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El origen de la desesperación

Primera parte

Capítulo III

Musa Ammar Majad
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Escuchó cómo las puertas del sueño se cerraron en un golpe sordo con el fin de devolverlo al lugar del que había escapado por tan poco tiempo, dejándolo exhausto y sin la capacidad de distanciarse de la cercanía del suelo», leí antes de ser interrumpido.

—«... de la inmediatez de los otros en las ráfagas de ojos», Greene pronunciaba de memoria, «del mal olor del indecente perro que se acercaba y de la lánguida luz del día que dejaba de ocupar el pináculo de la cruz, encima del usurpado Domo de la Roca, para dar paso a una noche más del año mil ciento setenta y seis. Arrodillado frente a los “Establos de Salomón”, sobre el polvo áspero y ardiente de aquella Jerusalén de infinitos dueños, lamentos, pogromos y destierros, se resignó a la no menos áspera compañía del perro incrédulo y fatigado que, ignorando las miradas absolutas, comenzó a alimentarse del mismo recipiente de difusa comida y arbitrariedad compleja. Tirado en el suelo, había dormido con la cabeza en dirección a los “establos” hasta que el golpe de la vasija lo volvió a dejar con los ojos abiertos en la continuidad del castigo que, emparentado con el de sorrabar, era el camino hacia la expiación. Ahora el pellejo de una carne cruda e incierta pendía de su boca; rozándole el rostro, el perro relamía los bordes de la vasija, satisfecho. El animal liberó un feliz eructo y se sentó para rascarse con una de sus patas traseras; vomitó. Observando al perro comer de esa masa carente de forma, pestilente y multicolor, se intuyó incapaz de poder controlar su maltratado estómago. Acercó la vasija y devolvió la comida. Dejó que el perro lo ayudara a limpiar hasta el fondo aquel recipiente que, se diría, contenía la materia de sus trituradas entrañas.»

—Las reminiscencias —explicaba Greene después de un fuerte carraspeo, anunciador— no competen aquí únicamente a las crónicas medievales, en páginas posteriores se sucederán. Siempre, concluyó tu padre luego de una conversación con un amigo de Henry James en 1920, al leer una novela se repite el acto de escribirla. James lo exponía diciendo que se afronta el tema de acuerdo con la propia visión de quien lee. Así, inevitablemente, todo se modifica. La pureza no existe, no alcanza a llegar, se anula. Lo mismo sucede, decía tu padre, cuando se escribe. Se escribe en función de lo que se ha leído. No hay escapatoria.

Yo lo sabía. De la imposibilidad de ser original mi padre construyó cientos de páginas, nutriéndolas con sus miserias, que también eran ajenas, con sus palabras, que por ser suyas igual eran de otros, con sus métodos, plagiados sin misericordia ni reconocimiento, como lo hicieron otros. Ya no existían los adanes. Y había dudas de su paso por el mundo. Había dudas de todo, como si recién se descubrieran las leyes básicas del sistema solar o de la perspectiva. Dios, el Secreto, no tenía punto común con la materia, y ello lo alejaba. «Hay días en los que provoca que Dios exista, sólo para cagarse en Él», me escribió Luciano Michelleti, y enfatizaba cagarse al subrayarlo. A mí, que conocía por experiencia propia la prueba irrefutable de la no existencia de Dios, fácilmente deletreable. Deletreé:

—M I E R D A.

Por eso me gustaba la frase de mi padre: pedía restregar aquella materia hedionda en la que convergían los cabellos, las uñas, las excrecencias, el sudor, la orina, los excrementos, en fin, el hombre, solicitaba venganza, reclamaba (¿a quién?) consuelo o, al menos, una oportunidad de ser mejor. Estaba, como todos, abandonado. Todos eran extranjeros que han olvidado su idioma natal, que sólo recuerdan cómo se dice y escribe dios; terrible, al ser escépticos.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2008
Colección RSSNarrativas globales
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