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El origen de la desesperación

Primera parte

Capítulo II

Musa Ammar Majad
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Marzo 15, 1943; Londres comenzaba en Bryanston Street para adquirir, más que nunca, emboque de agudeza y reflexión, de máxima y aforismo, de postura. Nada impide imaginar que terminé de abandonar las escaleras que me habían conducido al apartamento del escritor argentino Luciano Michelleti con la sentencia: «Un pecado puede ser el pecado de cualquiera.»

El párrafo persistía.

Luego del arrepentimiento y de la humillación, luego del dominio de sí mismo, sería nuevamente como ellos, los otros, los de túnicas blancas y cruces rojas, los dueños de una actitud vehemente que los hacía, según escribiera en el siglo XIII Jacques de Vitry, leones en el combate, corderos en el ambiente compartido del refugio, rudos caballeros en las largas jornadas de las expediciones, monjes en la santa parquedad de la iglesia. Gradualmente los vestigios de la ira forjaron la tristeza de la culpa, aunque sabía que ninguno de ellos lo condenaba, pues un pecado puede ser el pecado de cualquiera. El Gran Maestre de la Orden Militar del Temple le ordenó levantarse. Lo hizo; y todos, menos uno, abandonaron al animal en la noche y en el polvo del merecido oprobio.

Bajo el efecto de una lluvia acaecida, tomé consciencia, más que del tiempo transcurrido, de lo erróneo de mis conjeturas, de mis cálculos, de todo aquello que durante más de un lustro había determinado mi propósito de vida, mi existencia. Hacía un año de la muerte de mi padre. Éste, ajeno a las aprensiones de la Segunda Guerra, parecía haberse suicidado con el fin de darle a su hijo natural una razón para existir. Al menos eso fue lo que pensé hasta que, la mañana del 15 de marzo de 1943, entré al apartamento de mi padre, donde me aguardaba, diezmado no tanto por dos guerras como por los excesos de la juventud, Walter Greene. Parca al principio, la conversación fue haciéndose permeable a las confidencias. Ninguno de los dos sospechaba que al final del día nos resultaría dificultosa la despedida.

La literatura resultó el tema inaugural.

—Michelleti —dijo Walter Greene— escribía con la refundación de columnas, de soportes encontrados en los anaqueles, allí donde se desenvuelven —levantó el dedo índice para apuntar a una habitación que, supuse, era la biblioteca— los materiales intelectuales ajenos.

Greene dijo que tal actitud implicaba una prueba material de aquello que Michelleti llegó a percibir como patrimonio, susceptible de ser resumido por un único sustantivo: el universo. Explicó que, con el dominio heredado de sus ascendientes, el escritor nutre, sin devoción, cada una de sus construcciones y piensa que toda literatura ha de adquirir capacidad de fagocito, ha de ser, en la compleja complicidad del secreto, literatura a base de toda literatura.

—Lejos, sin embargo, la vía de la asimilación parasitaria —puntualizó.

Recordé al cura en el capítulo VI del Quijote, quien de «todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua» dice «que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento». Recordé a Michelleti. «¿Acaso el Quijote no es presentado al lector como una traducción del árabe? Las traducción es una mediación, una conexión que permite el intercambio y la comunicación.»

—La última carta de mi padre lo explicaba —dije—, cito: «el relato es el resultado de la organización y manipulación de la historia. Es su eco parcial, no su copia.» Sé que para mi padre la historia prosigue más allá del referente, pues participa de principio, nudo y fin. Tal la labor del escritor: ejecutar la historia, no la anécdota o la sola idea, que no tiene desenlace, escribió —algo dijo Greene, puede que por el tono asmático me resultara inaudible—. El mayor deseo de mi padre, decía él, era escribir una novela en la que se borran fronteras para acceder a la puesta de un montaje narrativo, donde ha sido necesario captar distintas formas posibles de ficción. Y, sin embargo, nunca lo logró.

—No así.

Greene se levantó y, con un gesto de la mano, me impelió a entrar en la biblioteca. La impresión fue brusca. Contrastaba sobremanera el casi monacal estilo de la misma con los eclécticos muebles y alfombras, creados por Francis Bacon en la década de mil novecientos treinta, del living room. Del cajón de un escritorio tan sobrio que daba la impresión de no tener oquedad alguna, como si se tratara de un tronco de cedro que partía desde la mitad de la biblioteca para, atravesando la pared, ser también parte del mobiliario de la habitación posterior, Greene extrajo un grupo de papeles y me los extendió. El origen de la desesperación, leí en la primera hoja.

—Es la letra de mi padre —dije.

El resto de las páginas estaba mecanografiado.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónDiciembre 2007
Colección RSSNarrativas globales
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