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El origen de la desesperación

Primera parte

Capítulo IV

Musa Ammar Majad
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Se­gui­do por el perro, Ed­mun­do de Char­tres re­co­rrió la si­len­cio­sa dis­tan­cia que lo se­pa­ra­ba de la calle del Tem­plo, a unos cuan­tos me­tros del oc­to­go­nal «Tem­plo del Señor», la an­ti­gua mez­qui­ta de la Roca. Una media luna que se diría sa­rra­ce­na mos­tra­ba, a la par de los gru­ñi­dos im­per­ti­nen­tes, de­trás de res­tos de muro y fren­te a la pared, un mon­tón de ro­pa­jes, un bulto, quizá un men­di­go o un le­pro­so es­ca­pa­do del Hos­pi­tal de Le­pro­sos de San Lá­za­ro. El tem­pla­rio dio un paso hacia de­lan­te y el ani­mal ladró con in­sos­pe­cha­da furia hasta que el fardo le­ve­men­te se movió; sin más, el perro co­rrió hasta los mer­ca­dos, ubi­ca­dos al final de la calle, dando la im­pre­sión de haber sido lan­za­do por un brazo her­cú­leo. Nubes ex­ten­di­das como mor­ta­jas cer­ca­ron la luna. Todo era noche que en la noche se ex­tra­via­ba. In­mó­vil en el des­co­no­ci­mien­to del inicio de su pro­pia tra­ge­dia, Ed­mun­do de Char­tres aguar­dó la luz en la que se su­ce­de­rían las pie­dras, el bulto, la pared, las manos que re­co­rre­rían el es­pa­cio para apar­tar la gas­ta­da tela que ve­da­ba la iden­ti­fi­ca­ción de aquel que os­ten­ta­ba la pa­si­vi­dad de un muer­to.

—¿Quién eres? —pre­gun­tó el tem­pla­rio, en su idio­ma pri­me­ro, en árabe des­pués.

Mien­tras vol­tea­ba la hoja para con­ti­nuar le­yen­do, una son­ri­sa o, mejor, su re­me­do, como si no exis­tie­ra en aquel cuer­po agos­ta­do y ma­ci­len­to una ex­pre­sión cor­po­ral más apro­pia­da, se di­bu­ja­ba en los la­bios de Wal­ter Gree­ne. Nin­gún es­pec­ta­dor podía ob­viar tal hecho, que me sen­ten­cia­ba a ser presa de un uni­ver­so com­pri­mi­do en un viejo edi­fi­cio lon­di­nen­se. Allí, en ese pe­rí­me­tro, sien­do menos vi­den­te que cal­cu­la­dor, apo­yán­do­se en la fuer­za de años de cos­tum­bre tra­du­ci­dos, a tra­vés de la misma im­pla­ca­ble ley que rige el des­pla­za­mien­to de un ob­je­to al caer, en el im­pe­rio mi­nu­cio­so de cada una de las uni­da­des que con­for­ma­ban aquel do­mi­ci­lio, Gree­ne son­reía al co­no­cer de an­te­mano la causa de mi si­len­cio. Aguar­dó que lo mi­ra­ra para ex­pli­car­me. Dijo que la foto entre las hojas obe­de­cía a una cos­tum­bre de Lu­ciano Mi­che­lle­ti.

—No es la única —afir­mó.

Y era cier­to. Cus­to­dia­das por fra­ses alu­si­vas, fo­to­gra­fías y car­tas se en­con­tra­ban alo­ja­das en otras hojas del mismo ma­nus­cri­to. Años des­pués yo ha­bría de hacer lo mismo. Hacia 1964 ad­qui­ri­ría una re­cien­te Obra poé­ti­ca; en la pá­gi­na que con­ten­dría los ale­jan­dri­nos «Vol­ve­rá toda noche de in­som­nio: mi­nu­cio­sa. / La mano que esto es­cri­be re­na­ce­rá del mismo / vien­tre...», ha­bría de co­lo­car la foto que ahora apre­ta­ba con el pul­gar y el ín­di­ce.

A in­ter­va­los, la mujer ele­va­ba su vista por sobre la ca­be­za del tem­pla­rio. No mi­ra­ba la luna, en par­ti­cu­lar, ni el cielo, en ge­ne­ral. Bus­ca­ba con la misma aten­ción de quien lo hace en un mapa. Y en tal acto re­ve­la­ba por com­ple­to su ig­no­ran­cia sobre la com­ple­ji­dad del mundo en el que se co­no­cía como un ser del Pa­raí­so: evi­ter­na carne crea­da para dis­tin­ción de los ele­gi­dos por Él. Ella y la vida eter­na con­for­ma­ban la re­com­pen­sa por el cum­pli­mien­to de los actos que desde el Cielo se pres­cri­bían. Vida des­pués de la vida, pro­ve­nía de un pa­raí­so eri­gi­do con muros do­ra­dos que cier­ta­men­te no eran de oro, con al­me­nas for­ja­das con algo que se pa­re­cía mucho a la plata, con pisos que re­cor­da­ban al rubí y que go­za­ban de la se­re­na pul­cri­tud de la luz y del aroma del ámbar y del sán­da­lo. Un pa­raí­so con lar­gas mesas en las que nunca fal­ta­ban mul­ti­tud de car­nes —ex­cep­to la carne de cerdo— y di­ver­si­dad de aro­mas, tales como el car­da­mo­mo, el betel, el aza­frán y la ca­ne­la. Un pa­raí­so con ár­bo­les fru­ta­les, flo­res y com­pli­ca­das fuen­tes de agua pro­pen­sas siem­pre a for­mas cer­ca­nas al círcu­lo, nunca al círcu­lo mismo. Un pa­raí­so con sir­vien­tes y mú­si­cos de­di­ca­dos a ale­grar el es­pí­ri­tu con la be­lle­za y va­rie­dad de sus me­lo­días. Pro­ve­nía de Ala­mut, una de las prin­ci­pa­les for­ta­le­zas Ase­si­nas.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónFebrero 2008
Colección RSSNarrativas globales
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