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Jugo d’scondit

Segunda parte

Dimas Mas
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El jugo d’scondit es cruel y, cuando se pierde, no sienta nada bien, ni al cuerpo ni al alma, sea ésta lo que sea. Además, es el único jugo en el que es imposible dejarse ganar sin que quien tal haga no se cubra con la mayor de las vergüenzas.

Como en cualquier otro orden de la vida, yo aprendí de berrinche en berrinche, a cada cual mayor. No había —¡no hay!— otro método. Por eso papá se salvó, ¡y tan rápidamente!, aquella primera noche de mi iniciación en lo que a mí me pareció la razón de ser de nuestra familia, a juzgar por la solemnidad del ritual, por la pasión que todos poníamos en ocultarnos o en buscar y, sobre todo, por el oleaje de risas y más risas en una marea que crecía hasta hacer desaparecer las heridas dolorosas del no hallar y del ser hallado.

De hecho, aún hoy, a pesar de que la artritis les ha vuelto torpes, a papá y a mamá, y Josu y Va van sobrados de quilos, de infartos y de lumbalgias por el estrés de la vida desquiciada que llevan («para conquistar una mejor posición», dicen..., lo que a mí siempre me ha sonado a un mejor scondit; aunque enseguida me dejaron claro, con ese aire suyo de superioridad que nunca han perdido respecto a mí, que no, que esa posición es para ser vistos, no para no ser descubiertos...); aún hoy, decía, cuando solemos reunirnos, por Navidad, alguna otra festividad, algún aniversario, alguna onomástica, o alguno de sus importantes ascensos profesionales, que no deslumbran tanto a papá y a mamá como a ellos les gustaría..., no dejamos pasar la ocasión en vano y acabamos disfrutando de una disputada partida de jugo d’scondit, como si fuera una jarra fresquita del mejor y más sabroso de los jugos de la fruta más dulce. (Porque, eso sí, pocos jugos hay, como el scondit, que sean tan radicalmente nuevos y diferentes cada vez que se practican.)

Aunque los cuatro acaban diciendo que es porque yo insisto tanto..., lo cierto es que, si yo me muerdo la lengua y no se lo propongo, enseguida uno u otro salen con eso de que estoy muy cambiado, de que qué raro que no les haya propuesto echar un trago, que si ya he sentado la cabeza de una vez por todas y cosas así: auténticos rodeos para no decir que se mueren de ganas de salir corriendo a buscar un scondit o a perseguir a los scondidos.

Pero sigamos con aquella primera noche...

Entré en la cocina con la seguridad de que saldría victorioso, de que el gesto de mi rígido dedo todopoderoso precedería al nombre de quien no tendría tiempo ni espacio para llegar antes que yo al sofá de la imposible salvación. Que estuvieran los tubos de neón encendidos en modo alguno significaba que aquel espacio hubiera sido despreciado, porque la claridad era un aliciente para salir con bien del reto de la guarida invisible, indetectable. Cuanta más luz hubiera, mayor el reto.

Inicié la búsqueda por el armario escobero, rechazando la tentación de sumergirme en el mueble de debajo del fregadero, donde tantos envases multicolores parecían incitarme a descubrir, entre ellos, los ojos verdes de Va o las uñas rojas de mamá. Si no había suerte entre el mocho, las cestas, la escoba y el carrito de la compra, no lo dudaría: ¡directo a las humedades de debajo de la pila! Entré, ya digo, con la determinación de triunfar al primer intento, y a punto estuve de lograrlo, porque entre los palos de los útiles de limpieza tuve la seguridad de haber descubierto las piernas flacuchas de Josu.

Apenas toqué una de ellas se me disparó el dedo hacia la arboleda en penumbra. Grité Josú, Josú, porque me parecía que era más él que si hubiera gritado Josu, Josu, y estuve a punto de salir corriendo para el sofá. Me detuvo el hecho de que no hubiera ningún conato de forcejeo, porque mis hermanos, los dos, siempre han tenido mal perder, por lo menos desde que yo empecé a ganarles. Que los encontraran papá o mamá hasta casi les gustaba, ¡pero que los encontrara yo...! Aún no había abierto siquiera la puerta del armario escobero, por lo que acepté mi derrota parcial y seguí buscando.

El bosque se me volvió, casi de repente, una sombra oscura, amenazadora. Oía voces de animales que me asustaron levemente. El viento comenzó a soplar con fuerza y cayeron los primeros copos de nieve que yo confundí, en mi ingenuidad, con los restos de polvo de las escobas. Oí un picoteo como de pájaro carpintero, aunque yo ignorara entonces la existencia de esos pájaros de cresta punki; pero el jugo d’scondit tenía esas cosas maravillosas: la realidad se te presentaba con su nombre y sus apellidos, y lo único que tenías que hacer era abrir los sentidos para empaparte de ella.

Anduve un buen rato al ritmo de aquellos picotazos musicales, trazando senderos retorcidos como los caminos de mis primeros dibujos infantiles, pero no tardé en detenerme y convencerme de que marchaba hacia ninguna parte. A buen ritmo, sin duda, pero hacia ninguna parte. Me asusté. Tenía tres años y era mi primera participación en el jugo. Sin saber qué ni cómo ni por qué ni a cuento de qué, sabía que se esperaba algo grande de mí, una gesta que fuera capaz de deslumbrarles y de conseguir, desde tan temprano el respeto que se debe a los iguales.

En mi camino de vuelta, no menos sinuoso que el de ida, tropecé con inacabables hileras de procesionarias del pino cuya marcha no quise interrumpir con mis pisadas y, poco antes de detectar las blancas garrafas de agua mineral que señalaban la cercanía de aquellos a quienes me había empeñado en buscar por parajes tan complicados y sombríos, me salió al paso un enorme jabalí cansado, jadeante y con los colmillos astillados.

Lo primero que pensé es que había embestido a Josu y que, al chocar contra sus piernas esqueléticas, se le habían quedado en ese lamentable estado. Ni se inmutó por mi presencia, como si volviera derrotado de una gran batalla y yo fuera menos que un posible enemigo inofensivo.

—¿De dónde vienes, jabalí? —ante su imponente presencia, ¡tanto me impresionaron su corpulencia, el lamentable estado de sus poderosos colmillos y su mirada llena de una extraña sabiduría melancólica!, no fui capaz de utilizar el lusivo lenguaje familiar que en casa usábamos, sin embargo, tan arbitrariamente que era casi imposible aprender a usarlo con propiedad, pues al principio creí que sólo se utilizaba mientras duraba el jugo, pero no tardé en percatarme de que saltaba del jugo a «la vida corriente y moliente» —¡otra de las expresiones incomprensibles de mis padres!—, y que, de ésta, volvía, aunque sólo en parte, al jugo...

—De hacia donde tú ibas.

—¿A ninguna parte?

—Así es.

—¿Y cómo te has reventado los colmillos?

—Porque choqué contra ella...

—¿Contra ninguna parte?

—Contra ella, sí.

—¿Y cómo es?

—Ni siquiera la vi... Llegué, choqué y volví, como me ves...

—Tuve suerte, pues...

—No existe la suerte en el jugo d’scondit...

—¿Y tú cómo lo sabes?

—¿Y cómo no lo sabes tú...?

—¿He de saberlo?

—Sí, pues jugando estás...

—Ya lo sé, ahora sí.

—No lo olvides jamás.

—Jamás, gracias a ti. ¿Y no habrás visto...?

—¡A ciegas voy, cuando embisto!

—Pues no hay más que hablar.

—Recógete, anda, que comienza a helar...

Obedecí de buena gana, porque tenía razón y porque me miró de un modo tal que no parecía dispuesto a aceptar ninguna otra pregunta ni, mucho menos, una desobediencia.

Además del frío húmedo que empecé a sentir, tuve la certeza de que por esos paisajes forestales no iba a encontrar a nadie, y con esa seguridad no dudé en despedirme cortésmente del jabalí astillado y agradecerle la valiosa información que me había facilitado y que tanto habría de servirme, en el futuro, no sólo para el jugo d’scondit, sino para la vida en general: que la suerte no existía.

Mentiría si dijese que eso lo entendí cuando me lo dijo, teniendo yo entonces aquellos tres añitos inocentes y pugnaces de mi primera participación en el jugo. Lo que sí recuerdo es que se me quedó, porque yo nunca he sido muy rápido para entender las cosas, pero jamás me he dado por vencido frente a ellas.

Se me quedó, como digo, y fui rumiando cuál podría ser el sentido de una afirmación como aquella, tan contraria a lo que siempre oí desde entonces acerca de la suerte que se tiene, o de la que se carece, cada vez que se disfruta del jugo, el del scondit, o cualquier otro.

¡Cuantísimas veces no he oído, desde aquella tierna edad, que lo que nos pasa es cosa de mala o de buena suerte! La sorprendente reflexión del jabalí colmiroto me ayudó mucho, porque prescindir de la suerte cuando se participa en el jugo es el mejor método para salir triunfante en él. Y cuanto más me decían mis hermanos, cada vez que los descubría: «¡Vaya fortuna la tuya, malandrín!», más orgulloso me sentía yo de no ser ayudado por ella.

Lo cierto es que no sabría decir cómo se prescinde voluntariamente de la suerte, si ésta es, como todo el mundo dice saberlo, algo que no depende de nosotros. Pero, por fabuloso que pueda parecer mi relato —y estoy acostumbradísimo a que no se me crea—, yo sé que prescindía de ella, y que lo hacía, podría decir, hasta con fiera determinación.

Me lanzaba siempre a la búsqueda movido por la confianza en mi capacidad para detectar aquellas respiraciones reprimidas; los sutilísimos movimientos de una pierna o una mano que comenzaban a dormirse; el casi inapreciable frotamiento de una nariz cuyo picor amenazaba con provocar un estornudo; el ahogado silbido de un catarro mal curado; el roce imperceptible del vuelo del pantalón, de la falda o de la chaqueta sobre una puerta, una pared o un mueble; el delator recogimiento de los pies para hurtar la visión delatora de la puntera de los zapatos, y, en definitiva, de cuantos indicios permitieran descubrir a los devotos del ocultismo.

Salí del armario escobero con mal pie, pues tropecé en la pila de las garrafas y por bien poco no acabé dándome un golpe de gracia en la cabeza contra la mesa de mármol que hay frente a él. Logré evitarlo con no poco sentido del equilibrio por mi parte y, ya seguro sobre mis pies, me dirigí al armario que hay bajo el fregadero. Lo abrí y lo cerré en lo que se tarda en abrir y cerrar los ojos cuando nos dan, de mayores, una noticia inesperada que, de buenas a primeras, no queremos creer, porque se nos antoja un mensaje increíble. ¡Creí haber descubierto a mamá entre el tambor de la sal del lavavajillas y el bosque arco iris de las lejías, los jabones, los geles, los vimes, los estropajos y los guantes! Eché a correr como un loquillo hacia el sofá y, apenas hube entrado en el salón, levanté la vista para desengañarme con el jarro de agua bien fría de la decepción: mamá y papá estaban sentados en el sofá, cogidos de la mano y dándose unos besitos interminables, lo que siempre me pareció que era, y aún lo sigue siendo, su afición favorita. Me sonrieron, arquearon los ojos y movieron las cabezas, cada uno hacia un extremo opuesto del sofá, como disculpándose, pero dando por sentado que la vida es cruel, que tiene esas cosas y que cada cual ha de cumplir con la parte estipulada en el contrato del jugo, y que no valen blandenguerías ni facilidades de ninguna clase.

Tampoco se valía, además, delatar a nadie. ¡Eso estaba archiprohibido! De ahí que, después de consolarme con su muda inexpresividad, papá y mamá volvieron a sus carantoñas, sus besitos y sus confidencias susurradas, como lo hacían tan a menudo, para que ninguno de nosotros supiéramos de qué hablaban. Incluso hubo una época en que se hablaron en inglés para, como ellos decían, have just a bit of privacy, «tener cierta intimidad», pero dejaron de hacerlo a medida que nosotros lo íbamos aprendiendo, no sin la correspondiente dificultad, al menos por mi parte, pues Va y Josu siempre fueron algo así como auténticos estudiantes modelo. ¡Lo que les pirra a todos los padres, vamos!

No recuerdo por qué decidí olvidarme de la cocina y dirigirme hacia el cuarto de baño pequeño en vez de hacerlo hacia cualquier otro lugar de la casa con más scondrijos, pero «ese sexto sentido» que, después de mi bautismo en el jugo, dijeron todos que tenía muy desarrollado para mi edad, me llevó hasta allí.

Paseé la vista por el reducido espacio del amado y temido lugar y renuncié a abrir la tapa del váter y la del gran armario de las toallas, los rollos de papel higiénico, el botiquín, las medicinas y otros cachivaches cuyo nombre y uso desconocía. No me pasaron desapercibidos los dos cestos de ropa sucia, llenos hasta el borde, porque ese día había llovido a mares y mamá no había podido hacer ninguna lavadora, de lo que nos enteramos todos perfectamente porque, durante la cena, no dejó de bombardear a papá con la misma queja: «¿Te das cuenta de por qué necesitamos una secadora, y que no es un capricho mío?», y cuando mamá se apeaba del lenguaje lusivo familiar, ello significaba que la cosa se ponía más que seria...

De aquella insistente reclamación, sin duda, debió de venirme la ocurrencia de que en uno de aquellos cestos tenían que estar Va o Josu. Curiosamente, me pasó desapercibido que la toalla de baño se hubiera caído del colgador y estuviera toda arrugada en la bañera, pero yo había decidido que tenía que bucear en los cestos de ropa sucia y nada parecía capaz de apartarme de esa decisión, ¡ni aun lo que, a voz en grito, me indicaba que por fuerza tenía que reparar en ello! Yo a lo mío, aferrado a mi intuición de recién iniciado en el jugo.

Y lo mío fue meterme de cabeza en el primero de los cestos, el de la ropa de color. Repté entre calzoncillos de ofensiva presencia, camisetas inmisericordes con el olfato, camisas llenas de pliegues como dunas de playa, calcetines que se me pegaban como feroces sanguijuelas, algún sujetador con peligrosas varillas metálicas y hasta incluso pude casi extenderme sobre una toalla que aún conservaba algún rastro impreciso de olor a mamá. Cuantas más prendas removía, en aquel apilamiento informe, más me hundía, para mi decepción, hacia la base del cesto. Si llegaba a ella, habría perdido de todas todas la partida.

Cuando luchaba por liberar el cuello de la manga de un pijama condecorado de legañas, percibí el sonido de un movimiento tan cauteloso y aprendido que, en aquel preciso momento, comprendí que Va o Josu, ¡o a lo mejor ambos al alimón!, se desplazaban como serpientes desde la bañera o desde el otro cesto hacia el sofá. Lo hacían con tanto sigilo que ni siquiera podía estar seguro de que fuera verdad lo que estaba imaginando. Oía un roce tan atenuado que no podía discernir si era mi propio cuerpo el que, envuelto entre tanta prenda, lo producía. Por eso no salí. Y porque, desde el fondo del cesto me hubiera sido imposible llegar a tiempo para evitar que se salvaran.

¡Qué ganas de llorar me entraron! Mi primera partida de jugo d’scondit, y había fracasado «con todas las de la ley», lo que en modo alguno era consuelo que me pudiese animar. Tan grande fue mi decepción que, en vez de salir del cesto y reconocer mi derrota, permanecí en él, rodeado de la ropa fracasada, ¡la única compañía que me merecía!

No lloré —porque me pareció que, si lo hacía, me derrotaban dos veces—, pero me consolé perdiéndome en la espesura de tanto tejido despreciado como con el que me iba encontrando. Como un baile de vampiros, un aquelarre de fantasmas o los espíritus solariegos de las psicofonías, aquellas prendas se acercaron a consolarme mientras, en el fondo del cesto, sudaba mi tristeza.

—Vamos, Manulillo, ¿te vas a poner a llorar por perder cuando acabas, como quien dice, de aprender a jugar? ¡Ánimo, chavalín! —trató de consolarme una camisa de papá a la que no parecía molestarle una indecorosa mancha de café en la pechera—. Ibas muy bien encaminado, pero nosotros no podíamos avisarte de que justo debajo de esa toalla que has preferido no levantar estaba tu hermano Josu, con la respiración tan contenida que hasta hemos temido por su vida...

—¿Por su vida?

—Por ella, sí, porque lleváis esto del jugo a unos extremos que el día menos pensado acabaréis dándoos un disgusto...

—¿Dándonos?

—Cualquiera de vosotros, sí, sin distingos, porque brutos los padres y brutos los hijos, y de tal palo tal astilla, y donde nacieres haz lo que vieres...

—Concluyendo, ya s’había scondido alguno alguna baza junto a vosotros, ¿no?

—¡Pues claro!

—¿Y Va?, ¿’staba ahí al lado, con la ropa blanca?

—¡Premio al rapaz!

—¡Mala pata!

—Ellos no sabían que tú estabas aquí. Te creían por otro cuarto, por eso han salido de sus lugares ocultos y se han salvado.

—¡Ay, cómo rabio!

—¡Y qué placer, el nuestro, de tenerte aquí con nosotros! —dijo un calcetín con una voz tan nasal que parecía estar pinzándose las narices con cierta afectada elegancia para no olerse a sí mismo—. ¡Ya teníamos ganas de que alguien cayera por estos lares tan evitados por todos vosotros, salvo tu madre!

—Yo soy muy niño todavía.

—¿Y yo no soy pequeña? —dijo una braguita verde con lunares blancos de Va.

—¿Y las risas son por mis palabras?

—No, lo son porque, a pesar de que nosotros nos contamos muchas cosas de nuestros usuarios, casi nunca tenemos la oportunidad de hablar con alguno de ellos como ahora lo hacemos contigo.

—Yo casi soy incapaz...

—A todo se aprende, incluso a buscar; pero para desaparecer con habilidad se necesita más un don que un buen aprendizaje, ¡y tú tienes ese don, Manulón, vaya que sí! —dijeron con admiración y al unísono, dos guantes de lana con restos de barro seco en las yemas de los dedos—. Y te lo decimos nosotros que nos pasamos media vida perdidos tanto en los sitios más recónditos como en los más visibles, igual que les ocurre a los paraguas, aunque ellos no son del todo como nosotros, a pesar de la tela: no tienen ese contacto especial, íntimo, que tenemos nosotros con todos vosotros.

Durante aquella conversación inesperada me acabé convirtiendo en el centro de la reunión, a juzgar por cómo parecían revolotear y arrastrarse a mi alrededor aquellas prendas de las que jamás hubiera pensado que pudieran ser tan parlanchinas, ¡y tan curiosas!, como en verdad lo eran. Se quitaban unas a otras la palabra con unas urgencias que pareciera que fuera a desintegrarse el cesto y todos nosotros con él si ellas no hubieran podido decir lo que tenían en la punta de la lengua y en el bolsillo del corazón.

—No tienes que apenarte, Manulillo. Saber disfrutar del jugo d’scondit significa aceptar con alegría cualquiera de los posibles resultados: no encontrar, hacerlo; ser encontrado, no serlo. O, en tu caso, como ahora sucede, haberse acabado el jugo y haber tú desaparecido, para inquietud de tus padres y hermanos, quienes estarán pensando que has decidido seguir jugándolo, a tu aire, sin decirle nada a nadie, por lo que, muy probablemente, andarán como locos buscándote por toda la casa.

—¿Y tú cómo lo sabs? —pregunté yo, extrañado de que un pantalón no sólo supiera tanto, sino de que, además, lo dijera con ese aire de autoridad que tanto me impresionó. Cuando oí, tiempo después, en casa de un amiguito, esa curiosa expresión de «te voy a demostrar yo quién lleva los pantalones en esta casa», estuve a punto de meterme donde no me llamaban (una peleíta entre sus padres) para aclarar el verdadero papel de los pantalones, pero preferí callar antes de que, además de por muy raro, me tuvieran por un loco rematado, como pasó después cuando...; pero mejor no me adelanto.

—Llevo mucho caminado por esta casa, muchacho, mucho... —insistió el pantalón, con el aire de suficiencia que acabo de mencionar—, y conviene que me hagas caso y salgas al encuentro de quienes habrán empezado a buscarte de una forma tan anárquica como la tuya, porque lo vuestro sí que tiene tela...

Hablaban todas las prendas de un modo extraño y confianzudo, como si toda la familia fuéramos una colección de locos a quienes ellas tuvieran que soportar sus manías, y principalmente la de ocultarnos a la perfección. No puedo negar que, a pesar de mi disgusto y de mis ganas de llorar, tuve, en algún momento, ganas de reír, o mejor dicho, de sonreír, porque el gesto de preocupación del pantalón, al que se le subía y bajaba la cremallera como si ésa fuera su manera de manifestarla, competía con el del sudado calcetín, que ascendía, reptando, hasta el cielo del cesto para, desde allí, dilatando y encogiendo el elástico, duplicar la inquietud que, a todas ellas, les producía mi insistencia en permanecer oculto.

—A tu manera, Manulillo, has conseguido convertir una derrota en una victoria: puedes estar orgulloso. Pero te conviene seguir nuestro consejo y salir al encuentro de los tuyos. Si alargas en exceso su desasosiego es muy probable que no les queden ganas de volver a jugar nunca más, y entonces sí que tu derrota lo será de verdad, en vez de que este jugo d’scondit sea para ti, como así habrá de ser, créenos, una fuente eterna de satisfacciones...

Que supieran, además de lo que estaba pasando, lo que me iba a pasar en el futuro sí que me dejó parado. Me costaba mucho, en aquel entonces, seguir las conversaciones de los mayores, porque hablaban de tal manera que me era imposible entenderles. Ni siquiera cuando lo hacían Va y Josu solía enterarme de lo que hablaban, aunque ellos lo hacían a propósito, porque lo de sentirse por encima de los hermano pequeños es uno de los grandes placeres que, al parecer, suelen tener los hermanos mayores, y de los que más les duran, porque aún hoy tienen esa tentación, ¡y caen en ella!, aunque hagan el ridículo.

Lo que no sabían ellos era que a mí me daba igual, que no me molestaba en absoluto, y menos aún cuando, jugando, empezó a resultarles imposible encontrarme. Tampoco hoy me importa. Y no me afecta en absoluto que se empeñen en afearme que doy toda la impresión de haberme negado a crecer, como si fuera un redivivo Peter Pan, porque yo sé, ¡y ellos también!, que no es verdad, que nuestro jugo d’scondit no es una vuelta al pasado, sino un presente permanente. ¡El único!, para mí.

Dije que las prendas de ropa sucia me dejaron parado, pero lo cierto es que seguí su consejo y no tardé mucho en conseguir llegar hasta el borde del cesto para poder agarrarme al saliente del mármol de la repisa del lavabo y, apoyándome en estas o en aquellas prendas, que no se quejaron en absoluto de mi desconsideración cuando les plantaba encima las suelas de mis zapatillas, salir del cesto a oscuras, pues mis dos hermanos apagaron la luz justo antes de salir del lavabo para salvarse en el sofá de la habitación contigua, donde les esperaban papá y mamá.

¡Qué daño me hizo la contemplación de esa escena que nunca vi con los ojos de la cara y sí siempre con los mucho más atentos de la humillación y la envidia: mis hermanos llegando, vencedores, al sofá y siendo acogidos con la mejor de las sonrisas por parte de nuestros padres, tan orgullosos de ellos! Yo no creo haber sido nunca un niño celoso, pero en aquella ocasión he de reconocer que los celos me reconcomían...

Debió de ser, el de aquella noche, porque no lo recuerdo, sino que me limito ahora a imaginar lo que debió de pasárseme por la cabeza, un momento decisivo: o dejaba de jugar para siempre o ya no dejaba de jugar nunca, hasta conseguir desquitarme de aquella primera derrota, no por esperada menos dolorosa. Está claro qué decidí, ¿no?

Cuando salí del cesto me extrañó no haber oído las voces de mi familia, pues, según me dijeron después, fueron llamándome, al parecer, por todas las habitaciones. Entonces me dediqué yo a buscarlos a mi vez y se ve que estuvimos persiguiéndonos unos a otro y otro a los unos durante un buen rato, sin encontrarnos, hasta que, al final, di con ellos o ellos dieron conmigo, que ya no me acuerdo de cómo fue. ¡Bastante tuve con intentar sofocar la angustia que se iba apoderando de mí a medida que pasaba de uno a otro espacio de la casa y no los encontraba!

No he olvidado, sin embargo, que fue en aquella ocasión cuando mi padre me dijo algo tan enigmático —y poco andaluz y lusivo— como esto: «¡Pero es que querías desaparecer para siempre o qué!» Unas palabras que me impresionaron por el extraño escalofrío que me recorrió el cuerpo al oírlas, pues, sin serlo, a mí me sonaron a amenaza. Yo creo que ese día conocí el miedo. Pero también el más desconcertante e intenso de los placeres. ¡Jamás he vuelto a oír otro «siempre» como el de aquel día!

¿Me vendrá de entonces mi afición a las películas de terror? La palabra «siempre», asociada a un scondit, se me reveló como algo aterrador y, al tiempo, como la más absoluta perfección, ¿o no se trataba de eso, con el jugo d’scondit, de que no te encontraran nunca? Al oírmelo decir, ¡«nunca»!, el escalofrío que me recorrió el cuerpo me dejó aún más helado que su adversaria, «siempre».

¡Menudo lío me hice con la una y con la otra! Tuve que dejar de pensar en ello enseguida, porque ya no sabía qué era lo propio del jugo, qué lo deseable y qué lo temible, ¡o lo terrible! Lo que sí sé —hoy— es que mi afición —de ayer y hasta hoy— a las películas de miedo tuvo su origen en aquellos escalofríos.

Bien mirada, una película de terror, o de miedo, es una larguísima y angustiosa partida de agridulce jugo d’scondit, porque no hay ninguna de esa clase en la que, en un momento u otro, los personajes no busquen pasar desapercibidos para alguien o algo que los amenaza. Yo siempre las he visto desde la perspectiva de mi afición, y mientras los otros espectadores se morían de miedo, yo solía preocuparme de considerar si los protagonistas, o quienes fueran, habían sabido escoger el lugar idóneo en donde escapar a la amenaza.

Aprendí muchas cosas, en aquellas películas, pero también me reí muchísimo, para desconcierto y escándalo de con quienes compartía la sala de proyección o el sofá del cuarto de estar delante de la televisión. No tardé mucho en darme cuenta de que cuanto más torpes eran los protagonistas a la hora de ocultarse, más le gustaba al público su fragilidad, lo poco que iban a tardar en sucumbir a la maldad de la bestia, persona o ente irreconocible que los amenazaba.

Bajaran al sótano o subieran al desván, ¡cómo no pensar que iban al encuentro de su descubridor, en vez de a un refugio seguro! ¡Y esa manía cómica de cerrar las puertas y asegurarlas con muebles, teniendo a sus espaldas unas hermosas ventanas vulnerables...!

En contadas ocasiones quedé sorprendido o deslumbrado. Recuerdo perfectamente una de ellas, cuando yo ya había dejado de ser un niño e incluso un mozo, en la que el villano, el malo, un androide del futuro, tenía la capacidad de mimetizarse absolutamente con todo cuanto hubiera a su alrededor: cosa, animal o persona. Aún, después de tantos años como han pasado desde que la vi, sigo contemplando con los ojos atónitos, complacido y con emoción, una secuencia en la que el villano, convertido en el suelo por el que los héroes acababan de pisar, buscando esconderse de tan implacable perseguidor, se erguía hasta recuperar su forma de humanoide, dispuesto a seguir acechándolos sin descanso. Estuve a punto de llorar, por la emoción que me produjo tantísima belleza scondital, aunque hubiera sido producida por ordenador...

Que tuviera «truco», por así decirlo, le restaba algo de belleza, la alejaba de mi experiencia personal, tan apegada a las posibilidades reales de los espacios en los que nos movemos. La animación por ordenador, ya se sabe, es capaz de crear lo que, hasta nuestros días, nos había parecido sencillamente imposible; pero sus logros, al menos para mí, no pueden competir con el ingenio humano a la hora de hallar el mejor scondit, a la hora de burlar al más experto buscador.

De mayor llegué a pensar que me podría ganar la vida como asesor de ese tipo de películas, para ponerle, al mal, las cosas más complicadas, o al bien menos fáciles; pero no tardé en llegar a la conclusión de que mis experimentados consejos acabarían llevando al fracaso a quienes me contrataran, al impedir mis recomendaciones que las fuerzas todopoderosas del mal fueran exterminando, de uno en uno o de mil en mil, a los pobres incautos inexpertos en el jugo d’scondit, antes de llegar al esperado enfrentamiento con los héroes y heroínas de turno.

En ese precioso momento del duelo final, los representantes del mal, que hasta entonces habían localizado con absoluta facilidad a cuantos habían pretendido ponerse a salvo de la amenaza, se volvían ciegos de remate —si se me permite la expresión— y eran incapaces de descubrir a los protagonistas (tan torpes sconditistas como los comparsas), aunque éstos estuvieran a escasos centímetros de ellos.

¡Quién no sabe, ya, que el cine es mentiroso de nacimiento: puro truco y montaje! Pero las películas excelentes, las que merecen el nombre de tales, y no el de meros pasatiempos, han de cuidar mucho esos detalles donde se juegan algo tan fácil de evaluar y suspender como difícil de conseguir: la verosimilitud; que nos parezcan cosa de la realidad nuestra de cada día, no una disparatada fantasía de vuelo alegre, liviano y banal.

Durante muchos años, sin embargo, me ayudó mucho a mejorar mi técnica de ocultación la figuración de que, nada más empezar a oír el conteo cantarín que me obligaba a desaparecer, me convertía en el personaje protagonista de una película de terror y era yo, sin sala ni pantalla ni espectadores ni música, quien había de huir de la amenaza mortal que se lanzaría a perseguirme en pocos minutos. La única música, si acaso, eran los atropellados latidos de mi corazón, pero como me pareció que podrían delatarme si el buscador pasaba cerca de mí, tuve que aprender a dominarme, a serenarme, a convertirlos en una cadenciosa melodía inaudible, hermana gemela de mi respiración apagada.

Cuando estaba solo, esa figuración cinematográfica cobraba vida propia, por así decir, y muchas veces me veía andando por la casa y sentía a mis espaldas la presencia de «algo» indefinible, indescriptible, inimaginable... Era siempre «algo», que tan pronto se me aproximaba reptando silenciosamente por el piso, como me acechaba suspendido en el aire, a mi espalda. Jamás me volví para cerciorarme... ¿de qué, en realidad? Sabía que me sería imposible descubrir qué fuera ese «algo». «Estaba ahí», y eso bastaba para estremecerme. A veces se me acercaba hasta casi pegárseme a la nuca, y notaba un frío como el que se cuela por una ventana que alguien ha olvidado cerrar en el invierno, después de abrirla para comprobar si nieva o no, y que se nos clava como una espada de hielo. ¡Cuantísimo tiempo viví obsesionado por esa presencia que no se delataba nunca, que me amenazaba constantemente y que nunca parecía encontrar el momento adecuado para ¿acabar conmigo! ¡Con qué cuidado elegía yo los lugares donde, gracias a mi habilidad, le daba a esa presencia desfigurada el mayor de los portazos en las narices, si es que las tenía!

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Copyright ©Dimas Mas, 2009
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Fecha de publicaciónOctubre 2009
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