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Jugo d’scondit

Primera parte

Dimas Mas
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Desde que cumplí los tres años, porque antes de esa edad no alcanzo a recordar ni cómo era ni qué hacía ni si siquiera existía, he practicado en casa el jugo d’scondit. Me acuerdo de que fue a esa edad de mi vida, los tres años, porque en aquella ocasión, después de cantar durante un rato más o menos breve —aún no sabía contar, claro está—, oí la campanita que tocó mi padre para que yo supiera que me estaba permitido iniciar mi ronda, a la que me lancé como esos cochecitos que has de mover hacia atrás dos o tres veces para, después, dejarlos ir y que alcancen una velocidad vertiginosa.

Y así empecé, porque apenas hube llegado a la altura de la habitación de mi hermana Va, la primera de las tres que se abren al pasillo, regresé corriendo al sofá para evitar que alguien se salvara. La siguiente excursión, hasta el cuarto de baño grande, concluyó de la misma rápida manera. No tardé mucho en tomármelo con más calma, porque me era imposible encontrar a nadie: ni mi padre ni mi madre ni mis hermanos aparecían por ningún lado: no estaban dispuestos a ponérmelo fácil, a pesar de mi edad y de que era mi primer trago del néctar deliciosísimo.

Yo no sabía buscar, eso estaba claro. Y oía risitas por aquí y por allá, en toda la casa, como si fueran ratoncitos que se burlaban de mí mientras se escabullían por los zócalos camino de su refugio. Pronto supe que lo importante no era hallar a alguien, sino encontrar un lugar donde no te descubran, lo que se ha convertido en mi especialidad. No sé si fue a fuerza de andar tan desorientado desde aquella primera vez, o bien por el amor propio, que no sé de quién he heredado, pero, tras muchos fracasos iniciales y algún que otro chasco monumental, me acabé convirtiendo en el as de l’scondit que hoy en día soy, para desdicha de los demás, satisfacción mía, y para desesperación de mis padres, que no tardaron en estar absolutamente arrepentidos de haberme iniciado en el jugo, porque, para su sorpresa, yo no fui como mis hermanos.

Mi primera convicción infantil fue que todos se escondían detrás de mi tarareo y que, si yo no hubiera cantado, ni mis padres ni mis hermanos se hubieran movido de donde estaban. El tarareo era como un manto espeso bajo el cual había otra existencia, otra vida, otros lugares que yo tenía que descubrir. Al principio tuve la errónea impresión de que no los encontraba porque dejaba de tararear. El jugo d’scondit tiene pocas reglas, pero la de que tuviera que suspender el tarareo cuando comenzaba la búsqueda me pareció absurda y un obstáculo que lo hacía todo muchísimo más difícil.

Ahora que ya soy mayor, aunque todos lo dudan y yo no se lo discuto, estoy convencido de que la responsable principal de esta desmesurada afición de nuestra familia al jugo d’scondit fue mi madre, Mait, con aquella vieja costumbre suya de situarse frente a nosotros cuando éramos bebés, mirarnos como sólo ella sabía hacerlo y, de repente, tras taparse la cara sonriente con las manos, exclamar: «¡No stá!», e inmediatamente después abrir las palmas, volver a mostrar su hermoso rostro sonriente y exclamar: «¡Sí qu’stáaaaaaaaaa!», con esa inolvidable a cantarina que no se acababa nunca y en cuya clara onda sonora mecíamos nosotros nuestra sonrisa agradecida, descansábamos nuestra mirada aliviada y esperábamos el aluvión de besos con que nos regalaba tiernamente, para compensarnos por la terrible privación de su amorosa y cálida presencia.

Ella siempre nos ha dicho que la llenaba de una extraña satisfacción ver pasar nuestras caritas desde el susto de órdago —que es un susto mayúsculo, o sea, de los grandes— a la sonrisa del alivio, porque estaba convencida de que nosotros pensábamos que ella había desaparecido tras el dorso de las manos, que se había esfumado, y que nosotros nos alegrábamos de verla como si ella volviera de un largo viaje.

Hay familias juguetonas y otras que no lo son. La mía lo ha sido siempre, en exceso. Las de otros niños a cuyas casas me invitaron alguna vez —pocas, una vez que me conocían—, parecía que odiaran esa necesidad de jugar que a mí me es tan natural como les era a mis amiguitos la de aceptar y cumplir las mil y una órdenes que han recibido constantemente de unos padres tensos como los alambres del tendedero.

En casa se ha jugado siempre y con cualquier pretexto. Nuestro jugo estrella ha sido siempre el jugo d’scondit, por supuesto, pero, sobre todo a medida que nos fuimos haciendo mayores, jugamos muchísimo al Rummikub de los números, a los barcos, a las cuatro en raya, al Monopoly, al parchís —nunca al ajedrez, por razones obvias—, al Risk y a un largo etcétera en el que sólo muy al final, cuando mis padres estaban a punto de quedarse solos, después de tantísimos años con nosotros tres alrededor, entraron las cartas, aunque en modalidades tan inocentes como el cinquillo, el burro, la brisca, la canasta y, como concesión máxima de mi madre, que abominaba de los naipes, el mus, el único parecido al scondit, porque mientras en éste hurtas el cuerpo, en el mus, la mayoría de las veces, ocultas la verdad.

Son más ordenadas, esas otras familias en las que jugar no tiene la importancia que en la nuestra, lo cual tiene también sus ventajas: se come o se cena a sus horas, se sabe siempre dónde está cada cual y qué se ha de hacer casi en cada momento del día. Para los niños esa seguridad es muy importante. O eso me dijeron a mí siempre mis amiguitos, en la guardería, mis amigos en el colegio, mis colegas en el instituto, mis compañeros en el ejército, y me lo siguen diciendo ahora que, algunos de ellos, ya son padres, lo que yo aún no soy, ni tengo esperanzas de ser en el inmediato futuro: si a mí no hay quien me descubra, tampoco yo he sido nunca capaz de encontrar novia. Estuve a punto de..., pero ésa es otra historia que no viene ahora al caso, al menos de momento.

Gins, mi padre, siempre le siguió la corriente a Mait, mi madre, por eso nunca hubo en mi casa ninguna bronca, ni nada que se le pareciera, a cuenta de nuestra fantástica afición. En eso se entendían a las mil maravillas, como si en sus respectivas familias, cuando ellos fueron pequeños, lo hubieran hecho día sí y al otro también, lo de jugar tanto.

Llegó un momento, no obstante, en que todo se complicó un poco, porque, mientras mis hermanos Josu, o Josú —mi madre, que es vasca, prefiere el primero y mi padre, que es andaluz, prefiere el segundo—, y Va fueron colocando nuestra afición en el lugar de sus vidas que les correspondía, es decir, sabían hacerse mayores, yo seguía viviendo en esa nube cambiante y extraña de un jugo al que, incluso ahora, de mayor, no quiero renunciar, a pesar de los pesares, por nada del mundo.

Nadie de mi familia tenía derecho a mirarme como a un bicho raro, claro, como sí que me miraron fuera de ella, en la guardería, en la escuela, en el club de natación, en el centro excursionista, en el instituto, en el ejército y en las casas de mis amigos.

Ninguno de ellos, ni padres ni hermanos, podía ni debía sorprenderse de que, una vez iniciado en el jugo me fuera imposible deshabituarme o simplemente controlarlo. Ellos lo resolvían todo diciendo que yo tenía mucha imaginación, que es el argumento al que recurren los padres —¡o cualesquiera otras personas!— cuando les es imposible entender el comportamiento de alguien que se aparta de lo normal.

¡Ay, lo normal! Cuando yo era pequeño, «normal» era una palabra que me sonaba a palabrota, casi a insulto. Siempre me parecía que hablaban de lo más triste del mundo: del orden, del silencio, de los mocos, de coger bien la cuchara, de no pisar un charco, de obedecer y callar; en definitiva, de no disfrutar del jugo d’scondit: ¡de eso sobre todo!

Aún recuerdo las caras de espanto, sorpresa, incredulidad, y, al final, hasta de fastidio de mis padres y hermanos cuando lograron encontrarme, después de haber estado buscándolos yo a ellos por toda la casa, y les conté, con la sorprendente media lengua trabada de mis tres años —porque se ve que en esto de explicarme comencé muy pronto a destacar— mi emocionante aventura y el entusiasmo con que estaba dispuesto a seguir disfrutando del jugo.

—Ahora Josú, ahora Josu —repetía yo, alborozado, dando saltitos que iban de Cádiz hasta Bilbao y parecían el calentamiento atlético para batir el récord familiar de los diez metros pasillo, después de haberles contado, como buenamente pude y supe, mi «desaparición», que tanto les había preocupado, e incluso angustiado.

—Ahora ninguno, don pillastrón. S’acabó. A la ducha y a jalar: mucho jugo ha habido ya por hoy, y mañana toca madrugar, como todos los días.

Como dejé dicho, al iniciar la búsqueda oí aquellas risitas que se movían por la casa como si todos los miembros de mi familia fueran fantasmas invisibles que se burlaran de mis esfuerzos. Inocente de mí, además, se me ocurrían cosas tan disparatadas como buscarlos en los cajones del aparador, la nevera, detrás de la televisión, en la terraza o detrás del espejo del salón. ¡Y hasta recuerdo haber levantado la tapa de la taza del váter para ver si a alguno de mis hermanos se le había ocurrido coger aire y sumergirse en aquel diminuto lago azulísimo donde bucearía hasta asegurarse de que podía salir y librarse!, aunque fuera sin escurrirse y exponiéndose a una reprimenda de esas de las preferidas de mamá, cuando salía de sus casillas —donde, para ser sinceros, vivía scondida la mayor parte del tiempo— y repartía cariñosa stopa a diestro y siniestro, porque nos hacía a los otros dos hermanos solidarios del transgresor, y también para asegurarse de que algún responsable indirecto no quedara sin su merecido castigo.

Va siempre fue una excelente nadadora, además. Y Josu, por su parte, ha tenido toda su vida una extraña cara de espejo, porque cuando hablas con él tienes todita la impresión de que te estás viendo en su manera de gesticular, como si te devolviera tu propia imagen para ocultar él la suya y pasar absolutamente desapercibido. A mis padres siempre les pareció esa habilidad suya el no va más del jugo d’scondit..., hasta que me uní yo al rito, por supuesto...

Mis padres siempre me han recordado lo muchísimo que se rieron cuando, un par de años después de mi inicio scondital, una vez que aprendí a contar, no se me ocurrió otra cosa que abrir los ojos, dirigirme hacia el sofá, coger los cojines y empezar a aplaudirlos como queriendo detectar la presencia de algún bulto animado entre su relleno de plumas.

Tengo que agradecerles que jamás llegaran a pensar que tenían un hijo tonto. Preferían lo de la imaginación desbordada, el ingenio precoz, la fantasía insólita y cosas así que, sin yo entenderlas ni por asomo, me hacían sentir muy importante. Tanto que me paseaba por la casa aupándome sobre las puntillas para estar a la altura del honor que me hacían y, de paso, para competir con mis hermanos mayores y recordarles que ser el pequeño no equivalía a ser el último.

Otra cosa muy distinta era lo de mis hermanos, quienes no compartían en modo alguno la generosidad de mis padres. Antes al contrario, no perdían la oportunidad de decirme que era más tonto que un cangrejo con boina, faja y anteojos, y se reían hasta que les dolían las tripas, como si hubieran hecho el mejor chiste del mundo, en vez de haber dicho, ¡ellos sí que sí!, una tontería de las que a mí jamás se me ocurrirían, la verdad sea dicha.

Pero lo que yo estaba recordando era aquel día de mi estreno, cuando salí corriendo a la búsqueda de todos con una confianza ciega en que, enseguida, acabaría señalando a cada uno de ellos al tiempo que gritaría su nombre para que no cupiera duda de que habían sido descubiertos.

Lo primero que hice fue asomarme al cuarto de nuestros padres y mirar debajo de la cama. Allí no vi a nadie de mi familia, pero sí que distinguí, en la penumbra, un leve movimiento en zig-zag de algo enorme que, a medida que se acercaba hacia mí, iba creciendo aún más.

Sí, era un cocodrilo que bostezaba. Parecía aburrido y enojado, como si no supiera qué demonios hacía allí. No había río, no había cañaverales, no había orillas donde tenderse al sol, ¡no había presas que llevarse a la boca! De hecho, ni podía abrir sus enormes fauces, que, por arriba, chocaban con el somier de lamas de la cama y por abajo con el desgastado suelo de corcho del piso.

—¿A qui’stás aguardando ahí, cocodrilo? —le pregunté; aunque lo cierto es que, en aquel entonces, debí de decir crocrodilo o colodrillo o algo mucho peor, porque me contestó de muy mal humor, al tiempo que avanzó con el morro lo suficiente para intentar una caza que le resultó imposible, a juzgar por la mucha baba que comenzó a verter por los laterales de la gran boca llena de unos dientazos descomunales que metían espanto al más valiente, y que a mí me hicieron pensar, enseguida, en cómo se iba a poner mamá cuando viera toda aquella humedad en el corcho, con lo que ella se preocupaba de que no cayera en él ni una gota, para que no se desluciera.

—Ni lo sé ni lo quiero saber. Sin embargo, ahora te comería gustosamente a ti, renacuajo apetitoso, pero tienes suerte de que sólo pueda abrir la boca lo justo para hablar contigo, y poco más.

—¿Y no t’habrás comido a algún familiar mío, a alguno de mis papás, acaso; a Josu o a Va?

—¿Son pequeños como ratones o diminutos como cucarachas?, porque ahora mismo, debajo de esta cama, a lo que más me parezco es a una ratonera figurada, o a una araña tejedora.

—¿Y si miro?

—Mira.

—Di: ¡aaaaa!

—Para jugar a los médicos te hace falta una linterna y una cucharilla.

—No, no’stán.

—¿Sin mirar?

—M’asusta.

—¡Ah, caramba! m’a-susta —me imitó con una voz repentinamente aguda y con un tonto sonsonete nasal que yo no había utilizado— ¡Será posible! ¡Pues valiente jugador d’scondit que estás tú hecho, mocosete!

—¿Has acabado con todos? ¿T’has tragado a mi familia? —di por sentado que en nuestra casa no podía haber nadie, animal, persona o cosa que no supiera qué era el jugo d’scondit, por lo que aparenté que era lo más normal del mundo que el atrapado saurio gigante lo conociera

—Allí al fondo los tengo, por donde acaba la cola. ¿No ves cómo corren los cuatro? ¡Se están poniendo las botas de jugo! Aunque a mí me estén dando un poco de sí las axilas traseras, dicho sea en honor a la verdad...

He de reconocer que me eché a un lado y miré hacia la parte de atrás de aquel cuerpazo pesadote y pegadito al suelo, para comprobar si era verdad lo que me había dicho. El cocodrilo giró sin esfuerzo el cuello, para seguirme con una mirada amarillenta, muy brillante, en la que percibí no sólo que se estaba burlando de mí, sino también la tristeza de la resignación por no poder zampárseme. Pude observar, también, cómo desvió la mirada hacia su techo de tablillas y cómo reconocí, en aquella expresión de fastidio, la de mis propios padres cuando alguno de los tres nos poníamos más cabezotas de lo normal, esto es, más de lo que su infinita paciencia estaba dispuesta a soportar. Y los fastidiábamos más a menudo de lo que cualesquiera padres estarían dispuestos a soportar, pero ya acabo de decir que su paciencia se extendía hasta el infinito, ¡por fortuna para nosotros! Si algo aprendí de ellos fue eso, que no se puede ser padre sin tener esa paciencia sin fondo..., para la que el jugo d’scondit es un fabuloso aliado...

—¡Muy gracioso, don cocolidro...! Allí, al fondo, lo único tuyo qu’hay son las dos patas d’atrás giradas para arriba, no como han d’star... ¡Hala, listorro: ni t’habías fijado!

—¡Giradas para arriba! —puso cara de haberle ocurrido algo increíble, o de haber sido pillado en falta, como si hasta ese momento lo de estar debajo de la cama de nuestros padres y hablar conmigo fueran cosas de cada día, cosas de andar por casa..., aunque él se estuviera bien quietecito...

Yo asentí con la cabeza, todo lo serio que pude, para ver cómo reaccionaba, y comencé a reírme a carcajadas cuando el muy bruto de él, viendo que por los lados no acertaba a verse las patas traseras, se empeñó en meter la cabeza por debajo del cuerpo para vérselas, como un contorsionista de feria.

Llegó un momento en que el pobre animal, hecho un ocho, no podía mover su cuello todopoderoso ni para adelante ni para atrás, pues se lo aplastaba contra el corcho con su propio cuerpo. En ese preciso momento aproveché yo para acercarme hasta la cola, desplazarla, empujándola con los dos pies, y comprobar que allí no se escondía nadie, ni tampoco detrás del cabezal, pues, al llegar allá atrás, comprobé que éste estaba separado de la pared lo suficiente como para que alguien hubiera podido ocultarse allí, adoptando, a lo ancho del mismo, una posición de gran X, al estilo de las maderas que impiden que las antiguas raquetas de tenis de madera se curven, como la que decora uno de los rincones del cuarto de mis padres, ¡como si fuera una obra de arte!

¡Cuántas veces contaba mi padre la habilidad para ocultarse que se había de tener en los partidos de dobles en el tenis! ¡Era esencial, disimular la presencia junto a la red para, en el momento adecuado, aparecer como un gigante, elevar la raqueta y cruzar una volea a los pies o, más segura aún, al cuerpo del contrario. Orgulloso de mi intuición —no había nadie, pero bien podía haber sido al contrario—, salí del cuarto y seguí mi búsqueda, sin desanimarme.

Después me dirigí al armario, a pesar de que Va ya me había adelantado días antes (cuando trató de hacerme comprender en qué consistía el jugo, para que no me llevara una desilusión que me quitara las ganas de volver a jugar) que en los armarios no se escondía nadie, porque es donde todo el mundo buscaría en primer lugar.

Pero yo no la creí, claro, porque engañarme ha sido el deporte favorito de mis hermanos, desde siempre. Y nunca se lo he reprochado. Quizás porque el jugo d’scondit me ha permitido desquitarme de ellos con total satisfacción. Cada una de sus derrotas era una de mis victorias.

Abrí las puertas del armario grande, el lacado en blanco, separé dos abrigos protegidos con sus bolsas de plástico y me interné en la espesura textil... El suelo estaba húmedo y crecían juncos verdísimos y flexibles, aunque no vi ningún río ni corriente de agua que se le pareciese. Oí, sí, hacia los estantes donde mamá guardaba las mantas, los graznidos de una bandada de patos que volaba a mucha altura. Temí que sonaran disparos de cazadores, pero regresó el silencio y yo seguí andando, bajo la lluvia finísima que se desató de repente, un auténtico calabobos, entre chaquetas, abrigos, zamarras y pantalones, hasta que choqué con una percha de la que pendían no menos de diez cinturones de todo tipo. Me sobresalté, por el contacto de la piel húmeda contra mi rostro tenso y atento, como los besos del perro de un amiguito de la guardería, ’Duardo.

Me agaché hasta ponerme en cuclillas y decidí buscar a fondo, ascendiendo por el interior de aquellos abrigos forrados de plástico. ¡Menuda asfixia! Allí no había nadie y yo estaba empezando a sentirme molesto con aquella agua hasta los tobillos y con la que me caía sobre el cuerpo como una lluvia de pegamento líquido... Estornudé tres veces consecutivas, como si hubiera aspirado la agresiva pimienta en polvo —«Huele, huele, Lolo, verás qué divertido», ¡la bromita pesada que me hicieron bastantes años más tarde en un recreo escolar!— y di por concluida la búsqueda en el armario, aun a sabiendas de que no había agotado aquel vasto territorio y de que acaso Va o mamá estuvieran en algún rincón inverosímil del mismo.

Al salir del armario cogí una toalla del armario de enfrente, el descubierto, y me sequé la cabeza, los brazos, las piernas y los pies, de modo que no quedara ni el más mínimo rastro de agua que pudiera encolerizar a mamá si se tropezaba con ella, porque, aunque de natural afable y disposición cariñosa, no soportaba que le mancháramos ni una baldosa después de haberse dado, como ella decía, una «panzada» de limpiar que quedaba «deslomada», sin que nadie se lo agradeciera.

Cuando me di cuenta de que me había limpiado las suelas de los zapatos en la misma toalla donde me había secado el cuerpo, me percaté de que me acabaría cayendo una buena bronca si mi madre deducía que sólo podía haber sido yo el autor de tan fenomenal desaguisado («¡Dónd’stás, gañanillo, qu’has manchado así mis toallas, con tal iniquidad, no t’scondas, sal con gallardía y afronta tu castigo, patanazo!», gritaría ella mitad indignada, mitad risueña, sin que casi nunca supiéramos, ni mis hermanos ni yo, cuál de las dos balanzas, la comprensión o la indignación, acabaría venciéndose... al plantarse ante nosotros), por lo que corrí hacia el cubo de la ropa sucia y la entremetí cuanto pude en el cesto para hacerla retroceder en el tiempo y que fuera imposible asociarla con mi aventura.

No era verdad, lo del «deslomamiento», pero mamá ha sido siempre muy exagerada. No sé si el colmo de la exageración, que es una muy gorda, pero papá siempre ha dicho que en nuestra casa la geografía se ha vuelto loca, porque la vasca parece la andaluza y él, que aunque juguetón ha sido siempre de semblante serio, parece el mocetón del norte. Esto último lo decía siempre sacando pecho, subiendo los hombros y, a veces, poniéndose ligeramente de puntillas, porque la alta de la familia es mamá.

Por lo que acaba de salir, en esta narración tan sinuosa, morosa y deslavazada, está claro cuál era el modelo de mi inocente pavoneo cuando me ponía gallito por los elogios de papá, el único que jamás me los regateó. «¡Cusha mi manulillo qu’spabilao ha salío! ¡Arsa la grasia, mi niño!», solía decirme a veces, exagerando casi hasta el ridículo un acento que, después de tantos años fuera de su Andalucía natal, ya casi había perdido y que a mí, ignoro por qué, me abochornaba oírlo con esa lluvia de eses sobre las que patinaba como un virtuoso de la cuchilla sobre el hielo. Me parecía que se dirigía a una mascota, en vez de a uno de sus hijos. Nunca se lo he reprochado, sin embargo; aunque cuando crecí un poco dejó de hacerlo.

Después del armario me dirigí hacia la cocina, donde bien hubiera podido sonreírme la suerte, pues eran muchas horas las que pasábamos en aquel espacio como para que no hubiera por allí algún que otro cajón, armario o trampilla bajo el fregadero donde hurtarse a mi búsqueda. De camino, no se me olvidó mirar hacia los techos. Era difícil que jugadores tan expertos como los de mi familia cometieran ese error de principiantes, atravesarse en el pasillo por encima de los dinteles de las puertas, pegaditos a las bovedillas que se forman entre las viejas vigas de madera de la casa; pero, aun a riesgo de descuidar la vigilancia de zócalos y esquinas, me convencí de que «a mí no me la iban a dar con queso»..., una expresión que yo utilizaba sin comprender en absoluto qué podría significar, aunque, por el tono como la decían mis hermanos, yo entendía que equivalía, en mi caso, a una posición de firmeza frente a sus artimañas y sus trucos poco limpios. Cuando se me ocurrió, ¡en mala hora!, decir trucos sucios, nuestra madre me echó una reprimenda «de padre y señor mío», o sea, que se puso seria como un presentador de telediario y acabó con la exigencia de costumbre: «¡Nunca más, una acusación así, ¿m’has oído?, nunca más!»

Miré, pues, hacia las bovedillas, aun a riesgo de que se rieran de mí, si me podían observar desde sus scondits. Porque ésa era otra dificultad añadida: quienes se ocultaban podían cambiar d’scondit cada vez que quisieran. ¡Cuántas veces he tenido la sensación, sobre todo de mayor, de que alguno de mis hermanos o de mis padres se me calcaban a la espalda, hasta casi tocarme, y, haciendo exactamente los mismos movimientos que yo, me era imposible descubrirlos, por más rápido que me moviera para desenmascararlos! Como si fueran sombras verticales pegadas a mí. Sombras que se desprendían de mi cuerpo y se quedaban en la habitación que justamente acababa de dar por revisada.

Antes de llegar a la cocina me llevé la relativa sorpresa de descubrir que mi padre se había salvado y estaba, sonriente y retador, sentado en el sofá al que yo volvía, inútilmente, para protegerme de súbitas apariciones. Le agradecí con una sonrisa de reconocimiento que no cediera a la tentación de indicarme un camino, una pista. Su imparcialidad me llenó de orgullo: ¡confiaba en mí! A pesar de mi escasa edad, me consideraba uno más, en igualdad de condiciones con el resto.

Va, Josu y mamá, el resto, podrían haber hecho lo mismo que él, pero les encantaba permanecer ocultos hasta que el buscador de turno decidiera rendirse, momento en el que ellos emergían, nunca se sabía bien de dónde, pero siempre con una indescriptible sonrisa en el rostro: la que sólo daba a entender un único y repetido mensaje, dirigido al pequeño gran perdedor: «Aún falta mucho camino por andar, ¿o no, mingajillo?»

Yo lo encajaba como podía, pero lo que ellos no sabían era la poderosísima fuerza interior que esa frase me insuflaba cada vez que la oía. Me llenaba de un pundonor tal, que estoy convencido de que a ella debo el haberme convertido en el auténtico especialista que he acabado siendo, para bien o para mal, que jamás he estado seguro de para qué de los dos...

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2009
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