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La derrota del persa

II. Estimación objetiva singular

Dimas Mas
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Coin­ci­die­ron, la pri­me­ra vez que se vie­ron fuera del tra­ba­jo, en el cine Co­li­seum, en la Gran Vía. Los cines, para las per­so­nas solas, se con­vier­ten a veces en es­pa­cios de re­la­ción so­cial. De ahí que Marga tu­vie­ra la in­có­mo­da sen­sa­ción, como el cons­tan­te sudor de la fren­te en ve­rano, de que al­guien no le qui­ta­ba el ojo de en­ci­ma, ni si­quie­ra du­ran­te la pro­yec­ción de la pe­lí­cu­la. Hasta que se en­cen­die­ron las luces y se le­van­tó para salir, no se atre­vió a vol­ver­se: ¡hu­bie­ra sido un error im­per­do­na­ble: alen­tar las es­pe­ran­zas de fué­ra­se a saber quién! Man­tu­vo la aten­ción en la pan­ta­lla y trató de no hacer mucho caso de sí misma, por­que las per­so­nas so­li­ta­rias aca­ban con­tra­yen­do ese vicio: con­si­de­rar­se el cen­tro de la aten­ción de los otros; creer que están sien­do per­ma­nen­te­men­te ob­ser­va­das y juz­ga­das. En la época en que se pro­du­jo aquel pri­mer en­cuen­tro, Marga ya es­ta­ba aque­ja­da de ese mal. La sen­sa­ción pe­ga­jo­sa se le im­pu­so de tal ma­ne­ra que ape­nas pudo se­guir, sino muy su­per­fi­cial­men­te, la his­to­ria con­ven­cio­nal que se le con­ta­ba desde la pan­ta­lla. El FIN de la pe­lí­cu­la la li­be­ró de su desa­so­sie­go, pues le per­mi­tió salir al pa­si­llo y bus­car con la mi­ra­da el ca­mino de vuel­ta hacia los ojos que la ha­bían ase­dia­do. Lo em­pren­dió con el es­pí­ri­tu ani­mo­so de quien se lanza a la aven­tu­ra y está con­ven­ci­do de que el ca­mino ha de de­pa­rar­le la grata sor­pre­sa de la fe­li­ci­dad, la ven­tu­ra o la pros­pe­ri­dad. Le fue im­po­si­ble ce­rrar­los antes de lle­gar al final y cho­car, ¡casi es­tre­pi­to­sa­men­te!, con los ojos de­vo­tos de su com­pa­ñe­ro de sec­ción, quien, di­ri­gién­do­se hacia el pa­si­llo desde la mitad de una fila más atrás de donde ella es­ta­ba sen­ta­da, pero al otro lado del patio de bu­ta­cas, se di­ri­gía en reali­dad hacia ella sin dar la im­pre­sión de que ese en­cuen­tro for­tui­to lo sor­pren­die­ra, como si hu­bie­ra sa­bi­do cuá­les eran los pla­nes de ella para esa tarde do­mi­ni­cal. «¿Me habrá se­gui­do?», me dijo Marga que pensó. Des­pués de in­ter­cam­biar un bre­ví­si­mo sa­lu­do, frío y pro­to­co­la­rio, re­co­rrie­ron jun­tos el pa­si­llo hasta la puer­ta de sa­li­da y cru­za­ron dos im­pre­sio­nes es­cue­tas y ba­na­les sobre la pe­lí­cu­la. Des­pués se des­pi­die­ron. Faus­tino no in­ten­tó alar­gar la si­tua­ción, pro­po­nién­do­le un paseo, ir a tomar un café o acom­pa­ñar­la a su casa. Ella, por el con­tra­rio, fin­gió, con ab­so­lu­ta tor­pe­za, unas pri­sas in­sul­tan­tes e in­ve­ro­sí­mi­les en una tarde do­mi­ni­cal. Lo que a mí me con­fe­só fue que la res­pon­sa­ble de aque­llas pri­sas había sido una vi­sión tan ho­rri­ble que se sin­tió em­pu­ja­da a ale­jar­se cuan­to antes de la com­pa­ñía de aquel hom­bre: se había visto ves­ti­da de novia y ca­sa­da con él, sa­lien­do ambos por el es­tre­cho pa­si­llo del tem­plo, ca­mino de re­ci­bir la llu­via de arroz como sím­bo­lo de fe­cun­di­dad. Y al lle­gar a esa parte de la vi­sión se le vol­vió in­so­por­ta­ble su pre­sen­cia, y re­sul­ta fácil com­pren­der por qué. Con todo, de aque­lla ex­pe­rien­cia ca­sual lo que le quedó a Marga más mar­ca­do fue la idea de que ese hom­bre pu­die­ra de­di­car­se a se­guir­la. Al prin­ci­pio la idea le pa­re­ció atroz y re­pul­si­va, y le ins­pi­ró un pro­fun­do temor. Más tarde, acabó acos­tum­brán­do­se a ella. Du­ran­te un cier­to tiem­po vivió con esa apren­sión, y desde que salía del tra­ba­jo no hacía sino com­pro­bar, de forma ob­se­si­va y casi en­fer­mi­za, que Faus­tino no la se­guía. Se le vol­vió un tic, lo de girar la ca­be­za para vi­gi­lar si la vi­gi­la­ban. Al poco tiem­po, sin em­bar­go, tan hecha ya al temor de sen­tir­se se­gui­da, em­pe­zó a, si no desear, sí al menos ha­cer­le cier­ta gra­cia que su ocu­rren­cia pu­die­ra con­ver­tir­se en reali­dad. Más tarde no tuvo otro re­me­dio que re­co­no­cer que era ella quien lo bus­ca­ba a él mien­tras su­pues­ta­men­te la ace­cha­ba: se había con­ver­ti­do en una fan­ta­sía re­cu­rren­te que ponía en sus días mo­nó­to­nos y so­li­ta­rios el in­gre­dien­te no­ve­do­so de lo in­só­li­to. De todos modos, el Faus­tino al que ella es­pe­ra­ba des­cu­brir tras la mar­que­si­na de un au­to­bús, al fondo de un vagón de metro, en las es­ca­le­ras me­cá­ni­cas de El Corte In­glés, ab­sor­to en la con­tem­pla­ción de las aves de un quios­co de las Ram­blas, o en la pla­tea de cual­quier cine, no era la misma per­so­na que tra­ba­ja­ba junto a ella en la misma sec­ción de la De­le­ga­ción de Ha­cien­da. Poco a poco, eso sí, las dos imá­ge­nes fue­ron su­per­po­nién­do­se y dul­ci­fi­can­do la agre­si­va feal­dad de aquel hom­bre enig­má­ti­co por el que, a es­pal­das de todos sus co­no­ci­dos, co­men­zó a in­tere­sar­se de ver­dad. A par­tir de en­ton­ces se des­per­tó en ella una cu­rio­si­dad casi mal­sa­na por qué fuera lo que Faus­tino es­cri­bía en aque­llos cua­der­nos que te­nían toda la pinta de ser parte de un Dia­rio ín­ti­mo inaca­ba­ble. No dejó de se­cun­dar las bur­las y cha­co­tas, ni de reír los chas­ca­rri­llos hi­rien­tes que se­guían ce­bán­do­se en él con la ru­ti­na­ria cruel­dad de los há­bi­tos in­cues­tio­na­bles, pues, a pesar de que el per­so­nal se re­no­va­ra en gran parte cada tres o cua­tro años, la re­la­ción con él se­guía sien­do una foto fija de cuan­do Marga tomó po­se­sión de su des­tino en el lú­gu­bre edi­fi­cio de la Vía La­ye­ta­na. Fue esa re­no­va­ción pe­rió­di­ca la que pro­vo­có, al cabo de pocos años, que Marga y Faus­tino, por mera antigüedad, se sin­tie­ran cada vez más dis­tan­tes de las nue­vas pro­mo­cio­nes y más cer­ca­nos el uno al otro. Yo creo que la idea de ir en­ve­je­cien­do jun­tos en aquel edi­fi­cio som­brío debió en­ter­ne­cer­la, o algo pa­re­ci­do, y fa­ci­li­tar, en con­se­cuen­cia, su buena pre­dis­po­si­ción hacia un po­si­ble acer­ca­mien­to por parte de él, una ini­cia­ti­va que, sin em­bar­go, tardó lo suyo en pro­du­cir­se. Desde que lo co­no­ció lo había visto es­cri­bir en aque­llos cua­der­nos du­ran­te los ratos muer­tos de la jor­na­da la­bo­ral, que eran la ma­yo­ría; y gran parte del in­te­rés de Marga por aquel ser ex­tra­ño se cen­tra­ba en si ella apa­re­ce­ría en las mis­te­rio­sas pá­gi­nas. La de tener un ad­mi­ra­dor se­cre­to es la más inocen­te de las fan­ta­sías fe­me­ni­nas, pero para mu­chas mu­je­res cons­ti­tu­ye, a veces, el único asi­de­ro al que pue­den aga­rrar­se para es­ca­par de la tris­te y ano­di­na cié­na­ga de la vida co­ti­dia­na. Las hay in­clu­so que, en el colmo de la fi­de­li­dad, sue­ñan con que ese aman­te se­cre­to, tierno y apa­sio­na­do, sea su pro­pio ma­ri­do, a quien se ima­gi­nan en la mesa de una ca­fe­te­ría es­cri­bien­do las de­li­ca­das car­tas de amor que re­ci­ben, o en una flo­ris­te­ría es­co­gien­do las gar­de­nias o las rosas que él fin­gi­rá no ver en el bú­ca­ro que ador­na, de modo os­ten­to­so, la mesa del salón. Su­pon­go que algo así debió ocu­rrir­le a mi her­ma­na. Tres meses des­pués de aquel pri­mer en­cuen­tro for­tui­to, Marga vol­vió a tro­pe­zar­se con él, pero de un modo más ro­cam­bo­les­co, pues, acos­tum­bra­da a ojear el te­rreno en su busca, lo vio, tras una cá­ma­ra fo­to­grá­fi­ca que pa­re­cía en­fo­car­la a ella sir­vién­do­le al tiem­po de pa­ra­pe­to, pa­ra­do justo en medio del Paseo de San Juan, mien­tras ella ca­mi­na­ba hacia él. Su in­dig­na­ción por el atre­vi­mien­to le había pro­por­cio­na­do ya el gesto, la ex­pre­sión, la mi­ra­da y hasta las áci­das pa­la­bras que hubo de tra­gar­se, al igual que des­com­po­ner, cam­biar y rec­ti­fi­car el gesto, la ex­pre­sión y la mi­ra­da por­que, a me­di­da que se iba acer­can­do a él, la cá­ma­ra se­guía fija en un ob­je­to que a todas luces no era su per­so­na. No tardó en saber que la afi­ción del fo­tó­gra­fo se de­can­ta­ba hacia las na­tu­ra­le­zas muer­tas y mo­nu­men­ta­les. La es­ta­tua de Clavé, el crea­dor de los coros po­pu­la­res que lle­van su nom­bre, quedó, para se­cre­ta mor­ti­fi­ca­ción de Marga, im­pre­sa en el ne­ga­ti­vo. No pudo evi­tar que al ros­tro agre­si­vo de la in­dig­na­ción le su­ce­die­ra el es­tú­pi­do del chas­co. Se sa­lu­da­ron con mayor cor­dia­li­dad que en el úl­ti­mo en­cuen­tro, aun­que aún era una cor­dia­li­dad ba­ña­da de ti­bie­za, y Marga supo que su com­pa­ñe­ro de tra­ba­jo tenía la afi­ción de re­co­rrer la ciu­dad, si­guien­do iti­ne­ra­rios pre­fi­ja­dos y lle­van­do la cá­ma­ra en ris­tre para que­dar­se con las ins­tan­tá­neas que nunca jamás po­drían vol­ver a re­pe­tir­se. A Marga le ex­tra­ñó aque­lla ex­pli­ca­ción. «Yo me volví, miré la es­ta­tua y me eché a reír: me ima­gi­né que, al día si­guien­te, aque­lla mole in­men­sa y os­cu­ra, sal­ta­ría de su pe­des­tal y se ale­ja­ría calle abajo ha­cien­do mo­li­ne­tes con la ba­tu­ta», me contó. ¿Fue en aquel mo­men­to cuan­do Faus­tino des­cu­brió el pingo bajo la seda? ¿Y de qué se quiso ven­gar el mal na­ci­do, si él per­si­guió antes de ser per­se­gui­do? «Pero a mí no me la daba con queso —con­ti­nuó Marga—. Se­gu­ro que en cuan­to lo des­cu­brí se in­ven­tó aque­lla ton­te­ría para salir del paso.» ¡Le hacía tanta ilu­sión la idea de que al­guien la si­guie­ra a es­con­di­das y la fo­to­gra­fia­ra! Como si fuera una de esas mu­je­res cas­qui­va­nas, ne­cias y su­per­fi­cia­les que apa­re­cen en las es­tú­pi­das re­vis­tas para mu­je­res que hay en todas las con­sul­tas de los doc­to­res. Es­ta­ba con­ven­ci­da, la pobre ilusa, de que el piso de Faus­tino ten­dría todas las pa­re­des de­co­ra­das con fotos de ella, cien­tos de fotos ro­ba­das aquí y allá: ella en ve­rano, en in­vierno, con el pelo largo, con el corte a lo garçon, con falda tubo, con pan­ta­lo­nes va­que­ros, con leo­tar­dos, con traje sas­tre, con pen­dien­tes, sin ellos, pin­ta­da, sin ma­qui­llar, con el pelo re­co­gi­do en moño o en cola, con blusa sin man­gas, rien­do, seria, con un ojo gui­ña­do, en bi­qui­ni, en­tran­do en la igle­sia, sa­lien­do del cine, con gafas de sol, can­sa­da, atra­ve­san­do la plaza de la ca­te­dral, abrien­do el por­tal de su casa, den­tro de un au­to­bús... ¡Un museo fo­to­grá­fi­co de­di­ca­do a su per­so­na! «Se­gu­ro que yo soy para él como una diosa, y que esa casa es como mi Va­ti­cano...», me dijo. Y se calló en­se­gui­da, tras per­ca­tar­se de que esas alu­sio­nes irre­ve­ren­tes po­drían mo­les­tar­me, o in­co­mo­dar­me. Claro que tenía mucho de niña, qui­zás de­ma­sia­do. Nadie, ade­más, la es­ta­ba ayu­dan­do a cre­cer. Se­guía sien­do una mu­ñe­ca pre­cio­sa con la que nadie se atre­vía a jugar, un her­mo­so ob­je­to de de­co­ra­ción que se cuida con el mimo pro­pio de los co­lec­cio­nis­tas. Y, sin ha­ber­lo sido antes, de niña, acabó con­vir­tién­do­se en una mujer ca­pri­cho­sa, vo­lu­ble y ar­bi­tra­ria. Se apo­de­ró de ella un ren­cor di­fu­so que le varió el ca­rác­ter y la hizo de trato di­fí­cil, si no im­po­si­ble, a veces. No fue un cam­bio re­pen­tino, como no lo es el de­te­rio­ro que pro­du­ce la edad, y ella jamás re­co­no­ció que era una mujer muy di­fe­ren­te de la niña y la joven que había sido. Se puso una venda de­lan­te de los ojos, ¡ella, que siem­pre los tenía abier­tos de par en par para no per­der­se de­ta­lle de sí misma!, y de ahí arran­có una con­fu­sión que aca­ba­ría lle­ván­do­la a la enaje­na­ción y al des­can­so final de la muer­te, la li­be­ra­ción que yo me vi obli­ga­da a fa­ci­li­tar­le con la ca­ri­dad que te­ne­mos para con los ani­ma­les y que, por una hi­po­cre­sía que sólo he lle­ga­do a com­pren­der des­pués de lo que hice, les ne­ga­mos a las per­so­nas. De aquel se­gun­do en­cuen­tro tam­po­co salió una cita, a pesar de que la oca­sión era pin­ti­pa­ra­da: en nada les com­pro­me­tía re­co­rrer jun­tos la ciu­dad y, al tiem­po que des­cu­brían los rin­co­nes de ese pa­ñue­lo que es cual­quier lugar para las per­so­nas so­li­ta­rias, co­no­cer­se el uno al otro, saber de sus vidas res­pec­ti­vas, de sus his­to­rias, de los rin­co­nes que tam­bién hay en la vida de cada cual: desde aque­llos en pe­num­bra que jamás se fre­cuen­tan, hasta los otros, a los que acom­pa­ña­mos a las vi­si­tas para com­par­tir­los con ellas. En el fondo somos, tam­bién, entre otras cosas, un re­fle­jo de nues­tras casas: dime cómo vives y te diré cómo eres. Dis­cul­pe estos co­men­ta­rios, doc­tor, pero aquí las horas se es­ti­ran como los re­mor­di­mien­tos y la mente di­va­ga como los ra­to­nes que bus­can su men­dru­go en el si­len­cio afli­gi­do de un con­ven­to. Re­co­noz­co que el trato ín­ti­mo con Marga, mien­tras in­ten­té cui­dar­la, co­rre­gir­la y en­cau­zar­la me ha cam­bia­do hasta tal punto que, a veces, me des­co­noz­co. Pero vol­va­mos a esa tris­te pa­re­ja de aman­tes a cuya sór­di­da his­to­ria he pues­to yo el punto final, arro­gán­do­me, lo sé, una ca­pa­ci­dad jus­ti­cie­ra cuyas leyes, ade­más, he im­pro­vi­sa­do para la oca­sión, ¡y bien que lo la­men­to!, aun­que lo dé todo por bien em­plea­do. Por eso estoy aquí de buen grado y quie­ro que es­cu­che mi con­fe­sión: forma parte de lo que ha de ser la larga ex­pia­ción de mi culpa. Le decía que a aquel en­cuen­tro ca­lle­je­ro no le si­guió nin­gu­na cita, para sor­pre­sa de mi her­ma­na, que tardó mucho en des­cu­brir la tác­ti­ca de la in­di­fe­ren­cia que Faus­tino es­ta­ba em­plean­do con ella. Tan tonta no era, como para no darse cuen­ta de que sus en­cuen­tros for­tui­tos te­nían cada vez menos de tales y sí todo, por el con­tra­rio, de un plan di­se­ña­do con­cien­zu­da­men­te y que, a la larga, tan efi­ca­cí­si­mo se acabó re­ve­lan­do. Pero Faus­tino supo re­pre­sen­tar a la per­fec­ción su papel de en­con­tra­di­zo per­pe­tuo. Una veces era él quien apa­re­cía donde ella es­ta­ba; pero no pocas veces era ella quien en­tra­ba donde Faus­tino evi­den­te­men­te no la es­pe­ra­ba. Esto úl­ti­mo fue lo que ocu­rrió en su ter­cer en­cuen­tro. Marga salió del cine el do­min­go y, si­guien­do su ru­ti­na do­mi­ni­cal, de­ci­dió en­trar a me­ren­dar aquel día en una ca­fe­te­ría que no solía fre­cuen­tar. Se sentó en una mesa, echó un vis­ta­zo al local y allí lo des­cu­brió: ata­rea­do, como en el tra­ba­jo, en la re­dac­ción de no sabía qué e in­tuía que un Dia­rio en el que a ella le es­ta­ba re­ser­va­do el papel de pro­ta­go­nis­ta. Dos de­ta­lles no le pa­sa­ron desa­per­ci­bi­dos: fu­ma­ba en pipa y bebía un güisqui, a juz­gar por el vaso. Era un poeta, se ima­gi­nó de re­pen­te. Faus­tino era un ser ho­rri­ble y capaz, sin em­bar­go, de alum­brar las más be­llas pa­la­bras. Y ella era, ¡al fin!, su musa, la musa que iba a ins­pi­rar­le los ver­sos más apa­sio­na­dos y her­mo­sos. Ella no lo dijo, claro, pero yo sé que se le debió de que­dar cara de tonta, de bo­ba­li­co­na, como la que se les queda a las niñas cuan­do el mo­zal­be­te que les gusta se atre­ve a ton­tear con ellas, es decir, a medio ca­mino entre el pá­ni­co, el deseo y la vergüenza. Y eso por otras lo sé, que no por mí pro­pia, pues nadie jamás se me acer­có con esa pre­ten­sión. Ni tam­po­co se lo hu­bie­ra per­mi­ti­do, en aquel le­jano en­ton­ces, por su­pues­to. Yo fui siem­pre la es­ca­sez de la sal y el ex­ce­so de vi­na­gre que arrui­na las en­sa­la­das... Pero no es mi vida, ano­di­na, mo­nó­to­na y re­gu­lar como las horas ca­nó­ni­cas, lo que im­por­ta, sino la de aque­llos dos des­di­cha­dos con­de­na­dos a ir de en­cuen­tro en en­cuen­tro hasta el dra­má­ti­co des­en­cuen­tro final. Es­tu­vo un buen rato de­lei­tán­do­se en esa fa­bu­la­ción antes de que Faus­tino, al gi­rar­se hacia su de­re­cha para lla­mar al ca­ma­re­ro, la des­cu­brie­ra. A Marga le pa­re­ció que él se tur­ba­ba, como si le hu­bie­ra des­cu­bier­to un se­cre­to ocul­ta­do ce­lo­sa­men­te. Ob­ser­vó que cerró el cua­derno en el acto, en­ca­pu­chó la pluma y guar­dó el pri­me­ro en una car­pe­ta y la se­gun­da en el bol­si­llo in­te­rior de la ame­ri­ca­na mien­tras es­bo­za­ba una mueca que, en su ros­tro de pe­ca­do, debía de que­rer pasar por son­ri­sa. Lo si­guien­te que hizo fue va­ciar la pipa, con un par de gol­pes enér­gi­cos en el pe­sa­do ce­ni­ce­ro de cris­tal de roca y, fi­nal­men­te, le­van­tar­se, re­co­ger sus cosas y acer­car­se hacia ella com­po­nién­do­se el nudo de la cor­ba­ta y abo­to­nán­do­se el pri­mer botón de la ame­ri­ca­na, como si fuera un em­plea­do que acude al des­pa­cho del jefe: ésa fue, al menos, la im­pre­sión que a ella le pro­du­jo aquel atil­da­mien­to. La sor­pre­sa por la coin­ci­den­cia fue mutua y fa­ci­li­tó que, des­pre­ve­ni­dos, fuera de lo más sin­ce­ra la cor­dia­li­dad con que se sa­lu­da­ron. Esa vez él no hizo ade­mán, como en otras oca­sio­nes, de be­sar­le la mano, la leve re­ve­ren­cia que tan ri­dí­cu­la le pa­re­ció la pri­me­ra vez y que ahora le hu­bie­ra gus­ta­do verla re­pe­ti­da, pues la tenía por la más aca­ba­da ex­pre­sión de ho­me­na­je a su be­lle­za. En su lugar se en­con­tró con un cá­li­do apre­tón de manos que ella in­ter­pre­tó más como señal de com­pa­ñe­ris­mo que de va­sa­lla­je. Y es­ta­ba claro que a ella lo que le gus­ta­ba, ¡lo que ne­ce­si­ta­ba!, era ser ad­mi­ra­da. A esas al­tu­ras de su vida —¡sus trein­ta y pocos años se le an­to­ja­ban el um­bral de la vejez!— ya no es­ta­ba en con­di­cio­nes, me decía, de re­cha­zar el ho­me­na­je ni la ad­mi­ra­ción de nadie, por más que se tra­ta­se del hom­bre más feo del mundo, o un ex­ce­len­te can­di­da­to al tí­tu­lo de tal, por su­pues­to, como bro­mea­ba al re­fe­rir­se a él con una ter­nu­ra ma­ter­nal que acabó trans­for­mán­do­se, por im­po­si­ble que le pa­rez­ca, en una pa­sión las­ci­va tan in­com­pren­si­ble como enaje­na­do­ra, por­que Marga había de­ja­do de ser quien fue y quien era para con­ver­tir­se en esa jifa san­gran­te a la que la había re­du­ci­do el des­dén al­ti­vo y es­tu­dia­do de Faus­tino. Pero ahora le es­ta­ba con­tan­do los tiem­pos fe­li­ces, o casi. Bien fuera por la coin­ci­den­cia aza­ro­sa, por la im­per­so­na­li­dad del es­ce­na­rio, por el efec­to des­in­hi­bi­dor del güisqui o por las tres cosas jun­tas, el caso es que aque­lla tarde de do­min­go se en­tre­abrió la puer­ta por la que se ac­ce­día al mundo se­cre­to de Faus­tino. Y lo pri­me­ro que co­no­ció Marga en él fue la sor­pren­den­te exis­ten­cia de un her­mano al que, justo en esa tarde, le es­ta­ba es­cri­bien­do una larga carta que qui­zás nunca le en­via­ría, o sí tal vez algún in­cier­to día de un fu­tu­ro no menos in­cier­to. Un her­mano, Ela­dio, com­ple­ta­men­te opues­to a él, como si fue­ran la noche y el día, le dijo, y con quien siem­pre había man­te­ni­do unas re­la­cio­nes di­fí­ci­les, hasta que se rom­pie­ron de­fi­ni­ti­va­men­te. Marga no en­ten­día nada de nada. Así, de bue­nas a pri­me­ras, Faus­tino se había ins­ta­la­do junto a ella, había pe­di­do tam­bién lo mismo al ca­ma­re­ro, un café con leche y un pas­tis­set y, al con­ju­ro de la más sim­ple e in­dis­cre­ta de las pre­gun­tas: «¿Qué es­cri­bías?», él pa­re­cía estar abrién­do­le el co­ra­zón de par en par. ¿Cómo era po­si­ble pasar de un co­no­ci­mien­to casi me­ra­men­te vi­sual, como el que había entre ellos, a ese de­rro­che de fran­que­za? ¿Era su ma­ne­ra de decir que le gus­ta­ría que fue­sen ami­gos? ¿Y no se ini­cian siem­pre las amis­ta­des a par­tir de un trato más su­per­fi­cial? Si era lo que pre­ten­día, con­fun­dir­la, lo había lo­gra­do ple­na­men­te. «¿Qué quie­res decir con eso de que sois como la noche y el día?», le pre­gun­tó. «Que él per­te­ne­ce al mundo de la be­lle­za, como tú; y yo..., pues a la vista está», le con­tes­tó. Lo dijo, según Marga, sin pre­ten­der ins­pi­rar com­pa­sión, y sin re­sig­na­ción; sin or­gu­llo, claro está, pero con una de­li­ca­da iro­nía que su­pri­mía, con no­ta­ble ele­gan­cia, la po­si­bi­li­dad de pa­de­cer dra­má­ti­ca­men­te el peso de aque­lla cruz. Yo es­ta­ba con­ven­ci­da, y así se lo dije a ella cuan­do ya todo era irre­me­dia­ble, de que se lo había in­ven­ta­do, de que era una men­ti­ra in­fa­me y es­tu­dia­da. La prue­ba de la fo­to­gra­fía no me ser­vía. Sien­do tan dis­tin­tos, la foto de cual­quie­ra po­dría ser­vir para ha­cer­la creer en la ver­da­de­ra exis­ten­cia de ese cu­rio­so her­mano. Marga no pa­re­cía darse cuen­ta de que Faus­tino era, por de­cir­lo así, el hom­bre del saco de las coin­ci­den­cias. Si el amor ciega, la de­ses­pe­ra­ción arran­ca los ojos de cuajo. No voy a com­pa­rar el amor hu­mano y el amor di­vino, pero jamás oí de nin­gu­na her­ma­na mía de re­li­gión que lle­va­ra su amor a Cris­to al ex­tre­mo que llevó Marga el suyo a ese Faus­tino que con tan­tos ar­di­des y es­tra­ta­ge­mas supo cap­tu­rar­la en la de­le­té­rea red de sus os­cu­ras y fu­nes­tas in­ten­cio­nes. ¡Pobre Marga! ¿Y qué le dijo ella a él aque­lla tarde de las con­fe­sio­nes? Eso sí que nunca me lo re­ve­ló. ¿Le habló de mí y de la asom­bro­sa coin­ci­den­cia? El tal Ela­dio era, de los dos, quien había triun­fa­do en la vida, es decir, quien es­ta­ba más cerca de la au­tén­ti­ca fe­li­ci­dad. ¿Le diría eso Marga de mí? Ella siem­pre ha dicho que fui yo quien mejor había es­co­gi­do, que era más feliz entre las cua­tro pa­re­des de un con­ven­to que ella per­di­da en el la­be­rin­to des­pia­da­do de la gran ciu­dad. ¿O calló y no habló de mí? Nunca lo sabré, pero es una necia va­ni­dad que no tiene la menor im­por­tan­cia. Lo de­fi­ni­ti­vo fue que aque­lla re­ve­la­ción sobre su her­mano y su re­la­ción con él, o su au­sen­cia de re­la­ción, en reali­dad, se con­vir­tió en el paso de­ci­si­vo para la suya pro­pia, la que ellos irían es­tre­chan­do hasta la as­fi­xia de­fi­ni­ti­va. El pri­mer gusto com­par­ti­do fue el ca­be­llo de ángel, que bien lo en­re­dó y des­or­de­nó el ma­ligno para en­dul­zar­les la pó­ci­ma amar­ga en que se acabó con­vir­tien­do. Es­tu­vie­ron jun­tos, me­ren­dan­do, casi dos horas, dis­fru­tan­do, por así decir, de lo que po­dría ser con­si­de­ra­da como su pri­me­ra cita. Faus­tino re­co­no­ció, al pa­re­cer, que toda la culpa de esa rup­tu­ra fra­ter­nal había sido suya: jamás pudo acep­tar la ar­bi­tra­rie­dad del azar, y menos aún que hu­bie­ra de so­por­tar­la, a dia­rio, junto a sí, en­car­na­da en la per­so­na de su her­mano. Fue en­vi­dio­so, ren­co­ro­so, un in­sa­tis­fe­cho e in­clu­so al­ber­gó du­ran­te mucho tiem­po los más ne­gros pen­sa­mien­tos. ¡Nada en el mundo era capaz de con­so­lar­lo! Desde la más tem­pra­na in­fan­cia había sido capaz de iden­ti­fi­car en las mi­ra­das aje­nas los cien mil ma­ti­ces de la con­mi­se­ra­ción, y en el ca­ri­ño de sus pa­dres el golpe sordo del pla­ti­llo de la ba­lan­za car­ga­do con la com­pen­sa­ción. Marga se­guía sus pa­la­bras con una aten­ción que debió de ser­vir de aci­ca­te a su com­pa­ñe­ro, aun­que éste ig­no­ra­ra la razón —es decir, yo— de aque­lla de­fe­ren­cia. Lo dejó ha­blar. Y de ese to­rren­te de con­fi­den­cias que tanto con­tras­ta­ban con el dul­cí­si­mo sabor del pas­tis­set emer­gió una ima­gen de Faus­tino aún más te­ne­bro­sa que su pre­sen­cia noc­tur­na en una calle so­li­ta­ria y poco alum­bra­da. La con­fu­sión de mi her­ma­na llegó a ser in­so­por­ta­ble. ¿Qué pre­ten­día con esa con­fe­sión? ¿Ahu­yen­tar­la? ¿Ate­mo­ri­zar­la? Marga ya sabía que a él ni le gus­ta­ba ni bus­ca­ba la com­pa­sión; y que tam­po­co pa­re­cía enor­gu­lle­cer­se de su re­sen­ti­mien­to. Lo que la con­fun­día era no saber cuál era el sen­ti­do úl­ti­mo de aque­lla ex­plo­sión de sin­ce­ri­dad. ¿Tal vez apro­ve­char la única opor­tu­ni­dad que ha­bría te­ni­do en su vida de poder ex­pre­sar­se así? ¿O acaso sabía —¡y cómo!— que ella tam­po­co había te­ni­do nunca una opor­tu­ni­dad se­me­jan­te? ¿O en la vi­gi­lan­cia a que la tenía so­me­ti­da había des­cu­bier­to que tenía una her­ma­na —o sea, yo— y des­pués se había in­ven­ta­do esa pa­tra­ña por la que Marga no podía, ob­via­men­te, dejar de in­tere­sar­se? Marga me re­co­no­ció que esa ocu­rren­cia fue muy pos­te­rior a las re­ve­la­cio­nes de aquel en­cuen­tro do­mi­ni­cal, por­que mien­tras lo oyó en con­fe­sión ni paró mien­tes en que una his­to­ria con­ta­da con esa con­vic­ción pu­die­ra ser in­ven­ta­da, una men­ti­ra in­tere­sa­da. Se­guía el hilo de la na­rra­ción sin per­ca­tar­se de que le es­ta­ban con­tan­do, ca­mu­fla­da, su pro­pia vida, aun­que al revés. ¿Por qué Marga lo vio como a un alma ge­me­la, en vez de como lo único que podía de­du­cir­se de sus re­ve­la­ción: una ame­na­za? La so­le­dad es mala con­se­je­ra, desde luego; y peor cuan­do una huye de ella, que era el caso de Marga. Lo hacía, eso sí, sin pre­ci­pi­ta­ción ; por­que eran ya mu­chos años en su com­pa­ñía como para lan­zar­se a la aven­tu­ra por cual­quier senda pro­mi­so­ria que se abrie­ra ante ella. ¿Fue, acaso, la voz? Marga no sabía ex­pli­car­lo bien, pero por el modo como ges­ti­cu­la­ba y sus­pen­día las fra­ses a medio decir es muy po­si­ble que Faus­tino —a quien la for­tu­na no podía haber des­he­re­da­do to­tal­men­te— tu­vie­ra una voz —yo sólo le oí un grito aho­ga­do— capaz de crear un am­bien­te lleno de ca­li­dez, se­re­ni­dad y ter­nu­ra, a pesar de las duras acu­sa­cio­nes que ver­tía con­tra sí mismo, des­nu­dán­do­se mo­ral­men­te ante mi her­ma­na. A ella tuvo que des­lum­brar­la no sólo la in­ti­mi­dad que le­van­tó aque­lla voz, como una bur­bu­ja que los ais­la­ra de lo que les ro­dea­ba, sino tam­bién la re­pen­ti­na y pro­li­ja sin­ce­ri­dad de un hom­bre, ¡nada menos que de un hom­bre! Usted sabe, doc­tor, que las mu­je­res somos más dadas a las con­fi­den­cias. Juz­gue, pues, cuál no ha­bría de ser el pasmo que se debió de apo­de­rar de mi her­ma­na. Faus­tino se arries­gó, por­que no sabía cómo po­dría reac­cio­nar Marga, pero le salió bien la ju­ga­da. No es que a par­tir de aquel en­cuen­tro se vol­vie­ran in­se­pa­ra­bles, por­que, a pesar de todo lo que le he con­ta­do, pasó su tiem­po antes de que vol­vie­ran a en­con­trar­se. Marga se asus­tó. Se aco­bar­dó.

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Fecha de publicaciónJulio 2010
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