desenvolupamiento, sinó, mui, cervello, asín, assolido, exposar, adiente, otopia, alludar, qüerno...

¡Vale, por dios, no los mires más! Porque no son sonidos para ti, sino imágenes del horror cotidiano en el que aún no sabes cómo has podido sobrevivir. No son, esos ecos y fantasmas, el árbol que no te deja ver el bosque, sino al revés: un bosque frondosísimo, húmedo, oscuro e inhóspito, que te ha ocultado siempre el árbol de la sabiduría, cuya buena sombra pensaste que te cobijaría de los desengaños con que la vida iba castigándote. Pero no has aprendido nada, salvo a emular al colérico Jeremías.

¡Qué antigua tu presencia en aquellas aulas y pasillos llenos de necedad orgullosa, atolondramiento y falsa solemnidad! Eres una foto sepia de un tiempo de escándalo y violada inocencia, una foto indeseable que ni siquiera necesitas romper en mil pedazos: el tiempo y la distancia, por breve y corta que sean, uno y otra, la vuelve ajena a ti. No es que te parezca mentira que eso haya sido tu vida, sino que haya sido siempre la gran mentira de tu vida, no la única.

Después de tu desmoronamiento, que aún te tiene atareado en este desescombro agotador, han vuelto a tu memoria otros muchos que apenas ya recordabas. En todos los centros donde has estado ha habido siempre víctimas que no han podido superar esos momentos críticos en que se requiere algo más que el temple de la experiencia y la serenidad de la antigüedad: la sumisión. ¿Adónde quieres ir a parar, Espartaco? ¡Eres el colmo! ¡Qué porvenir hubieras tenido tú en la escuela historiográfica estalinista!

De algunos de esos episodios, en los que la naturaleza humana desborda los a menudo rígidos corsés de la personalidad para permitir que aflore la persona, has sido tú testigo perplejo, antes que, como ahora es tu caso, protagonista indeseado. ¿No has podido o no has querido recordar aquella sesión de evaluación, casi convertida en auto de fe, en la que, ¿cómo se llamaba?, ¡Sanz!, ¡Julio Sanz!; en la que Julio Sanz representó aquel drama lacrimógeno-expiatorio que tan poco diferente ha acabado siéndolo del tuyo? En aquella ocasión lo viste todo sub specie literaria, que ha sido siempre tu modo particular de distanciarte de lo real para no dejarte atrapar por la red viscosa de lo cotidiano, lo inane y lo trivial.

Que Sanz fuera profesor de matemáticas, y el clásico hueso de la materia que no atiende a razones de otra índole que las contables y legales, justificaba, está claro, que lo vivieras como parte de un cuento que jamás escribiste, por descontado... ¿No te darás nunca por vencido, imbécil?

No busques paralelismos, su derrumbamiento fue muy distinto del tuyo. No hubo histerias, ni mucho menos violencia, aunque sí lágrimas. ¿Profesión de llorones? Pues tal vez, mira tú. Aquel día, ahora lo recuerdas, fue la presión que recibió por parte de la junta de evaluación para que aprobara, desde un 4,25 a quien arrastraba las matemáticas pendientes desde segundo de BUP y, teniendo el COU de Letras aprobado, no podía acceder al examen de selectividad de septiembre. En el acta ya constaba la insuficiencia fatal, y ninguno de los argumentos era capaz de hacerle reconocer la dureza injustificada de su posición, tan poco propensa siquiera a escuchar las muchas y buenas razones que le afeaban la monstruosidad de su conducta.

No fuiste tú, no, quien dijo algo parecido a que era la primera vez que presenciaba la implacabilidad de los dioses en el acto de escribir los inexorables destinos de los hombres. Tampoco estás seguro de que hubiera sido el efecto de aquella retórica pedantona, por solemne, lo que removió hasta sus cimientos la dureza legal de Julio Sanz; pero lo cierto es que, después de haberse encastillado en un silencio desafiante y altanero, y cuando ya nadie albergaba esperanza alguna de disuadirle de su terquedad leguleya, gritó: «¡Ya está bien, coño!» Cogió después el acta, tachó furiosa y meticulosamente la nota, añadió el suficiente, puso un asterisco y bajó a observaciones para escribir: «vale la enmienda», al acabar lo cual, y después de leer con extremada atención lo escrito, como si estuviera intentando desentrañar la respuesta de un oráculo, devolvió el acta al tutor y, escondiendo la cara en el cuenco consolador y pudoroso de las manos, liberó unos sollozos tan sentidos y dolorosos que, viniendo de él, te pillaron por sorpresa, igual que a todos los presentes.

¡Cómo no te vas a acordar tú de aquel llanto! La triste historia que escribían aquellos lagrimones era la de un hombre al que la severidad y la rigidez le habían arruinado la vida. Como si hubiera hecho suyo un lema al estilo de «antes que ceder, morir», Julio Sanz había perdido a la esposa, que se divorció de él, y se había enajenado, de por vida, el afecto de sus hijos, quienes, como os contó, habían acabado odiándolo. El temor ajeno se había convertido en el oxígeno que le permitía seguir viviendo. Y él se había dejado encadenar a esa imagen severa, rigurosa, rígida, inflexible, implacable y antipática con la que nunca se había sentido a gusto, a pesar de haberla asumido, y ello hasta el punto de creer que esa era su forma natural de ser, que no podía ser de otra manera.

De la crisis de llanto emergió un nuevo Julio Sanz, porque al escribir aquella frase burocrática había establecido un designio vital: vale la enmienda significaba que el cambio de nota le cambiaba la vida. Se sintió, pues, purificado, limpio, nuevo, ¡otro! Sí, al menos lo suyo acabó bien. Lo tuyo también, por supuesto. Sólo que tú en vez de emerger, te vas a sumergir, ¡a somorgujar! en esa suerte de nirvana que detenga la rueda inexorable del karma y te libere de tantísimos avatares nefastos como los que han acabado asediándote y haciéndote la vida imposible.

¡La vida imposible! ¡Nada menos! ¡Como si tú no fueras el primer artífice de esa imposibilidad! Si has alumbrado esa extravagancia, seguro que ha sido porque la verdaderamente tuya es tan íntima como inexpresable, salvo bajo la forma de la imbecilidad más absoluta, que es una inmersión muy distinta de la que te traes entre pies. Desconocerte. Y es palabra impropia. No por ajena, sino por falsa, porque no ha existido jamás ese conocimiento previo que da por supuesto y al que tanto tiempo y esfuerzo vital dedicaste, convencido de que el imperativo délfico te obligaba de por vida a la búsqueda de ese grial consolador que, por otro lado, tu impureza te prohibía alcanzar.

Sí, muy bonito, te ha quedado de clase magistral dada a aquellos necios del aforismo bíblico, los que, al acabar tú de hablar, siempre preguntan, como si salieran de un sueño: «¿De qué se trata?» Ignorarte se aproximaría más. ¿Sería olvidarte la más adecuada?

Tú escogiste desconocerte, a sabiendas de que querías significar olvidarte. Pero querías rebelarte contra el atroz imperativo y no se te ocurrió nada mejor que oponer al conocimiento el olvido. Y has perfeccionado la habilidad elevándola a la categoría de arte, por más que sólo tú seas el receptor de ese mensaje propio de una empresa de derribos.

Por inverosímil que le parezca a Babel, es bien cierto que a veces te levantas sin conservar memoria alguna del día anterior. Y lo has hecho sin método, como ametódica ha sido toda tu vida, a pesar del culto a la razón que practicaste durante tanto tiempo. ¡En mala hora, además, leíste el libro de Feyerabend al que te acercaste como la devota al devocionario!

Pero ese bofetón —¡te parece que lo hayas dado hace un siglo!— no sólo te ha manchado la tábula rasa que con tanta paciencia habías adecentado, sino que la ha convertido en ventana a través de la cual, unas veces de forma nítida y otras borrosa, vas recuperando algo más que fantasmas del pasado.

El culto a la razón, por ejemplo, que tan ligado va en ti al erotismo, a la sexualidad. Y todo porque aún adviertes en tus ojos de niño la mirada lasciva, metamorfoseada en calambre genital, con que tocabas la estampa de la instauración del culto a la diosa razón, ¡Marianne!, encarnada en una prostituta durante la Revolución Francesa. Desde entonces sexo y razón se abrazaron tan estrechamente que te son indispensables, ambos, a la hora del goce.

A Babel le ha extrañado sobremanera tu afán borrador indiscriminado. De las fechas pasaste a las personas, a los nombres, a las direcciones, a las responsabilidades..., nada ha escapado a esa suerte de voracidad amnésica. ¡A la felicidad por la amnesia!, debiste pensar.

Y de la ciega estrategia demoledora y altanera, de esa niebla erosiva, has salido ahora por estas peteneras doloridas de los ejercicios espirituales por libre, y laicos. Das pena. Y risa. Y más aún la vas a dar de aquí a un par de horas, cuando entres en el Decathlon de L’Illa con ese porte tuyo falstaffiano, aunque los dependientes pensarán con toda seguridad en Obélix, y te dirijas a la sección de atletismo, si es que hay cosa tal, y comiences a escoger el vestuario para la gran representación.

Has estado a punto de pasarte de parada, como cuando te dormías en el metro al volver de tu primer trabajo como oficinista. Sí, claro que es curioso que acudan, como en tropel —y cometiendo, sin duda, una tropelía— tantísimos recuerdos que creías olvidados. Debe de ser que, abocado decididamente a ese último instante de tu vida, el famoso recorrido vital que se produce en el último momento, en el tránsito irreversible, lo estás haciendo ahora.

¿Acaso intuyes que puedes quedarte en el sitio, donde estés, sin que te dé tiempo? ¿A tanto llega tu fidelidad a los tópicos? ¡Ya son ganas de martirizarte dos veces! No es la sed de aventura, tan fecunda para tantos otros, lo que te anima; sino el afán de degradación, como si tu ingenua mala conciencia te empujara a convertirte en una piltrafa, en un deshecho, porque solo así podrías alcanzar la serenidad de espíritu que te permitiera vivir tranquilo.

Y eso, que siempre ha estado a tu alcance, lo has ignorado... Para, para..., ¿cómo que a tu alcance? Han hablado por ti las palabras, no tú por ellas. Eso trae el exceso. Vivir puerta con puerta del infortunio, ser vecino de la miseria, en modo alguno significa que «esté a tu alcance», imbécil. Sabes muy bien que ése no es tu sitio, como sabes también que ninguno lo es, que eres un levente en tránsito. Quizás por eso te hayas acomodado —¡y ya es paradoja!— a tu revelación comarcal, tan a gusto. Si la posesión del espacio nos define como especie, ciertamente tú eres un primo lejano, o casi.

Extraterritorial es el concepto robado a Steiner que convertiste en estandarte de tu ridícula caballería; pues entre tantos modelos, literarios y no literarios, han sido siempre esos caballeros andantes que iban de floresta en floresta, solos y sin temor, dulcemente enamorados o terriblemente desolados, quienes más te han llegado al corazón, quienes se te han entrañado hasta hacerte carne y sangre de sus errantes pasos, de sus duelos, sus desafíos y sus quimeras.

Pues ahora sí que ha sido el espacio, la cercanía de la FNAC, en este extremo norte de L’Illa, la que te ha dictado la parrafadita pseudoprofesional. Hoy no entrarás, sin embargo, en esa floresta de la aventura impresa, del cómodo riesgo de salón, ¡y cómo no te vas a sentir extraño al pasar de largo hacia el extremo sur de este templo del consumo!

Si has ido viniendo aquí, desde que inauguraron la librería, era porque te ayudaba a recordar no sólo que buena parte de la cultura es un artículo de lujo, sino que es una oferta más, una entre miles, de la sociedad de consumo, hipóstasis de la del ocio. Lo tuyo es de estigma, muchacho, créeme.

Añade ahora, anda, ya que ibas lanza en ristre y las escaleras mecánicas te han recordado el camino hacia un oculto claro del bosque donde proseguir tus aventuras, que durante muchísimos años solo tuviste una obsesión: escribir el Quijote. Para ello sólo necesitabas descubrir en quién, en nuestros días, a finales del siglo XX, podría metamorfosearse el bueno de Alonso Quijano. Te imbuiste del espíritu y de los valores de la caballería andante y buscaste con denuedo su equivalente.

¡Imposible! Ningún anacronismo en nuestros días tiene la fuerza literaria que tuvo la caballería en el Quijote en aquel siglo XVII. Tu fortuna literaria dependió de que esa búsqueda fructificara. Es obvio que no fue así. Y el desengaño sí que te sentenció a la esterilidad. Lo más cercano que encontraste fue tú mismo. ¡Qué horror! ¿Todavía te avergüenzas y te indignas?

Ese insensato afán tuyo de querer convertirte en escritor, de incluso haber sido tan grotesco como para asimilarte a la imagen y a la condición de tal, y de haber tratado de imponérselas a los demás, ha sido tu gran, y discretísima, quijotada. ¡Cómo no te va a escocer, hombre! A cualquiera le pasaría lo mismo, claro, si se atreviera a pensar en tamaño disparate, aun a costa de hipotéticas deslomaduras y dolorosísimas somantas de estacazos, cual el de convertirse en un Quijote redivivo. Se puede ser más estúpido, desde luego, pero no más fatuo ni ridículo. Tuviste tus escarmientos, sí. Y descubriste en carne propia lo que duelen las burlas y los golpes, y las razones dadas por los duques. ¿Le abrirás a Babel ese cofre, cerrado con siete llaves, de tus vergüenzas?

No se te despintan, no, aquellos hechos valerosos ejecutados por tu lengua en diferentes tablados, pues, al cabo, cualquier espacio de tus aventuras se volvía teatro donde entretenías, a veces hasta la carcajada, a audiencias menos selectas de lo que te hubiera gustado y más escogidas de lo que te hubiera convenido. No te martirices con aquellas tertulias literarias en las que con sospechoso silencio se esperaba tu opinión; ni con las presentaciones de libros en las que tu pregunta-río, de tortuoso curso, te convertía en vaquilla de los corrillos posteriores; y no se te ocurra recordar la única entrevista que tuviste en tu vida con un editor, ¡nada menos que un editor!

No tardaste mucho en concluir que aquel encuentro había seguido al pie de la letra la estancia de D. Quijote en el castillo de los duques, y que incluso aquel bigotudo bergante guasón te había hecho subir al Clavileño en el que la humareda de tu vanidad os acabó haciendo llorar: a él de risa, como supiste tiempo después, y a ti de asfixia.

No te desengañó entonces la vecindad de la muerte, pero, en cierta manera, lo hace hoy, ahora mismo que dejas atrás esa magdalena revenida, y sigues tu camino hacia el sur luminoso de tu decisión extravagante, porque esa dulce caballería, aunque en secreto, a espaldas de amas y sobrinas, jamás ha salido de tu corazón.

Nunca has querido renunciar a la posibilidad de ponerte el disfraz y reanudar la representación. Escarmentado como lo estás, es indudable que ahora sí que saldrías al ruedo con la enseñanza definitiva aprendida en el modelo: sólo la ironía es capaz de mantener la máscara. Pero te pilla sin fuerzas. Más o menos a tu edad comenzó D. Quijote sus salidas, y a ella hubo de ser, por lo que acabas de concluir; pero tu última salida va a ser muy otra de aquellas a las que te atreviste con el solo fundamento de la ingenuidad, la pedantería y la falsa solemnidad.

Para pocos libros estás tú. ¡Acción! es lo que vas buscando, auténtica aventura. Y lo primero es proveerse de las armas y la armadura. ¡Qué templos tan diferentes, la FNAC y Decathlon! Y es en éste, de obligadas resonancias helénicas, donde descubres que te hallas más a gusto. ¡Tú siempre tan dado a las paradojas! ¡Un persa feliz entre los griegos! Vienes aquí buscando los útiles de tu tortura y te sientes embargado por una exaltación vital que te emociona.

Quizás fuera más apropiado, entonces, que regresaras a aquellos pasillos en cuyos anaqueles se ordena rigurosamente, con burocracia de funeraria emprendedora, la deletérea pomposidad de la gloria del alma. Aquí, por el contrario, todo llama a la gloria esculpida en el cuerpo, músculo a músculo. Pisas esta moqueta mullida y escuchas el bullicio de las fibras musculares, el restallar de los tendones y el ritmo poderoso del corazón. No hay disciplina que no te veas capaz de afrontar con un ardor juvenil que te catapulte a la gloria de los triunfos. Te falta perseverancia, claro, como para la otra religión, la libresca. ¡Cuántos perezosos no habrán contribuido a consolidar estos grandes almacenes del culto al sudor! ¡Y aquellos otros del culto a la vanidad!

Esta escisión cardinal es el fracaso del sueño griego. En un solo espacio deberían convivir las jabalinas y la poesía, el disco y la filosofía, las zapatillas y la novela, las halteras y la música... ¡Qué necios arrebatos líricos te acometen! ¿Por qué no vas a lo tuyo, que es cosa tan sencilla como dejarte guiar? No tienes prisa, eso es verdad, pero por ti mismo serás incapaz de salir de aquí equipado con lo indispensable. Vas huyendo de la befa, pero es inevitable. Saca la buena cara, la de muñeco de pim pam pum, y déjate llevar. ¡No hurtes el bulto, coño, que eso es imposible! Todas las locuras heroicas tienen inicios lamentables y penosos, ¿por qué iba a ser la tuya una excepción? No sirve de nada echar de menos la seguridad con que te movías en el osario del norte, la facilidad con que discriminabas, premiabas, relegabas, hundías e incluso escarnecías a aquellos esqueletos estofados de orgullo ahumado, de altanera soberbia.

—Usted dirá.

¿Dirás? Más de lo que él quisiera oír y menos, mucho menos, de lo que tú estarías dispuesto a decir. El encadenamiento de apremios para que la húmeda se te seque, en situaciones tan dispares, te deja perplejo, y no puede ser de otro modo. A cada paso te surge un interlocutor. Ahí está éste, con la amabilidad de manual congelada: las manos ocultas; el rostro ofrecido; la mirada, receptiva; el cuerpo, mascarón de proa dispuesto a zarpar. Y tú, ¡tú!, sal ya de ese ínterin decimonónico; ¡rompe tu costra de besugo a la sal! ¿Cuánto durará...?

—¿En qué puedo ayudarlo?

Y después hubiera seguido con el inglés, apartado c) del epígrafe «Establecer contacto» del manual: May I help you?

—En mucho, joven.

—Pues dígame.

¡Qué extraña mirada de metacrilato tiene el solícito dependiente!

—Quisiera que me orientara para escoger un buen equipo para correr el maratón.

—¿Para su hijo, su hija, un sobrino tal vez...?

—No, no, para mí.

—¿Para usted?

¡A tomar por culo el manual! Touché! Los ojos se le han vuelto de hiena. Se le han descompuesto los nervios faciales: los labios no le obedecen y le salen unos morritos estúpidos para reprimir la carcajada. No se orina, pero su inquietud es la de quien se lo hace encima. ¿Y tú? Aún dudas entre la explicación, la indignación —queja al jefe de planta incluida— o el desdén.

—La incredulidad es un refugio poco fiable...

—Perdone...

—Que por dónde empezamos, ¿por las zapatillas?

¡Menos mal que has rectificado a tiempo! Del descubrimiento del comienzo has pasado, sin transición, a la simpática ignorancia pedestre del final. Con mal pie ibas tú a comenzar el calvario al que quieres someterte de grado, si en el primer encuentro ibas a revestirte con la gruesa capa de la dignidad ofendida. Aquí has venido, en realidad, a desnudarte, no lo olvides...

—Lo mejor será un modelo con mucha amortiguación: le evitará lesiones. Sígame.

Por los rostros de los vendedores con los que os vais cruzando intuyes que la sinfonía de visajes que interpreta sólo tiene un significado: «¡No os vayáis muy lejos! ¡No os perdáis esto! ¡Estad al tanto! ¡Ya veréis! ¡Lo nunca visto!» Pero en realidad estás absorto en los cientos de pares que se ordenan por números y marcas en los estantes que se levantan a ambos lados del pasillo. Indistinguibles, como los frascos de espárragos en el supermercado, te son tan indiferentes como éstos. Y estás dispuesto a quedarte ese horrible par, estrafalario como tu propósito.

—Pruébese éstas. Tienen cámara de aire en el talón y en la parte delantera, pesan poco y llevan este refuerzo para evitar la pronación... ¿Es usted pronador?

—No, no, ya le he dicho que son para el maratón...

—Disculpe un momento...

No te engaña. Se va a algún aparte donde saltar la carcajada a gusto, donde compartirla, quizás con un compinche que sin duda se acercará a ver la atracción de feria en que te has convertido. Pero has de apurar el cáliz hasta las heces.

—¿Qué, cómo le sientan?

—Parecen cómodas, desde luego.

—Corra un poco por el pasillo, para probarlas, verá cómo nota la amortiguación...

—No es necesario. Apenas se sube uno a estos coturnos ya se siente flotar...

—Algo tiene de representación, el maratón, desde luego. Y ha habido casos en los que hasta se ha convertido en una tragedia...

—¿Es aficionado al teatro?

—Soy actor en paro, que no en Paros...

—¿Y...?

—Esto de vender ha acabado siendo lo más parecido a una actuación, y mientras no salga nada...

—Debería dedicarse a la docencia: ¡eso sí que es un auténtico ejercicio teatral! En fin, ¿qué toca ahora, la camiseta y los calzones, por ejemplo?

—Muy bien, le acompaño a la sección textil, donde mi compañera Iris le aconsejará bien, ya lo verá. Aquí en la bolsa le pongo las zapatillas. Ha sido un placer.

Seguro que él podría también aconsejarte para la indumentaria, pero acabas de cambiar de manos como un juguete raro al que nadie sabe encontrarle por dónde se le da la cuerda, si es que tiene, o cuál es la trampilla de la cueva para las pilas. Con idéntica sorna, siempre se estará mejor en las manos de esa morena de ojos negros, tan de manual como el Sergi que ha salido escopeteado para darle la oportunidad a otro u otra de sumarse a la cadena servicial y sevicial...

—¿El equipo lo quiere para entrenamiento o para competición?

—Enséñeme uno de cada, porque necesitaré los dos, supongo.

—Un maratón exige mucho entrenamiento...

—Pues por eso.

¡Dios santo! ¿Y en esas telas tan sucintas has de meter tu humanidad! No sabes si con escasa delicadeza ha dicho tu interlocutora «escupirán el sudor»; pero, y ahí tienes ese espejo que no te engaña, lo cierto es que a la que tus patorras elefantiásicas te impulsen a la carrera les va a caer tal diluvio de grasa derretida a esas dos telillas casi ingrávidas y transparentes, que vas a parecer un muñeco de nieve corriendo en agosto... Te ha dado dos o tres tallas menos para que te espante el ridículo, para que te abochornen esas rodillas grasientas, esas tetas ubérrimas, esos hombros esféricos, esos muslos reventones, ese vientre pancesco... ¡Nunca pierden su crueldad los espejos de los grandes almacenes! Parecen fabricados con la intención de que los clientes decidan rápido, porque es imposible recrearse en la contemplación propia en esas agresivas y azogadas superficies inmisericordes.

—¿Qué, cómo le sienta?

—Pues un poco ajustado, la verdad. ¿Sería tan amable de traerme un conjunto dos tallas mayor?

—¿Me permite que se lo vea?

«¡Un cuerno!» es lo primero que, en silencio, le dices al estor fruncido que te hace sentir tan desnudo; y temes que asome una mano intrépida y confianzuda que, sin aguardar el permiso pertinente, lo descorra para dejarte expuesto a los ojos golosos de un corro de vendedores dispuestos a que los ingresen de urgencia por una hernia colectiva. «¡Que te lo has creído tú, guapita de cara!», le sigues diciendo. Y te ves ante ese coro como quien enciende la luz de su casa, después de un día agotador, y se encuentra con una fiesta sorpresa de cumpleaños. «¡Un disparate excelente!», te habrían de cantar a ti. Hasta las heces, dijiste. Haces bien, ¿ves?, sólo ella. Seguro que andan los ojos camuflados tras las estanterías abarrotadas, confundidos con los ojales y los cordones, con las hombreras y las cremalleras: ¡toda la tienda es un ojo polifémico que te saborea por adelantado!

—Es que ya no hay tallas mayores que ésta...; pero piense que este tejido, el dry-fit, siempre se ajusta un poco...

—Un poco vale, pero... ¿tanto?

—Lo importante es que no le impida el movimiento, ¿lo ha probado?

—¿No pretenderá usted...?

—No, no, por favor...Aquí mismo, corra usted sin moverse del sitio, a ver si nota que se le clava cuando levante las rodillas...

Traga quina y muévete, gordinflón. ¡Arriba esas rodillas: un dos, un dos! Y una flexión de piernas... ¡A saber lo que contará esta Iris mensajera a sus colegas! Giramos el torso: izquierda, ya, ¡sin rebote!; derecha. Nos doblamos hasta tocar con las manos las puntas de los pies... Ahí te has quedado, monigote, con las manos colgando un palmo por debajo de las rodillas, porque te es imposible reunir todas tus falanges para lograr la victoria. Pues claro que no le ves la gracia a la figuración de que te diera un ataque de ciática o una lumbalgia atroz y te quedaras, así disfrazado, en esa posición guiñolesca... Aún te funciona el resorte de la vergüenza. ¡Suerte que tienes! Ya estás derecho. Supones que hecho un ascua.

—¿Se le clava?

—No, clavarse no, desde luego. Es tan poca cosa...

—Para un maratón, incluso eso le sobrará...

—Ya me lo imagino, ya.

Mientes. No hay ninguna imagen detrás de tus palabras. Ni en ellas. Tienes la mente en azul y amarillo, que son los colores de cotorra con los que saldrás a extraviarte... ¿por dónde? Tiempo habrá para buscar plazas públicas por las que pasear tu desvergüenza, o tu exhibición impúdica, porque es probable que la autoridad tenga también alguna competencia estética y te prohíba dar un solo paso con ese atuendo.

—¿Y ahora?

—El equipo de entrenamiento, el chándal, la gorra, los guantes, la braga, las calcetas, las mallas...

—¿La braga?, ¿las mallas?, ¿los guantes?

—Sí, braga como la de los motoristas, ¿no las ha visto nunca?

—Pues no.

—Utilísimas. Ahora sólo hace fresquito, pero cuando lleguen los fríos necesitará salir a entrenar bien abrigado. Y con las mallas de lycra, pues otro tanto... Acabará reconociendo que es la mejor compra que ha hecho. Incluso mejor que el chándal o que... Bueno, la verdad es que estas son unas zapatillas buenísimas. Seguro que hará una gran marca...

No lo sabe ella bien. Claro que harás la «marca» de tu vida, tu gran marca, la que como un marco contendrá toda tu vida; porque estás convencido de que has encontrado, por fin, tu bel morir, aunque a ojos de los demás todo quede en la disparatada extravagancia de quien, es cierto, ahora que lo piensan, que ya había dado alguna que otra señal de desequilibrio, dentro de lo que era su estudiada contención habitual, por supuesto. Habrás conseguido, sin duda, que toda tu vida, miserablemente anodina, se reinterprete desde el sorpresivo final inverosímil, vestuario reglamentario incluido.

¡Qué estúpida sonrisa se te ha quedado al despedirte de tu amable anfitriona. ¡Ni siquiera, como tantísimas veces antes, con las cien mil compras a que obliga la vida familiar, te la ha borrado el precio astral de tu deseado destino. Lo que se te ha pegado viscosamente a la espalda, ¡atroz urticaria!, es la incomodísima sensación de que, tras salir de la tienda, todos sus dependientes han estallado en una carcajada al unísono que ha contagiado a los escasos clientes que a estas horas matinales llenan su despreocupación, su ocio, su parasitismo o su merecido descanso. Aún la oyes, y ya estás en la calle. No te vuelvas. Sonríe quijotescamente y agradece haber sido motivo de regocijo. Ya no vas a volver. Es probable que lo tengan allá en el norte, pero ¿estás seguro de que necesitas o te conviene hojear un manual de maratón? ¡Ay, ese meticuloso espíritu tuyo! ¡Qué paralizador! Tu representación es bien simple, necio: un pie tras otro hasta el batacazo final, y ahí se acaba la tragicomedia grotesca. ¿Para qué quieres saber más? ¿O es que pretendes regodearte en la agonía? ¿Acaso te ronda ya por la cabeza la reincidencia capital de un hipotético ars moriendi? ¡No tiene cura el cáncer de la vanidad!

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Fecha de publicaciónAgosto 2010
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