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Jugo d’scondit

Tercera parte

Dimas Mas
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Mis padres creyeron que mi socialización en la guardería me apartaría un poco de la pasión con que me había sumado a la costumbre familiar de nuestro jugo favorito, que el contacto con otros niños y niñas ampliaría el campo de mis intereses y mis pasatiempos. Mi cuidadora, Ana, sin embargo, no tardó mucho en requerir su presencia, hacia finales del primer trimestre, para que le explicaran por qué yo no pensaba en otra cosa que en ese jugo tan raro, porque era tal mi insistencia en ello que o se jugaba a ese jugo o no se podía contar conmigo para nada en absoluto. Al parecer, les dijo que estaba tan absorbido por ese jugo —y no creo que quisiera hacer un jugo de palabras...— que me desinteresaba totalmente de cualesquiera otras actividades de las muchísimas que parecían inventarse cada día, ¡a cada hora!, para tenernos todo el día atareados.

A mis padres debió de costarles mucho dar las explicaciones que se les pedían. Yo no estuve presente cuando ellos hablaron con mi señorita, pero por la cara con que ésta vino a recogerme a nuestra clase para devolverme a mis padres, pasadas ya las seis de la tarde, comprendí que no había sacado nada en claro de la entrevista.

Vino un poco de morros, casi como nos poníamos nosotros cuando nos peleábamos por los motivos más tontos, y eso no presagiaba nada bueno. No es que perdiera, Ana, los nervios con facilidad, pero más de una vez se le había escapado alguna que otra voz más alta e indignada de lo que podría suponerse que habrían de ser las apropiadas para tratar a unos niños que aún eran, como yo lo era en grado extremo, irresponsables.

Su gesto favorito, que aún recuerdo con ternura, era la ascensión sincronizada de los globos oculares hasta la frontera de la frente y el nacimiento del cabello. Allí se detenían en seco, como si el bosque capilar exhalara una niebla que los asustara y temieran, en consecuencia, perderse irremediablemente. Se dejaban caer, entonces, por la frente, de vuelta a su sitio, donde se encajaban al tiempo que de su boca se elevaba, con el tono amenazador de la desaprobación, un chasquido cuyo significado no tardé en comprender; un chasquido de contrariedad que con posterioridad, en boca de muchas otras personas, hube de escuchar cientos de veces durante el resto de mi vida.

—¡Manuel! ¡Sal inmediatamente, por favor! ¡Ya!

No era una petición, a pesar del «por favor» reglamentario, sino una orden que debía obedecer cuanto antes, si no quería que, además de los nervios, Ana perdiera la paciencia ¡y hasta los modales! Más de una vez, con anterioridad, había sufrido yo la tenaza de su mano en mi brazo y el consiguiente zarandeo que, al dejar yo el cuerpo muerto, me convertía casi en un pelele. Mi actitud la enfadaba aún más, porque supongo que tendría miedo de acabar haciéndome daño, pero yo me sentía protegido. Inconscientemente debí pensar que resistirme acrecentaría las posibilidades de ser dañado de verdad. El instinto de supervivencia fue, en realidad, lo que me dictó el comportamiento. Y estaba muy relacionado con nuestra afición familiar al jugo d’scondit.

—ManuEl, no tE lo vuElvo a rEpEtir. Por última vEz: sal ya dE dondE tE hayas Escondido, ¿mE oyEs?

Ana pronunciaba la letra scondida de mi nombre y la del propio jugo d’scondit con un aire de desafío mayúsculo que a mí me irritaba, como si fuera la ristra de ajos con que se protegen los crédulos ante los vampiros del infierno. Por eso aquella tarde que vino a buscarme para llevarme con mis padres y se puso como se puso al no verme en la clase, decidí que no iba a salir de donde estaba, y que era ella quien tendría que buscarme, le disgustase o no, por toda la guardería, hasta encontrarme, ¡o no!

Mis padres le habían pedido, por razones difíciles de comprender para cualquiera, que se dirigiera a mí llamándome Manulín, Manolo, Manulillo e incluso Lolo, pero ella no cedió. Se trataba, según les dijo, de una cuestión de principios. Mucho más tarde, ya de mayor, supe que «las cuestiones de principios» son todas aquellas en las que uno puede exhibir su más absurda terquedad sin tener que dar explicaciones por ello.

Así pues, ella gritaba y yo seguía la desesperación de sus gritos desde mi refugio inviolable, porque mi señorita Ana era incapaz de encontrar una palmera en un oasis. Y justo antes de que se presentaran mis padres en nuestra clase, cansados de esperar que mi seño y yo apareciéramos en el recibidor, para regresar a casa, me volví hacia la pared contra la que se recortaba mi pequeño abrigo y bajé las piernas para apoyarme un rato en el piso y descansar, porque, agarrado al perchero y encogido como un jugador de fútbol lesionado en la rodilla, parecía un vampiro fatigado de estar vuelto del revés.

Sin saber cómo ni por qué, aunque consciente de que no pisaba el suelo de baldosas de la guardería, sino un parquet de madera crujiente y encerada con fruición, aparté mecánicamente el abrigo que ya no tenía delante y me vi en un piso oscuro, silencioso y de suelo tan brillante que la poca luz que entraba en aquel espacio se multiplicaba al contacto con aquel brillo céreo (esta palabreja, casi como la mayoría de las que uso para esta verdadera historia de una pasión personal y familiar, la aprendí bastante más tarde, ¡y con no poco esfuerzo!, porque sistemáticamente la confundía con «cerúleo»...); brillo, decía, que permitía, al menos, caminar sin temor a darse un buen trompazo en las narices con cualquier obstáculo imprevisto.

—¿Eres tú, Silverio?

La voz que me hacía una pregunta tan extraña como difícil de contestar me llegó muy apagada desde un lugar indeterminado de la oscura vivienda que de ninguna de las maneras era mi guardería. Caminé por un pasillo en cuyas paredes colgaban cuadros con imágenes que apenas podía distinguir por la escasa luz que había, aunque sí recuerdo que me impresionó el color rojo intenso de varios de ellos. No iba a tientas, pero casi. Al final del pasillo había algo más de luz, de una tonalidad amarillenta que me llamó la atención, como si las ventanas estuvieran cubiertas por esos papeles amarillos tan frágiles que usamos en la guardería para adornos en las representaciones ante los padres. En una de estas actuaciones medio teatrales medio circenses, por cierto, conseguí pasar tan desapercibido que hasta mis padres se inquietaron. Me descubrió la risa que no pude disimular, porque, de tanto mirar sus ojos hacia izquierda y derecha, pensé que se acabarían tropezando a medio camino y se quedarían irremediablemente bizcos...

Pero mejor dejo el teatro de los mocos y los llantos, motivo de risas y regocijo de los padres parapetados tras las cámaras de fotos y de vídeo, y sigo donde estaba..., en aquella casa en penumbra por la que la voz se extendió como una alfombra que se desenrolla al llegar los primeros fríos: mullida y acogedora.

Ignoraba si alguien, desde alguna habitación, respondería a aquella pregunta, pero pasaron los minutos y no me pareció que el llamado Silverio acabara confirmando su presencia. Cuando llegué a lo que parecía el salón principal de la vivienda y volví la vista hacia el pasillo por el que había llegado hasta allí, caí en la cuenta de que la distribución de los espacios me era familiar, como si ya hubiese estado antes en esa casa a la que acababa de llegar desde mi percha.

—¿Eres tú, Silverio? Mira que te gusta jugar, traviesillo...

¿Me estaba confundiendo con alguien? ¿Quién hablaba, además? La voz parecía de una persona mayor, muy mayor, mucho más que mis padres e incluso que mis abuelos... Me llegó como si fuera una voz con dos siglos, por lo menos. Y no sabía aún desde dónde me llegaba. La oí con nitidez, eso sí, pero no lograba determinar el sitio exacto de donde provenía. ¿Me la estaba imaginando yo?

De repente se me ocurrió que ese Silverio quizás fuera un gato. A las personas mayores les gustan los gatos, porque son tranquilos, independientes y no hay que bajarlos a la calle, a diferencia de lo que pasa con los perros, y también porque se les suben en el regazo, les calientan el vientre y se dejan acariciar con pasmosa tranquilidad.

Instintivamente busqué, en la oscuridad del pasillo al que había vuelto, el brillo de los ojos gatunos, pues, si se trataba de un gato, seguro que andábamos los dos por la casa, esquivándonos en silencio. ¡Quién podía saber si en ese mismo momento de la ocurrencia no estaría el gato Silverio justo detrás de mí! Me volví como el rayo, pero no lo descubrí. Nunca había disfrutado del jugo d’scondit con un gato e ignoraba si los tales eran o no aficionados a él, pero, por lo que luego la vida me enseñó, sólo los gatos, entre los animales, son capaces de practicarlo. Está en su instinto, desaparecer, perderse, ocultarse. Descubren scondrijos insospechados y sólo los abandonan por otros aún más recónditos, donde nadie los moleste ni los gobierne. La posibilidad de que el gato fuera negro añadía, además, una dificultad insuperable. Al margen del oscuro y nefasto augurio que ello representaba, claro está...

Detrás de mí sólo había penumbra. De repente, sin embargo, se abrió una de las puertas del pasillo y un chorro de luz que me cegó me dejó literalmente estampado contra la pared, sin posibilidad de hurtar el bulto, expuesto a la presencia de quien, a contraluz, como yo la miraba, apenas podía distinguir sino que era una mujer de edad indefinida que llevaba algo en las manos: una bandeja con vajilla: ¿unas tazas, una cafetera, unos bollos?

Parecía la luz intensa de un quirófano —luz que luego, al hacerme mayor, conocería la mar de bien por dos o tres problemillas de salud que acabarían quebrantándomela— o la de unos focos teatrales enfocados hacia los espectadores, para dejar a los actores, desfigurados, en una penumbra similar a aquella de la de que yo había disfrutado hasta ese momento.

—Silverio, hijo, ¿estás aquí?

No me atreví a responder.

¿Era una mujer ciega?

La vajilla tintineaba, como si, de repente, se hubiera emocionado por algo. ¿Por descubrirme?

Seguí sin decir palabra. Se trataba de un encuentro que parecía sorprendernos a los dos. Tardé unos segundos en convencerme de que, en efecto, se trataba de una mujer ciega, lo que me impresionó mucho, pues no sabía cómo tenía que reaccionar. El leve temblor de sus manos delataba una emoción cuyo alcance trataba de controlar, ¿para que no se desbordara? ¿Quién era yo, el bien hallado Silverio? ¿Su hijo? ¿Su nieto? ¿Su gato!

—Vamos a merendar, anda, que se enfrían los picatostes, Silverio.

Abrí yo la marcha hacia lo que supuse que era el salón comedor y, detrás de mí, seguí oyendo el leve temblor de la vajilla sobre la bandeja. Al llegar al salón, sin embargo, ¡la bandeja ya estaba sobre la mesa y la viejecita apareció por uno de los lados, después de haber accionado el interruptor de la luz!

De nuevo instintivamente, volví a girarme para saber si aún me seguía, a pesar de tenerla, como en realidad la tenía, delante de mí, invitándome con una sonrisa dulce a acercarme a la mesa y a merendar. No tenía miedo, pero sí estaba algo inquieto. La afabilidad de la viejecita me tranquilizaba, porque me recordaba la de mis propias abuelas, pero yo no me llamaba Silverio...

Con la luz encendida, el salón se llenó de objetos que recordaban otros tiempos, sin duda lejanos. Era muy distinto del de nuestra casa. Había muebles oscuros, con estantes protegidos con una balaustrada de pequeñas columnas de madera tras de las que se exhibían unos platos de porcelana muy decorados y una sopera que hacía juego con ellos. En una pequeña mesa de tres patas, de aspecto muy frágil, había una lámpara con una tulipa de cristal verde y un portarretratos de madera orlado por una especie de rejilla que, por la parte superior, crecía hacia arriba como la llama de una chimenea. En la fotografía aparecía una pareja de novios, o de recién casados: él, de pie, muy serio, con unos bigotes de guías retorcidas y unas patillas que le cubrían casi toda la cara, menos la barbilla; ella, sentada, con el velo echado hacia atrás, las manos cruzadas sobre el regazo, sosteniendo el ramo de novia, y una sonrisa inexplicable, como si, para ella, fuese un retrato de feria, en vez del que la ocasión solemne exige. En el techo colgaba una araña de cristal con tantísimas bombillas diminutas que me pareció un esfuerzo agotador tratar de contarlas... ¿Y si mientras las contaba la viejecita desaparecía y tenía yo que lanzarme en su búsqueda? No me hizo ninguna gracia —¡después de lo que no había visto: cómo me adelantaba por el pasillo!— tener que competir con ella, ¡y en su terreno! También había un abanico colgado en la pared, dentro de una caja de cristal. Las varillas del mismo eran del color del marfil y la tela estaba llena de agujeros, como si lo hubiesen fabricado sólo para adornar, no para mitigar el calor...

¡Algo había en esa habitación, y en la casa en general, que me indujeron a expresarme como yo ni sabía ni podía!, y que ahora repito. Porque mi memoria reproduce con fiel exactitud lo que pensé en aquellos momentos ¿Había dado un salto en el tiempo? ¿Estaba «en los tiempos de Maricastaña», que decía una de mis abuelas para responder a nuestra impertinente pregunta de cuándo había nacido?

—¿No comes, hijo? Mira que se enfrían y luego te pueden sentar mal... ¿No tienes hambre? ¡Con lo que a ti te gustan los picatostes!

Yo aún no había abierto la boca, ni para hablar ni, mucho menos, para comer. Estaba paralizado. La viejecita me miraba con una permanente sonrisa en los labios y me había acercado la taza, con el chocolate humeante, y la bandeja con los picatostes, una especie de bollo de pan frito y recubierto de azúcar que recordaba, aunque con otra forma, a las rosquillas.

Había algo en el ambiente que me frenaba, que me decía que no comiera nada de aquello, como si contuviera algún veneno y aquella viejecita tan dulce y agradable fuera a convertirse, así que yo lo hubiera ingerido, en la bruja maligna que en realidad era. ¡Con qué nitidez oí las fieras carcajadas que se burlaban de mi ingenuidad de niño glotón!

La viejecita, que rebosaba la amabilidad almibarada de los cuentos que mis padres solían leerme por las noches para que me durmiera con el arrullo de sus voces cariñosas, me miraba directamente a los ojos y me sonreía. Estuve tentado de hacer lo que se suele para comprobar si era ciega o no: limpiarle el aire con el limpiaparabrisas de la mano a un palmo de sus narices. Me contuve. ¿Y si veía perfectamente? ¡Menuda vergüenza, entonces! El color rojo de mi cara sería capaz de iluminar la habitación, como en una puesta de sol en la sabana africana.

—¿No tienes hambre, Silverio?

—Sí, sí, ya empiezo.

—Venga..., ¡con lo que a ti te gustan los picatostes, galopín!

Seguía mirándome como si se hubiera quedado petrificada, aunque el tono de su voz seguía teniendo esa calidez acogedora de las abuelitas de los cuentos.

Jamás había visto un peinado como el suyo, con trenzas blanquísimas que se entrecruzaban sobre su cabeza como un laberinto de caminos. Iba vestida de negro, con un traje lleno de botones y llevaba sobre los hombros un echarpe de lana que parecía cosido al traje, porque no se le movía ni un milímetro cuando, con delicados movimientos del brazo y de la mano, me invitaba a empezar a merendar.

—¡Pero bueno, Silverio, qué sorpresa: estás desconocido!

Era el momento, sin duda, de confesar abiertamente que yo no era Silverio, que me llamaba Manulillo, y que era la primera vez que nos veíamos... ¿Me atrevería a usar la palabra «ver» delante de ella? ¿Me atrevería a revelarle que me daba miedo comer aquellos bollos por si estaban envenenados?

—Ni que les hubiera puesto veneno, desconfiado...

¡Menudo respingo, el que di sobre la silla! Como que estuve a punto de aterrizar con el culo sobre el suelo resplandeciente...

Ahora sí que nadie podría convencerme de que la vieja que tenía delante no tardaría ni un minuto, cuando le diera la ventolera, en transformarse en un ser infernal, en una bruja llena de verrugas de las que colgarían unos pelos negrísimos y gruesos, como cables de hierro; con una nariz retorcida hacia el labio y en la que destacaría un repugnante grano rojo lleno de pequeños y purulentos puntos blancos; tocada —¡cuánto me costó distinguir esta «tocada» del verbo «tocar»!— con un altísimo sombrero de pico del que sobresaldría una melena sucia y de color gris que descendería, en una cascada grasienta de rizos apelmazados, hasta la cintura.

—Es que... —me atreví a decir, olvidándome por completo de nuestra lengua lusiva, a pesar de haberme encontrado con la vieja mientras jugaba a l’scondit con Ana, ¡sin que ella lo supiera...!

—¡Nada de excusas, tunantón! Que aún me acuerdo de la última vez que desapareciste y me dejaste con los picatostes crujientes y la jícara a rebosar...

Lo último no lo entendí, pero de repente me alarmé: había algo en el tono de su voz que había cambiado radicalmente. Había desaparecido la afectuosa amabilidad del primer encuentro y percibí con absoluta claridad lo que no podía ser entendido de otra manera que como una amenaza. Mi corta experiencia de vida fraternal había dado de sí lo bastante como para tener, al menos, esa certeza. Pocas fueron las que tuve tiempo después, cuando seguí creciendo; pero siempre he conservado esa que adquirí a tan temprana edad.

¿Había llegado el momento, así pues, y sin esperar al conteo reglamentario, de buscar l’scondit más recóndito imaginable, desde donde poder regresar, ¡si podía!, al encuentro con Ana y con mis padres? ¿O debería meterle el diente a esos picatostes que me ofrecía la viejecita y disfrutar de la merienda? Por otro lado —¡y un lado la mar de oscuro, de tenebroso!—, la alusión a esa desaparición, ¿qué significaba exactamente? ¿También el buen Silverio era un aficionado al jugo d’scondit?

No sabía ni qué hacer ni qué pensar ni, por supuesto, qué decir, pero se acercaba el momento inaplazable de manifestarme en un sentido o en otro de los que se me ofrecían. ¡Tan pocos, ay, que me comenzaron a sudar las manos y la cara como si acabaran de encender una calefacción potentísima...! Me giré hacia el pasillo buscando las lenguas de fuego de lo que percibí como el efecto de un incendio que se desplazaba por el piso hacia donde estábamos mi obsequiosa anfitriona y yo, dispuestas, ¡ellas sí!, a merendársenos en un periquete. ¡Necesitaba mejores opciones de las que ya tenía! Como la que se me ocurrió, ni sé cómo, porque no fui consciente de haber dicho mis propias palabras, cuando la miré fijamente y le dije:

—Tengo pipí...

Su sonrisa deshizo el leve rictus de impaciencia y contrariedad que le había provocado mi terco silencio y los ojos —¡los que aún no sabía yo si me veían o no!— le brillaron como si dos lágrimas se hubieran paseado por ellos, enterneciéndola. ¡A saber qué recuerdos había despertado en su memoria mi imprevisible necesidad!

—¿Popó también?

¿Pudo ver mi gesto de absoluta extrañeza? Frases ininteligibles oía muchas, tanto en casa como en la propia guardería, pero aquella se llevaba la palma de la originalidad, desde luego. Yo seguía sin responder, porque estaba convencido de que mi rostro expresaba a la perfección mi ignorancia de qué fuera aquello por lo que me preguntaba, con tanto pudor, la vieja dama.

—Aguas menores, así pues...

—Ssssí —patiné con temor por mi respuesta, exponiéndome a la ingrata posibilidad de tener que justificar que no sabía de qué me estaba hablando con esa otra expresión, en caso de que no se refiriera a lo que intuí que era: mi tímido pipí.

Me precedió por el pasillo y me acompañó hasta el váter, que estaba en la galería que daba al patio que se comunicaba con el de la guardería, del que lo separaba una valla de ladrillos rematada por una verja de hierro entre cuyos barrotes se me representó enseguida que podría caber mi pequeño cuerpecillo asustado... Miré, angustiado, hacia la puerta de la galería para asegurarme de que no estuviera cerrada con llave, pero la penumbra me impidió confirmarlo.

Entré en el váter, cerré la puerta y me senté en la taza más para reflexionar cómo podía salir de aquella casa misteriosa que propiamente para hacer un pipí que tenía cortado y más que cortado: ¡ni una gotita me salió!, por la congoja que estaba padeciendo...

¿Qué me quedaba por decir, después de tirar de la cadena? ¿Cómo podía evitar los apetitosos picatostes? ¿De qué modo la podría convencer para que me permitiera salir al patio? ¿Que tenía calor? ¿Que necesitaba respirar aire fresco porque era asmático, como ’Duardo, y no llevaba conmigo el Ventolín...? ¿Me haría caso o me obligaría, por las buenas o por las malas, a comerme aquellos picatostes que estaban comenzando a sentarme fatal sin haber probado ninguno?

Correr hacia la puerta de entrada no tenía sentido, porque los viejos cierran con doble vuelta de llave y echan los pasadores de los cierres adicionales, como hacen mis propios abuelos, porque cuando vamos a visitarlos nos estamos allí en el rellano nuestros buenos cinco minutos hasta que acaban de descorrer todos los cerrojos y quitarles las vueltas a la llave...

¡De repente oí la voz de Ana y de mis padres que me llamaban desde el otro lado del tabique del cuarto de baño! No me atreví a gritar para no delatarme, pero, con toda la precaución del mundo, comencé a dar pequeños golpes contra la pared, al principio con la mano desnuda, después con el puño y, finalmente, amortiguándolos con una toalla, con el mango de la escobilla de limpiar el váter..., aunque al hacerlo me salpicaron, sin que pudiera evitarlo, unas gotillas, que preferí pensar que eran de agua..., en plena cara.

—¿Te pasa algo, Silverio, necesitas ayuda? ¿Quieres que pase?

—No, no, ya salgo, ya estoy, madre...

¡Cómo se me ocurrió llamarla así! ¿Por qué, de buenas a primeras, habían decidido mis palabras —¡que no yo!— quién era yo y cuál era mi relación con esa mujer que aguardaba al otro lado de la puerta? Salí, finalmente, y ella se agachó, con sorprendente agilidad, para darme un abrazo que noté como si me envolvieran con una bufanda recién sacada del congelador, a pesar de lo cual inicié la representación de mis dificultades respiratorias...

—¿Asma tú, Silverio, hijo mío?

No parecía dispuesta a seguirme la corriente, por lo que comencé a separarme el cuello del jersey de la garganta y a respirar con la angustia de los peces fuera del agua...

—Necesito aire fresco...

—Sí, sí, claro... Salgamos a la terraza...

¡No había sido tan difícil! ¿Fue la palabra «madre» la que la enterneció tanto como para no darse cuenta de que iba a caer en mi inocente trampa? El caso es que ella sacó del delantal de su bata una llave que me pareció enorme, como si fuera la de la puerta de un castillo, y, ayudándose con las dos manos, la giró en la cerradura para abrir el último obstáculo que tenía que salvar para reunirme de nuevo con mis verdaderos padres y, en aquel momento, ¡mi queridísima seño Ana!

Le costaba tanto abrirla que parecía que no lo hubiera hecho en mil años... Pensé durante unos segundos en que, en efecto, jamás la habíamos visto, durante las horas de recreo, regando las macetas o simplemente quejándose a nuestras maestras del ruido insoportable que hacíamos, porque, a juzgar por la palidez de su rostro, lo de tomar el sol no era algo que ella hiciera a menudo... ¡A lo mejor le pasaba como a los vampiros, que un rayo de sol los mataba!

Cuando acabó se giró hacia mí y, con una sonrisa equívoca, a medio camino entre la alegría menguada y el despecho reprimido, me invitó a salir para que el aire frío del anochecer me aliviara...

—Gracias.

—Las que tú tenías...

Tampoco esa vez le entendí ni jota, aunque sí percibí la tristeza infinita de su tono, como si le acabara de abrir la puerta al gato y supiera que se iba a conocer tejados y terrazas lejanos de los que quizás ya no volviera jamás. Al final, vaya por dónde, ¡había acabado apareciendo el gato!

Sin pensármelo dos veces, sin decir nada ni mirar atrás para despedirme de ella, corrí hacia el murete que separaba los dos patios, trepé por él y, mientras gritaba «¡Mamá!, ¡mamá!», con toda mi alma, quise introducirme entre los barrotes, ¡pero el espacio era más estrecho de lo que mi imaginación me había representado! Me giré, ¡jamás debí haberlo hecho!, y vi que la vieja se había convertido en una inmensa gata negra lanuda, con el pecho intensamente blanco, que, aplastada contra el suelo, como si fuera a reptar por él en vez de a saltar para cazarme, se lanzó tras de mí, con la mirada tan fiera como iluminada y las uñas extendidas como hoces gigantescas, dispuestas a hacerme picadillo, antes que dejarme escapar... «¡Mamá!, ¡mamá!», seguía gritando mientras, lleno de terror, tomé la decisión de saltar por sobre las agudas puntas de flecha de la verja, sin considerar el peligro al que me exponía.

—¡Manul, hijo!

—¡Mamá, que me pilla, mamá...! —grité nada más ver a mis padres, llena la voz de llanto, mientras sentía un desgarrón en mi pierna izquierda, como una intensa quemadura...

—¡Pero qué haces ahí subido, hijo! —le salió a mi padre la vena lógica, aunque sin descuidar las acciones necesarias para ayudarme, porque, de un ágil salto, se encaramó al murete y, justo cuando la gran gata iba a descargar su zarpa contra mi cintura...

—¡Cuidado, papá, la gata...!

—¡Pero qué gata ni qué gaitas, hijo! ¡Déjate de historias y agárrate fuerte! ¡Vamos allá, aventurerillo!

Me izó con la seguridad de quien conoce al dedillo sus propias fuerzas y me llevó al lado de la tranquilidad y el cariño bien entendido. Aunque tuve que aguantar los reproches por triplicado, Ana y mis padres se quitaban unos a otros la palabra para censurarme el «allanamiento de morada» que había cometido, ¡como si yo entendiese qué significaba eso!, no duró mucho el chaparrón de reproches merecidos, porque ya éramos los últimos en la guardería y había un horario oficial de cierre.

Salimos juntos al rellano de la escalera y ya nos disponíamos a bajar cuando se abrió la puerta de enfrente ¡y apareció la vieja con quien yo había estado hasta hacía unos momentos! Llevaba un bastón y seguía teniendo la misma mirada inquietante..., pero la pechera blanca de la gata se había convertido en un delantal inmaculado, adornado con unos bordes de puntilla...

—¿Silverio, eres tú...?

—No, doña Ágata, éste es Manu... lillo —accedió incomprensiblemente Ana, después de su enfado morrocotudo, a utilizar nuestra lengua lusiva con la vieja vecina—. Y éstos, sus padres, que han venido a recogerlo. Ande, métase para adentro, no vaya a coger frío...

—Adiós, Silverio, hasta nunca...

Desapareció tras la puerta y oímos cómo echaba los mil y un cerrojos con que se protegía de cualquier invasión inesperada y peligrosa.

—No le hagan caso. La pobre, además de ciega, está ya un poco trastornada. Demencia senil, seguramente... —les explicó Ana a mis padres—. Se cree que todos los niños de la guardería son un tal Silverio, que debió de ser su hijo, da la impresión, pero no sabemos si es que murió o si un buen día la abandonó y no volvió a saber de él... Pero es inofensiva. Por otro lado, es una suerte tenerla de vecina, porque con lo mal que anda de oído...

Mis padres asintieron y no se explicaban, apenas la vieja hubo aparecido en el rellano, por qué yo me había metido entre ellos y me aferraba a sus piernas como si temiera que la corriente de un río desmadrado me llevara consigo.

—Eso sí, aún hace unos picatostes de chuparse los dedos...

—¡Hijo, que me haces daño...!

Me aferré a mi madre con toda mi fuerza, que ya era alguna a aquella edad, y se quejó con razón, porque le clavé las uñas en la cara interior del muslo. Me miró severamente, con cara de no poder explicarse el porqué de mi reacción. Mi padre aguantó algo más, pues siempre las ha tenido muy musculadas, por el ejercicio, pero acusó el pellizco y también se separó de mí y me ofreció la mano como todo asidero.

De ambas manos, de las de mis padres, salí de aquella extraña aventura scondital que, después de las explicaciones que les dio mi profesora Ana en el rellano del piso, jamás les conté, ni a ellos ni a nadie, hasta hoy, que se la cuento a todo el mundo, mis padres incluidos, claro. ¡Cómo se sorprenderán si alguna vez llegan a leerla! ¿Me perdonarán que la haya mantenido oculta tantísimo tiempo? Va y Josu simplemente dirán que son fantasías mías, pues siempre me tuvieron por un mentiroso redomado que sólo buscaba, ¡desde los tres añitos, nada menos!, darse importancia y, ¡ahí les dolía!, quitársela a ellos, que con tanto afán se han preocupado siempre por quedar bien a ojos de nuestros padres, yo creo que casi desde que nacieron, algo en lo que aún siguen empeñados, los dos..., compitiendo entre sí como dos criaturas, ahora que tienen claro que yo no tomo parte en esa competición absurda y que les dejo el camino libre, ¡«expedito»!, como me lo enseñaron a decir en la clase de latín, que era de las pocas de las que, cuando llegué al instituto, no me gustaba escaparme...

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Copyright ©Dimas Mas, 2009
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Fecha de publicaciónNoviembre 2009
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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