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Jugo d’scondit

Segunda parte

Dimas Mas
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El jugo d’scon­dit es cruel y, cuan­do se pier­de, no sien­ta nada bien, ni al cuer­po ni al alma, sea ésta lo que sea. Ade­más, es el único jugo en el que es im­po­si­ble de­jar­se ganar sin que quien tal haga no se cubra con la mayor de las vergüenzas.

Como en cual­quier otro orden de la vida, yo apren­dí de be­rrin­che en be­rrin­che, a cada cual mayor. No había —¡no hay!— otro mé­to­do. Por eso papá se salvó, ¡y tan rá­pi­da­men­te!, aque­lla pri­me­ra noche de mi ini­cia­ción en lo que a mí me pa­re­ció la razón de ser de nues­tra fa­mi­lia, a juz­gar por la so­lem­ni­dad del ri­tual, por la pa­sión que todos po­nía­mos en ocul­tar­nos o en bus­car y, sobre todo, por el olea­je de risas y más risas en una marea que cre­cía hasta hacer des­a­pa­re­cer las he­ri­das do­lo­ro­sas del no ha­llar y del ser ha­lla­do.

De hecho, aún hoy, a pesar de que la ar­tri­tis les ha vuel­to tor­pes, a papá y a mamá, y Josu y Va van so­bra­dos de qui­los, de in­far­tos y de lum­bal­gias por el es­trés de la vida des­qui­cia­da que lle­van («para con­quis­tar una mejor po­si­ción», dicen..., lo que a mí siem­pre me ha so­na­do a un mejor scon­dit; aun­que en­se­gui­da me de­ja­ron claro, con ese aire suyo de su­pe­rio­ri­dad que nunca han per­di­do res­pec­to a mí, que no, que esa po­si­ción es para ser vis­tos, no para no ser des­cu­bier­tos...); aún hoy, decía, cuan­do so­le­mos re­unir­nos, por Na­vi­dad, al­gu­na otra fes­ti­vi­dad, algún aniver­sa­rio, al­gu­na ono­más­ti­ca, o al­guno de sus im­por­tan­tes as­cen­sos pro­fe­sio­na­les, que no des­lum­bran tanto a papá y a mamá como a ellos les gus­ta­ría..., no de­ja­mos pasar la oca­sión en vano y aca­ba­mos dis­fru­tan­do de una dispu­tada par­ti­da de jugo d’scon­dit, como si fuera una jarra fres­qui­ta del mejor y más sa­bro­so de los jugos de la fruta más dulce. (Por­que, eso sí, pocos jugos hay, como el scon­dit, que sean tan ra­di­cal­men­te nue­vos y di­fe­ren­tes cada vez que se prac­ti­can.)

Aun­que los cua­tro aca­ban di­cien­do que es por­que yo in­sis­to tanto..., lo cier­to es que, si yo me muer­do la len­gua y no se lo pro­pon­go, en­se­gui­da uno u otro salen con eso de que estoy muy cam­bia­do, de que qué raro que no les haya pro­pues­to echar un trago, que si ya he sen­ta­do la ca­be­za de una vez por todas y cosas así: au­tén­ti­cos ro­deos para no decir que se mue­ren de ganas de salir co­rrien­do a bus­car un scon­dit o a per­se­guir a los scon­di­dos.

Pero si­ga­mos con aque­lla pri­me­ra noche...

Entré en la co­ci­na con la se­gu­ri­dad de que sal­dría vic­to­rio­so, de que el gesto de mi rí­gi­do dedo to­do­po­de­ro­so pre­ce­de­ría al nom­bre de quien no ten­dría tiem­po ni es­pa­cio para lle­gar antes que yo al sofá de la im­po­si­ble sal­va­ción. Que es­tu­vie­ran los tubos de neón en­cen­di­dos en modo al­guno sig­ni­fi­ca­ba que aquel es­pa­cio hu­bie­ra sido des­pre­cia­do, por­que la cla­ri­dad era un ali­cien­te para salir con bien del reto de la gua­ri­da in­vi­si­ble, in­de­tec­ta­ble. Cuan­ta más luz hu­bie­ra, mayor el reto.

Inicié la bús­que­da por el ar­ma­rio es­co­be­ro, re­cha­zan­do la ten­ta­ción de su­mer­gir­me en el mue­ble de de­ba­jo del fre­ga­de­ro, donde tan­tos en­va­ses mul­ti­co­lo­res pa­re­cían in­ci­tar­me a des­cu­brir, entre ellos, los ojos ver­des de Va o las uñas rojas de mamá. Si no había suer­te entre el mocho, las ces­tas, la es­co­ba y el ca­rri­to de la com­pra, no lo du­da­ría: ¡di­rec­to a las hu­me­da­des de de­ba­jo de la pila! Entré, ya digo, con la de­ter­mi­na­ción de triun­far al pri­mer in­ten­to, y a punto es­tu­ve de lo­grar­lo, por­que entre los palos de los úti­les de lim­pie­za tuve la se­gu­ri­dad de haber des­cu­bier­to las pier­nas fla­cu­chas de Josu.

Ape­nas toqué una de ellas se me dis­pa­ró el dedo hacia la ar­bo­le­da en pe­num­bra. Grité Josú, Josú, por­que me pa­re­cía que era más él que si hu­bie­ra gri­ta­do Josu, Josu, y es­tu­ve a punto de salir co­rrien­do para el sofá. Me de­tu­vo el hecho de que no hu­bie­ra nin­gún co­na­to de for­ce­jeo, por­que mis her­ma­nos, los dos, siem­pre han te­ni­do mal per­der, por lo menos desde que yo em­pe­cé a ga­nar­les. Que los en­con­tra­ran papá o mamá hasta casi les gus­ta­ba, ¡pero que los en­con­tra­ra yo...! Aún no había abier­to si­quie­ra la puer­ta del ar­ma­rio es­co­be­ro, por lo que acep­té mi de­rro­ta par­cial y seguí bus­can­do.

El bos­que se me vol­vió, casi de re­pen­te, una som­bra os­cu­ra, ame­na­za­do­ra. Oía voces de ani­ma­les que me asus­ta­ron le­ve­men­te. El vien­to co­men­zó a so­plar con fuer­za y ca­ye­ron los pri­me­ros copos de nieve que yo con­fun­dí, en mi in­ge­nui­dad, con los res­tos de polvo de las es­co­bas. Oí un pi­co­teo como de pá­ja­ro car­pin­te­ro, aun­que yo ig­no­ra­ra en­ton­ces la exis­ten­cia de esos pá­ja­ros de cres­ta punki; pero el jugo d’scon­dit tenía esas cosas ma­ra­vi­llo­sas: la reali­dad se te pre­sen­ta­ba con su nom­bre y sus ape­lli­dos, y lo único que te­nías que hacer era abrir los sen­ti­dos para em­pa­par­te de ella.

An­du­ve un buen rato al ritmo de aque­llos pi­co­ta­zos mu­si­ca­les, tra­zan­do sen­de­ros re­tor­ci­dos como los ca­mi­nos de mis pri­me­ros di­bu­jos in­fan­ti­les, pero no tardé en de­te­ner­me y con­ven­cer­me de que mar­cha­ba hacia nin­gu­na parte. A buen ritmo, sin duda, pero hacia nin­gu­na parte. Me asus­té. Tenía tres años y era mi pri­me­ra par­ti­ci­pa­ción en el jugo. Sin saber qué ni cómo ni por qué ni a cuen­to de qué, sabía que se es­pe­ra­ba algo gran­de de mí, una gesta que fuera capaz de des­lum­brar­les y de con­se­guir, desde tan tem­prano el res­pe­to que se debe a los igua­les.

En mi ca­mino de vuel­ta, no menos si­nuo­so que el de ida, tro­pe­cé con inaca­ba­bles hi­le­ras de pro­ce­sio­na­rias del pino cuya mar­cha no quise in­te­rrum­pir con mis pi­sa­das y, poco antes de de­tec­tar las blan­cas ga­rra­fas de agua mi­ne­ral que se­ña­la­ban la cer­ca­nía de aque­llos a quie­nes me había em­pe­ña­do en bus­car por pa­ra­jes tan com­pli­ca­dos y som­bríos, me salió al paso un enor­me ja­ba­lí can­sa­do, ja­dean­te y con los col­mi­llos as­ti­lla­dos.

Lo pri­me­ro que pensé es que había em­bes­ti­do a Josu y que, al cho­car con­tra sus pier­nas es­que­lé­ti­cas, se le ha­bían que­da­do en ese la­men­ta­ble es­ta­do. Ni se in­mu­tó por mi pre­sen­cia, como si vol­vie­ra de­rro­ta­do de una gran ba­ta­lla y yo fuera menos que un po­si­ble enemi­go inofen­si­vo.

—¿De dónde vie­nes, ja­ba­lí? —ante su im­po­nen­te pre­sen­cia, ¡tanto me im­pre­sio­na­ron su cor­pu­len­cia, el la­men­ta­ble es­ta­do de sus po­de­ro­sos col­mi­llos y su mi­ra­da llena de una ex­tra­ña sa­bi­du­ría me­lan­có­li­ca!, no fui capaz de uti­li­zar el lu­si­vo len­gua­je fa­mi­liar que en casa usá­ba­mos, sin em­bar­go, tan ar­bi­tra­ria­men­te que era casi im­po­si­ble apren­der a usar­lo con pro­pie­dad, pues al prin­ci­pio creí que sólo se uti­li­za­ba mien­tras du­ra­ba el jugo, pero no tardé en per­ca­tar­me de que sal­ta­ba del jugo a «la vida co­rrien­te y mo­lien­te» —¡otra de las ex­pre­sio­nes in­com­pren­si­bles de mis pa­dres!—, y que, de ésta, vol­vía, aun­que sólo en parte, al jugo...

—De hacia donde tú ibas.

—¿A nin­gu­na parte?

—Así es.

—¿Y cómo te has re­ven­ta­do los col­mi­llos?

—Por­que cho­qué con­tra ella...

—¿Con­tra nin­gu­na parte?

—Con­tra ella, sí.

—¿Y cómo es?

—Ni si­quie­ra la vi... Lle­gué, cho­qué y volví, como me ves...

—Tuve suer­te, pues...

—No exis­te la suer­te en el jugo d’scon­dit...

—¿Y tú cómo lo sabes?

—¿Y cómo no lo sabes tú...?

—¿He de sa­ber­lo?

—Sí, pues ju­gan­do estás...

—Ya lo sé, ahora sí.

—No lo ol­vi­des jamás.

—Jamás, gra­cias a ti. ¿Y no ha­brás visto...?

—¡A cie­gas voy, cuan­do em­bis­to!

—Pues no hay más que ha­blar.

—Re­có­ge­te, anda, que co­mien­za a helar...

Obe­de­cí de buena gana, por­que tenía razón y por­que me miró de un modo tal que no pa­re­cía dis­pues­to a acep­tar nin­gu­na otra pre­gun­ta ni, mucho menos, una desobe­dien­cia.

Ade­más del frío hú­me­do que em­pe­cé a sen­tir, tuve la cer­te­za de que por esos pai­sa­jes fo­res­ta­les no iba a en­con­trar a nadie, y con esa se­gu­ri­dad no dudé en des­pe­dir­me cor­tés­men­te del ja­ba­lí as­ti­lla­do y agra­de­cer­le la va­lio­sa in­for­ma­ción que me había fa­ci­li­ta­do y que tanto ha­bría de ser­vir­me, en el fu­tu­ro, no sólo para el jugo d’scon­dit, sino para la vida en ge­ne­ral: que la suer­te no exis­tía.

Men­ti­ría si di­je­se que eso lo en­ten­dí cuan­do me lo dijo, te­nien­do yo en­ton­ces aque­llos tres añi­tos inocen­tes y pug­na­ces de mi pri­me­ra par­ti­ci­pa­ción en el jugo. Lo que sí re­cuer­do es que se me quedó, por­que yo nunca he sido muy rá­pi­do para en­ten­der las cosas, pero jamás me he dado por ven­ci­do fren­te a ellas.

Se me quedó, como digo, y fui ru­mian­do cuál po­dría ser el sen­ti­do de una afir­ma­ción como aque­lla, tan con­tra­ria a lo que siem­pre oí desde en­ton­ces acer­ca de la suer­te que se tiene, o de la que se ca­re­ce, cada vez que se dis­fru­ta del jugo, el del scon­dit, o cual­quier otro.

¡Cuan­tí­si­mas veces no he oído, desde aque­lla tier­na edad, que lo que nos pasa es cosa de mala o de buena suer­te! La sor­pren­den­te re­fle­xión del ja­ba­lí col­mi­ro­to me ayudó mucho, por­que pres­cin­dir de la suer­te cuan­do se par­ti­ci­pa en el jugo es el mejor mé­to­do para salir triun­fan­te en él. Y cuan­to más me de­cían mis her­ma­nos, cada vez que los des­cu­bría: «¡Vaya for­tu­na la tuya, ma­lan­drín!», más or­gu­llo­so me sen­tía yo de no ser ayu­da­do por ella.

Lo cier­to es que no sa­bría decir cómo se pres­cin­de vo­lun­ta­ria­men­te de la suer­te, si ésta es, como todo el mundo dice sa­ber­lo, algo que no de­pen­de de no­so­tros. Pero, por fa­bu­lo­so que pueda pa­re­cer mi re­la­to —y estoy acos­tum­bra­dí­si­mo a que no se me crea—, yo sé que pres­cin­día de ella, y que lo hacía, po­dría decir, hasta con fiera de­ter­mi­na­ción.

Me lan­za­ba siem­pre a la bús­que­da mo­vi­do por la con­fian­za en mi ca­pa­ci­dad para de­tec­tar aque­llas res­pi­ra­cio­nes re­pri­mi­das; los su­ti­lí­si­mos mo­vi­mien­tos de una pier­na o una mano que co­men­za­ban a dor­mir­se; el casi in­apre­cia­ble fro­ta­mien­to de una nariz cuyo picor ame­na­za­ba con pro­vo­car un es­tor­nu­do; el aho­ga­do sil­bi­do de un ca­ta­rro mal cu­ra­do; el roce im­per­cep­ti­ble del vuelo del pan­ta­lón, de la falda o de la cha­que­ta sobre una puer­ta, una pared o un mue­ble; el de­la­tor re­co­gi­mien­to de los pies para hur­tar la vi­sión de­la­to­ra de la pun­te­ra de los za­pa­tos, y, en de­fi­ni­ti­va, de cuan­tos in­di­cios per­mi­tie­ran des­cu­brir a los de­vo­tos del ocul­tis­mo.

Salí del ar­ma­rio es­co­be­ro con mal pie, pues tro­pe­cé en la pila de las ga­rra­fas y por bien poco no acabé dán­do­me un golpe de gra­cia en la ca­be­za con­tra la mesa de már­mol que hay fren­te a él. Logré evi­tar­lo con no poco sen­ti­do del equi­li­brio por mi parte y, ya se­gu­ro sobre mis pies, me di­ri­gí al ar­ma­rio que hay bajo el fre­ga­de­ro. Lo abrí y lo cerré en lo que se tarda en abrir y ce­rrar los ojos cuan­do nos dan, de ma­yo­res, una no­ti­cia ines­pe­ra­da que, de bue­nas a pri­me­ras, no que­re­mos creer, por­que se nos an­to­ja un men­sa­je in­creí­ble. ¡Creí haber des­cu­bier­to a mamá entre el tam­bor de la sal del la­va­va­ji­llas y el bos­que arco iris de las le­jías, los ja­bo­nes, los geles, los vimes, los es­tro­pa­jos y los guan­tes! Eché a co­rrer como un lo­qui­llo hacia el sofá y, ape­nas hube en­tra­do en el salón, le­van­té la vista para de­sen­ga­ñar­me con el jarro de agua bien fría de la de­cep­ción: mamá y papá es­ta­ban sen­ta­dos en el sofá, co­gi­dos de la mano y dán­do­se unos be­si­tos in­ter­mi­na­bles, lo que siem­pre me pa­re­ció que era, y aún lo sigue sien­do, su afi­ción fa­vo­ri­ta. Me son­rie­ron, ar­quea­ron los ojos y mo­vie­ron las ca­be­zas, cada uno hacia un ex­tre­mo opues­to del sofá, como dis­cul­pán­do­se, pero dando por sen­ta­do que la vida es cruel, que tiene esas cosas y que cada cual ha de cum­plir con la parte es­ti­pu­la­da en el con­tra­to del jugo, y que no valen blan­den­gue­rías ni fa­ci­li­da­des de nin­gu­na clase.

Tam­po­co se valía, ade­más, de­la­tar a nadie. ¡Eso es­ta­ba ar­chi­prohi­bi­do! De ahí que, des­pués de con­so­lar­me con su muda inex­pre­si­vi­dad, papá y mamá vol­vie­ron a sus ca­ran­to­ñas, sus be­si­tos y sus con­fi­den­cias su­su­rra­das, como lo ha­cían tan a me­nu­do, para que nin­guno de no­so­tros su­pié­ra­mos de qué ha­bla­ban. In­clu­so hubo una época en que se ha­bla­ron en in­glés para, como ellos de­cían, have just a bit of pri­vacy, «tener cier­ta in­ti­mi­dad», pero de­ja­ron de ha­cer­lo a me­di­da que no­so­tros lo íba­mos apren­dien­do, no sin la co­rres­pon­dien­te di­fi­cul­tad, al menos por mi parte, pues Va y Josu siem­pre fue­ron algo así como au­tén­ti­cos es­tu­dian­tes mo­de­lo. ¡Lo que les pirra a todos los pa­dres, vamos!

No re­cuer­do por qué de­ci­dí ol­vi­dar­me de la co­ci­na y di­ri­gir­me hacia el cuar­to de baño pe­que­ño en vez de ha­cer­lo hacia cual­quier otro lugar de la casa con más scon­dri­jos, pero «ese sexto sen­ti­do» que, des­pués de mi bau­tis­mo en el jugo, di­je­ron todos que tenía muy desa­rro­lla­do para mi edad, me llevó hasta allí.

Paseé la vista por el re­du­ci­do es­pa­cio del amado y te­mi­do lugar y re­nun­cié a abrir la tapa del váter y la del gran ar­ma­rio de las toa­llas, los ro­llos de papel hi­gié­ni­co, el bo­ti­quín, las me­di­ci­nas y otros ca­chi­va­ches cuyo nom­bre y uso des­co­no­cía. No me pa­sa­ron desa­per­ci­bi­dos los dos ces­tos de ropa sucia, lle­nos hasta el borde, por­que ese día había llo­vi­do a mares y mamá no había po­di­do hacer nin­gu­na la­va­do­ra, de lo que nos en­te­ra­mos todos per­fec­ta­men­te por­que, du­ran­te la cena, no dejó de bom­bar­dear a papá con la misma queja: «¿Te das cuen­ta de por qué ne­ce­si­ta­mos una se­ca­do­ra, y que no es un ca­pri­cho mío?», y cuan­do mamá se apea­ba del len­gua­je lu­si­vo fa­mi­liar, ello sig­ni­fi­ca­ba que la cosa se ponía más que seria...

De aque­lla in­sis­ten­te re­cla­ma­ción, sin duda, debió de ve­nir­me la ocu­rren­cia de que en uno de aque­llos ces­tos te­nían que estar Va o Josu. Cu­rio­sa­men­te, me pasó desa­per­ci­bi­do que la toa­lla de baño se hu­bie­ra caído del col­ga­dor y es­tu­vie­ra toda arru­ga­da en la ba­ñe­ra, pero yo había de­ci­di­do que tenía que bu­cear en los ces­tos de ropa sucia y nada pa­re­cía capaz de apar­tar­me de esa de­ci­sión, ¡ni aun lo que, a voz en grito, me in­di­ca­ba que por fuer­za tenía que re­pa­rar en ello! Yo a lo mío, afe­rra­do a mi in­tui­ción de re­cién ini­cia­do en el jugo.

Y lo mío fue me­ter­me de ca­be­za en el pri­me­ro de los ces­tos, el de la ropa de color. Repté entre cal­zon­ci­llos de ofen­si­va pre­sen­cia, ca­mi­se­tas in­mi­se­ri­cor­des con el ol­fa­to, ca­mi­sas lle­nas de plie­gues como dunas de playa, cal­ce­ti­nes que se me pe­ga­ban como fe­ro­ces san­gui­jue­las, algún su­je­ta­dor con pe­li­gro­sas va­ri­llas me­tá­li­cas y hasta in­clu­so pude casi ex­ten­der­me sobre una toa­lla que aún con­ser­va­ba algún ras­tro im­pre­ci­so de olor a mamá. Cuan­tas más pren­das re­mo­vía, en aquel api­la­mien­to in­for­me, más me hun­día, para mi de­cep­ción, hacia la base del cesto. Si lle­ga­ba a ella, ha­bría per­di­do de todas todas la par­ti­da.

Cuan­do lu­cha­ba por li­be­rar el cue­llo de la manga de un pi­ja­ma con­de­co­ra­do de le­ga­ñas, per­ci­bí el so­ni­do de un mo­vi­mien­to tan cau­te­lo­so y apren­di­do que, en aquel pre­ci­so mo­men­to, com­pren­dí que Va o Josu, ¡o a lo mejor ambos al ali­món!, se des­pla­za­ban como ser­pien­tes desde la ba­ñe­ra o desde el otro cesto hacia el sofá. Lo ha­cían con tanto si­gi­lo que ni si­quie­ra podía estar se­gu­ro de que fuera ver­dad lo que es­ta­ba ima­gi­nan­do. Oía un roce tan ate­nua­do que no podía dis­cer­nir si era mi pro­pio cuer­po el que, en­vuel­to entre tanta pren­da, lo pro­du­cía. Por eso no salí. Y por­que, desde el fondo del cesto me hu­bie­ra sido im­po­si­ble lle­gar a tiem­po para evi­tar que se sal­va­ran.

¡Qué ganas de llo­rar me en­tra­ron! Mi pri­me­ra par­ti­da de jugo d’scon­dit, y había fra­ca­sa­do «con todas las de la ley», lo que en modo al­guno era con­sue­lo que me pu­die­se ani­mar. Tan gran­de fue mi de­cep­ción que, en vez de salir del cesto y re­co­no­cer mi de­rro­ta, per­ma­ne­cí en él, ro­dea­do de la ropa fra­ca­sa­da, ¡la única com­pa­ñía que me me­re­cía!

No lloré —por­que me pa­re­ció que, si lo hacía, me de­rro­ta­ban dos veces—, pero me con­so­lé per­dién­do­me en la es­pe­su­ra de tanto te­ji­do des­pre­cia­do como con el que me iba en­con­tran­do. Como un baile de vam­pi­ros, un aque­la­rre de fan­tas­mas o los es­pí­ri­tus so­la­rie­gos de las psi­co­fo­nías, aque­llas pren­das se acer­ca­ron a con­so­lar­me mien­tras, en el fondo del cesto, su­da­ba mi tris­te­za.

—Vamos, Ma­nu­li­llo, ¿te vas a poner a llo­rar por per­der cuan­do aca­bas, como quien dice, de apren­der a jugar? ¡Ánimo, cha­va­lín! —trató de con­so­lar­me una ca­mi­sa de papá a la que no pa­re­cía mo­les­tar­le una in­de­co­ro­sa man­cha de café en la pe­che­ra—. Ibas muy bien en­ca­mi­na­do, pero no­so­tros no po­día­mos avi­sar­te de que justo de­ba­jo de esa toa­lla que has pre­fe­ri­do no le­van­tar es­ta­ba tu her­mano Josu, con la res­pi­ra­ción tan con­te­ni­da que hasta hemos te­mi­do por su vida...

—¿Por su vida?

—Por ella, sí, por­que lle­váis esto del jugo a unos ex­tre­mos que el día menos pen­sa­do aca­ba­réis dán­doos un dis­gus­to...

—¿Dán­do­nos?

—Cual­quie­ra de vo­so­tros, sí, sin dis­tin­gos, por­que bru­tos los pa­dres y bru­tos los hijos, y de tal palo tal as­ti­lla, y donde na­cie­res haz lo que vie­res...

—Con­clu­yen­do, ya s’había scon­di­do al­guno al­gu­na baza junto a vo­so­tros, ¿no?

—¡Pues claro!

—¿Y Va?, ¿’staba ahí al lado, con la ropa blan­ca?

—¡Pre­mio al rapaz!

—¡Mala pata!

—Ellos no sa­bían que tú es­ta­bas aquí. Te creían por otro cuar­to, por eso han sa­li­do de sus lu­ga­res ocul­tos y se han sal­va­do.

—¡Ay, cómo rabio!

—¡Y qué pla­cer, el nues­tro, de te­ner­te aquí con no­so­tros! —dijo un cal­ce­tín con una voz tan nasal que pa­re­cía estar pin­zán­do­se las na­ri­ces con cier­ta afec­ta­da ele­gan­cia para no oler­se a sí mismo—. ¡Ya te­nía­mos ganas de que al­guien ca­ye­ra por estos lares tan evi­ta­dos por todos vo­so­tros, salvo tu madre!

—Yo soy muy niño to­da­vía.

—¿Y yo no soy pe­que­ña? —dijo una bra­gui­ta verde con lu­na­res blan­cos de Va.

—¿Y las risas son por mis pa­la­bras?

—No, lo son por­que, a pesar de que no­so­tros nos con­ta­mos mu­chas cosas de nues­tros usua­rios, casi nunca te­ne­mos la opor­tu­ni­dad de ha­blar con al­guno de ellos como ahora lo ha­ce­mos con­ti­go.

—Yo casi soy in­ca­paz...

—A todo se apren­de, in­clu­so a bus­car; pero para des­a­pa­re­cer con ha­bi­li­dad se ne­ce­si­ta más un don que un buen apren­di­za­je, ¡y tú tie­nes ese don, Ma­nu­lón, vaya que sí! —di­je­ron con ad­mi­ra­ción y al uní­sono, dos guan­tes de lana con res­tos de barro seco en las yemas de los dedos—. Y te lo de­ci­mos no­so­tros que nos pa­sa­mos media vida per­di­dos tanto en los si­tios más re­cón­di­tos como en los más vi­si­bles, igual que les ocu­rre a los pa­ra­guas, aun­que ellos no son del todo como no­so­tros, a pesar de la tela: no tie­nen ese con­tac­to es­pe­cial, ín­ti­mo, que te­ne­mos no­so­tros con todos vo­so­tros.

Du­ran­te aque­lla con­ver­sa­ción ines­pe­ra­da me acabé con­vir­tien­do en el cen­tro de la reunión, a juz­gar por cómo pa­re­cían re­vo­lo­tear y arras­trar­se a mi al­re­de­dor aque­llas pren­das de las que jamás hu­bie­ra pen­sa­do que pu­die­ran ser tan par­lan­chi­nas, ¡y tan cu­rio­sas!, como en ver­dad lo eran. Se qui­ta­ban unas a otras la pa­la­bra con unas ur­gen­cias que pa­re­cie­ra que fuera a de­sin­te­grar­se el cesto y todos no­so­tros con él si ellas no hu­bie­ran po­di­do decir lo que te­nían en la punta de la len­gua y en el bol­si­llo del co­ra­zón.

—No tie­nes que ape­nar­te, Ma­nu­li­llo. Saber dis­fru­tar del jugo d’scon­dit sig­ni­fi­ca acep­tar con ale­gría cual­quie­ra de los po­si­bles re­sul­ta­dos: no en­con­trar, ha­cer­lo; ser en­con­tra­do, no serlo. O, en tu caso, como ahora su­ce­de, ha­ber­se aca­ba­do el jugo y haber tú des­a­pa­re­ci­do, para in­quie­tud de tus pa­dres y her­ma­nos, quie­nes es­ta­rán pen­san­do que has de­ci­di­do se­guir ju­gán­do­lo, a tu aire, sin de­cir­le nada a nadie, por lo que, muy pro­ba­ble­men­te, an­da­rán como locos bus­cán­do­te por toda la casa.

—¿Y tú cómo lo sabs? —pre­gun­té yo, ex­tra­ña­do de que un pan­ta­lón no sólo su­pie­ra tanto, sino de que, ade­más, lo di­je­ra con ese aire de au­to­ri­dad que tanto me im­pre­sio­nó. Cuan­do oí, tiem­po des­pués, en casa de un ami­gui­to, esa cu­rio­sa ex­pre­sión de «te voy a de­mos­trar yo quién lleva los pan­ta­lo­nes en esta casa», es­tu­ve a punto de me­ter­me donde no me lla­ma­ban (una pe­leí­ta entre sus pa­dres) para acla­rar el ver­da­de­ro papel de los pan­ta­lo­nes, pero pre­fe­rí ca­llar antes de que, ade­más de por muy raro, me tu­vie­ran por un loco re­ma­ta­do, como pasó des­pués cuan­do...; pero mejor no me ade­lan­to.

—Llevo mucho ca­mi­na­do por esta casa, mu­cha­cho, mucho... —in­sis­tió el pan­ta­lón, con el aire de su­fi­cien­cia que acabo de men­cio­nar—, y con­vie­ne que me hagas caso y sal­gas al en­cuen­tro de quie­nes ha­brán em­pe­za­do a bus­car­te de una forma tan anár­qui­ca como la tuya, por­que lo vues­tro sí que tiene tela...

Ha­bla­ban todas las pren­das de un modo ex­tra­ño y con­fian­zu­do, como si toda la fa­mi­lia fué­ra­mos una co­lec­ción de locos a quie­nes ellas tu­vie­ran que so­por­tar sus ma­nías, y prin­ci­pal­men­te la de ocul­tar­nos a la per­fec­ción. No puedo negar que, a pesar de mi dis­gus­to y de mis ganas de llo­rar, tuve, en algún mo­men­to, ganas de reír, o mejor dicho, de son­reír, por­que el gesto de preo­cu­pa­ción del pan­ta­lón, al que se le subía y ba­ja­ba la cre­ma­lle­ra como si ésa fuera su ma­ne­ra de ma­ni­fes­tar­la, com­pe­tía con el del su­da­do cal­ce­tín, que as­cen­día, rep­tan­do, hasta el cielo del cesto para, desde allí, di­la­tan­do y en­co­gien­do el elás­ti­co, du­pli­car la in­quie­tud que, a todas ellas, les pro­du­cía mi in­sis­ten­cia en per­ma­ne­cer ocul­to.

—A tu ma­ne­ra, Ma­nu­li­llo, has con­se­gui­do con­ver­tir una de­rro­ta en una vic­to­ria: pue­des estar or­gu­llo­so. Pero te con­vie­ne se­guir nues­tro con­se­jo y salir al en­cuen­tro de los tuyos. Si alar­gas en ex­ce­so su desa­so­sie­go es muy pro­ba­ble que no les que­den ganas de vol­ver a jugar nunca más, y en­ton­ces sí que tu de­rro­ta lo será de ver­dad, en vez de que este jugo d’scon­dit sea para ti, como así habrá de ser, crée­nos, una fuen­te eter­na de sa­tis­fac­cio­nes...

Que su­pie­ran, ade­más de lo que es­ta­ba pa­san­do, lo que me iba a pasar en el fu­tu­ro sí que me dejó pa­ra­do. Me cos­ta­ba mucho, en aquel en­ton­ces, se­guir las con­ver­sa­cio­nes de los ma­yo­res, por­que ha­bla­ban de tal ma­ne­ra que me era im­po­si­ble en­ten­der­les. Ni si­quie­ra cuan­do lo ha­cían Va y Josu solía en­te­rar­me de lo que ha­bla­ban, aun­que ellos lo ha­cían a pro­pó­si­to, por­que lo de sen­tir­se por en­ci­ma de los her­mano pe­que­ños es uno de los gran­des pla­ce­res que, al pa­re­cer, sue­len tener los her­ma­nos ma­yo­res, y de los que más les duran, por­que aún hoy tie­nen esa ten­ta­ción, ¡y caen en ella!, aun­que hagan el ri­dícu­lo.

Lo que no sa­bían ellos era que a mí me daba igual, que no me mo­les­ta­ba en ab­so­lu­to, y menos aún cuan­do, ju­gan­do, em­pe­zó a re­sul­tar­les im­po­si­ble en­con­trar­me. Tam­po­co hoy me im­por­ta. Y no me afec­ta en ab­so­lu­to que se em­pe­ñen en afear­me que doy toda la im­pre­sión de ha­ber­me ne­ga­do a cre­cer, como si fuera un re­di­vi­vo Peter Pan, por­que yo sé, ¡y ellos tam­bién!, que no es ver­dad, que nues­tro jugo d’scon­dit no es una vuel­ta al pa­sa­do, sino un pre­sen­te per­ma­nen­te. ¡El único!, para mí.

Dije que las pren­das de ropa sucia me de­ja­ron pa­ra­do, pero lo cier­to es que seguí su con­se­jo y no tardé mucho en con­se­guir lle­gar hasta el borde del cesto para poder aga­rrar­me al sa­lien­te del már­mol de la re­pi­sa del la­va­bo y, apo­yán­do­me en estas o en aque­llas pren­das, que no se que­ja­ron en ab­so­lu­to de mi des­con­si­de­ra­ción cuan­do les plan­ta­ba en­ci­ma las sue­las de mis za­pa­ti­llas, salir del cesto a os­cu­ras, pues mis dos her­ma­nos apa­ga­ron la luz justo antes de salir del la­va­bo para sal­var­se en el sofá de la ha­bi­ta­ción con­ti­gua, donde les es­pe­ra­ban papá y mamá.

¡Qué daño me hizo la con­tem­pla­ción de esa es­ce­na que nunca vi con los ojos de la cara y sí siem­pre con los mucho más aten­tos de la hu­mi­lla­ción y la en­vi­dia: mis her­ma­nos lle­gan­do, ven­ce­do­res, al sofá y sien­do aco­gi­dos con la mejor de las son­ri­sas por parte de nues­tros pa­dres, tan or­gu­llo­sos de ellos! Yo no creo haber sido nunca un niño ce­lo­so, pero en aque­lla oca­sión he de re­co­no­cer que los celos me re­con­co­mían...

Debió de ser, el de aque­lla noche, por­que no lo re­cuer­do, sino que me li­mi­to ahora a ima­gi­nar lo que debió de pa­sár­se­me por la ca­be­za, un mo­men­to de­ci­si­vo: o de­ja­ba de jugar para siem­pre o ya no de­ja­ba de jugar nunca, hasta con­se­guir des­qui­tar­me de aque­lla pri­me­ra de­rro­ta, no por es­pe­ra­da menos do­lo­ro­sa. Está claro qué de­ci­dí, ¿no?

Cuan­do salí del cesto me ex­tra­ñó no haber oído las voces de mi fa­mi­lia, pues, según me di­je­ron des­pués, fue­ron lla­mán­do­me, al pa­re­cer, por todas las ha­bi­ta­cio­nes. En­ton­ces me de­di­qué yo a bus­car­los a mi vez y se ve que es­tu­vi­mos per­si­guién­do­nos unos a otro y otro a los unos du­ran­te un buen rato, sin en­con­trar­nos, hasta que, al final, di con ellos o ellos die­ron con­mi­go, que ya no me acuer­do de cómo fue. ¡Bas­tan­te tuve con in­ten­tar so­fo­car la an­gus­tia que se iba apo­de­ran­do de mí a me­di­da que pa­sa­ba de uno a otro es­pa­cio de la casa y no los en­con­tra­ba!

No he ol­vi­da­do, sin em­bar­go, que fue en aque­lla oca­sión cuan­do mi padre me dijo algo tan enig­má­ti­co —y poco an­da­luz y lu­si­vo— como esto: «¡Pero es que que­rías des­a­pa­re­cer para siem­pre o qué!» Unas pa­la­bras que me im­pre­sio­na­ron por el ex­tra­ño es­ca­lo­frío que me re­co­rrió el cuer­po al oír­las, pues, sin serlo, a mí me so­na­ron a ame­na­za. Yo creo que ese día co­no­cí el miedo. Pero tam­bién el más des­con­cer­tan­te e in­ten­so de los pla­ce­res. ¡Jamás he vuel­to a oír otro «siem­pre» como el de aquel día!

¿Me ven­drá de en­ton­ces mi afi­ción a las pe­lí­cu­las de te­rror? La pa­la­bra «siem­pre», aso­cia­da a un scon­dit, se me re­ve­ló como algo ate­rra­dor y, al tiem­po, como la más ab­so­lu­ta per­fec­ción, ¿o no se tra­ta­ba de eso, con el jugo d’scon­dit, de que no te en­con­tra­ran nunca? Al oír­me­lo decir, ¡«nunca»!, el es­ca­lo­frío que me re­co­rrió el cuer­po me dejó aún más he­la­do que su ad­ver­sa­ria, «siem­pre».

¡Me­nu­do lío me hice con la una y con la otra! Tuve que dejar de pen­sar en ello en­se­gui­da, por­que ya no sabía qué era lo pro­pio del jugo, qué lo desea­ble y qué lo te­mi­ble, ¡o lo te­rri­ble! Lo que sí sé —hoy— es que mi afi­ción —de ayer y hasta hoy— a las pe­lí­cu­las de miedo tuvo su ori­gen en aque­llos es­ca­lo­fríos.

Bien mi­ra­da, una pe­lí­cu­la de te­rror, o de miedo, es una lar­guí­si­ma y an­gus­tio­sa par­ti­da de agri­dul­ce jugo d’scon­dit, por­que no hay nin­gu­na de esa clase en la que, en un mo­men­to u otro, los per­so­na­jes no bus­quen pasar desa­per­ci­bi­dos para al­guien o algo que los ame­na­za. Yo siem­pre las he visto desde la pers­pec­ti­va de mi afi­ción, y mien­tras los otros es­pec­ta­do­res se mo­rían de miedo, yo solía preo­cu­par­me de con­si­de­rar si los pro­ta­go­nis­tas, o quie­nes fue­ran, ha­bían sa­bi­do es­co­ger el lugar idó­neo en donde es­ca­par a la ame­na­za.

Apren­dí mu­chas cosas, en aque­llas pe­lí­cu­las, pero tam­bién me reí mu­chí­si­mo, para des­con­cier­to y es­cán­da­lo de con quie­nes com­par­tía la sala de pro­yec­ción o el sofá del cuar­to de estar de­lan­te de la te­le­vi­sión. No tardé mucho en darme cuen­ta de que cuan­to más tor­pes eran los pro­ta­go­nis­tas a la hora de ocul­tar­se, más le gus­ta­ba al pú­bli­co su fra­gi­li­dad, lo poco que iban a tar­dar en su­cum­bir a la mal­dad de la bes­tia, per­so­na o ente irre­co­no­ci­ble que los ame­na­za­ba.

Ba­ja­ran al só­tano o subie­ran al des­ván, ¡cómo no pen­sar que iban al en­cuen­tro de su des­cu­bri­dor, en vez de a un re­fu­gio se­gu­ro! ¡Y esa manía có­mi­ca de ce­rrar las puer­tas y ase­gu­rar­las con mue­bles, te­nien­do a sus es­pal­das unas her­mo­sas ven­ta­nas vul­ne­ra­bles...!

En con­ta­das oca­sio­nes quedé sor­pren­di­do o des­lum­bra­do. Re­cuer­do per­fec­ta­men­te una de ellas, cuan­do yo ya había de­ja­do de ser un niño e in­clu­so un mozo, en la que el vi­llano, el malo, un an­droi­de del fu­tu­ro, tenía la ca­pa­ci­dad de mi­me­ti­zar­se ab­so­lu­ta­men­te con todo cuan­to hu­bie­ra a su al­re­de­dor: cosa, ani­mal o per­so­na. Aún, des­pués de tan­tos años como han pa­sa­do desde que la vi, sigo con­tem­plan­do con los ojos ató­ni­tos, com­pla­ci­do y con emo­ción, una se­cuen­cia en la que el vi­llano, con­ver­ti­do en el suelo por el que los hé­roes aca­ba­ban de pisar, bus­can­do es­con­der­se de tan im­pla­ca­ble per­se­gui­dor, se er­guía hasta re­cu­pe­rar su forma de hu­ma­noi­de, dis­pues­to a se­guir ace­chán­do­los sin des­can­so. Es­tu­ve a punto de llo­rar, por la emo­ción que me pro­du­jo tan­tí­si­ma be­lle­za scon­di­tal, aun­que hu­bie­ra sido pro­du­ci­da por or­de­na­dor...

Que tu­vie­ra «truco», por así de­cir­lo, le res­ta­ba algo de be­lle­za, la ale­ja­ba de mi ex­pe­rien­cia per­so­nal, tan ape­ga­da a las po­si­bi­li­da­des reales de los es­pa­cios en los que nos mo­ve­mos. La ani­ma­ción por or­de­na­dor, ya se sabe, es capaz de crear lo que, hasta nues­tros días, nos había pa­re­ci­do sen­ci­lla­men­te im­po­si­ble; pero sus lo­gros, al menos para mí, no pue­den com­pe­tir con el in­ge­nio hu­mano a la hora de ha­llar el mejor scon­dit, a la hora de bur­lar al más ex­per­to bus­ca­dor.

De mayor lle­gué a pen­sar que me po­dría ganar la vida como ase­sor de ese tipo de pe­lí­cu­las, para po­ner­le, al mal, las cosas más com­pli­ca­das, o al bien menos fá­ci­les; pero no tardé en lle­gar a la con­clu­sión de que mis ex­pe­ri­men­ta­dos con­se­jos aca­ba­rían lle­van­do al fra­ca­so a quie­nes me con­tra­ta­ran, al im­pe­dir mis re­co­men­da­cio­nes que las fuer­zas to­do­po­de­ro­sas del mal fue­ran ex­ter­mi­nan­do, de uno en uno o de mil en mil, a los po­bres in­cau­tos inex­per­tos en el jugo d’scon­dit, antes de lle­gar al es­pe­ra­do en­fren­ta­mien­to con los hé­roes y he­roí­nas de turno.

En ese pre­cio­so mo­men­to del duelo final, los re­pre­sen­tan­tes del mal, que hasta en­ton­ces ha­bían lo­ca­li­za­do con ab­so­lu­ta fa­ci­li­dad a cuan­tos ha­bían pre­ten­di­do po­ner­se a salvo de la ame­na­za, se vol­vían cie­gos de re­ma­te —si se me per­mi­te la ex­pre­sión— y eran in­ca­pa­ces de des­cu­brir a los pro­ta­go­nis­tas (tan tor­pes scon­di­tis­tas como los com­par­sas), aun­que éstos es­tu­vie­ran a es­ca­sos cen­tí­me­tros de ellos.

¡Quién no sabe, ya, que el cine es men­ti­ro­so de na­ci­mien­to: puro truco y mon­ta­je! Pero las pe­lí­cu­las ex­ce­len­tes, las que me­re­cen el nom­bre de tales, y no el de meros pa­sa­tiem­pos, han de cui­dar mucho esos de­ta­lles donde se jue­gan algo tan fácil de eva­luar y sus­pen­der como di­fí­cil de con­se­guir: la ve­ro­si­mi­li­tud; que nos pa­rez­can cosa de la reali­dad nues­tra de cada día, no una dis­pa­ra­ta­da fan­ta­sía de vuelo ale­gre, li­viano y banal.

Du­ran­te mu­chos años, sin em­bar­go, me ayudó mucho a me­jo­rar mi téc­ni­ca de ocul­ta­ción la fi­gu­ra­ción de que, nada más em­pe­zar a oír el con­teo can­ta­rín que me obli­ga­ba a des­a­pa­re­cer, me con­ver­tía en el per­so­na­je pro­ta­go­nis­ta de una pe­lí­cu­la de te­rror y era yo, sin sala ni pan­ta­lla ni es­pec­ta­do­res ni mú­si­ca, quien había de huir de la ame­na­za mor­tal que se lan­za­ría a per­se­guir­me en pocos mi­nu­tos. La única mú­si­ca, si acaso, eran los atro­pe­lla­dos la­ti­dos de mi co­ra­zón, pero como me pa­re­ció que po­drían de­la­tar­me si el bus­ca­dor pa­sa­ba cerca de mí, tuve que apren­der a do­mi­nar­me, a se­re­nar­me, a con­ver­tir­los en una ca­den­cio­sa me­lo­día inau­di­ble, her­ma­na ge­me­la de mi res­pi­ra­ción apa­ga­da.

Cuan­do es­ta­ba solo, esa fi­gu­ra­ción ci­ne­ma­to­grá­fi­ca co­bra­ba vida pro­pia, por así decir, y mu­chas veces me veía an­dan­do por la casa y sen­tía a mis es­pal­das la pre­sen­cia de «algo» in­de­fi­ni­ble, in­des­crip­ti­ble, inima­gi­na­ble... Era siem­pre «algo», que tan pron­to se me apro­xi­ma­ba rep­tan­do si­len­cio­sa­men­te por el piso, como me ace­cha­ba sus­pen­di­do en el aire, a mi es­pal­da. Jamás me volví para cer­cio­rar­me... ¿de qué, en reali­dad? Sabía que me sería im­po­si­ble des­cu­brir qué fuera ese «algo». «Es­ta­ba ahí», y eso bas­ta­ba para es­tre­me­cer­me. A veces se me acer­ca­ba hasta casi pe­gár­se­me a la nuca, y no­ta­ba un frío como el que se cuela por una ven­ta­na que al­guien ha ol­vi­da­do ce­rrar en el in­vierno, des­pués de abrir­la para com­pro­bar si nieva o no, y que se nos clava como una es­pa­da de hielo. ¡Cuan­tí­si­mo tiem­po viví ob­se­sio­na­do por esa pre­sen­cia que no se de­la­ta­ba nunca, que me ame­na­za­ba cons­tan­te­men­te y que nunca pa­re­cía en­con­trar el mo­men­to ade­cua­do para ¿aca­bar con­mi­go! ¡Con qué cui­da­do ele­gía yo los lu­ga­res donde, gra­cias a mi ha­bi­li­dad, le daba a esa pre­sen­cia des­fi­gu­ra­da el mayor de los por­ta­zos en las na­ri­ces, si es que las tenía!

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Copyright ©Dimas Mas, 2009
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Fecha de publicaciónOctubre 2009
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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